Agujas
¿Cuántas
agujas se necesitan para que una hembra vibre? ¿Cuánto dolor es preciso para
que el desvanecimiento y el orgasmo lleguen al mismo tiempo?
La mente de
Nina no es como la de Eugenia, ni la de Roberta o Paola, la de las pecas y el
caniche toy. La mente de Nina se compara con la expansión del cosmos, no tiene límites
conocidos por el hombre. Es un viaje. Una perpetuidad de misterio insondable y
placer obscuro. Ella apaga cigarrillos
en su piel cuando se corta la luz y no hay otra cosa que hacer. Sin gozar lo
suficiente con aquello, porque la brasa
se extingue rápido en la piel, antes siquiera, que las terminaciones nerviosas
se alteren, para el umbral del dolor que alcanza Nina. ¿Cuánto flagelo, la
carne magra de esta madura mujer tolera, antes que llegue la negrura y apague todo
clímax?
Nina no es
María, que tiene un novio remisero y viaja gratis a comprar pan y yerba; ni
Lorena, que cuida abuelas para ganarse el sustento. No, Nina jamás será una de
ellas. No puede, fue parida del infierno, con un Asmodeo en su cuerpo. No hay
ostia que la depure, ni cura que la contenga. Al último, joven y atiborrado de
seminario, que lo intentó, ella lo condujo a su entrepierna, para escupirlo
después a un nudo Gordiano de dudas; después de eso, el cortinado del cielo, se
cerró para siempre a ella y a su redención. Nina estudio, es culta, pero
arrastra barrio y dolor, hambre y soledad.
¿Cuánto más
la Gillette hará surcos rojos en la blancura perfecta? Nina no es Estela (aunque
fue a la facultad de filosofía con ella) que duerme siestas, visita el country
los findes, y enjuaga su larga y rubia cabellera con `productos tan caros como
exóticos. Nina es una cruda perra…que filosofa, que se confiesa y que se da
baños de oscuridad cuando la luz arrecia. Nina es lo que cualquiera podría ser,
pero de solo calcularlo, aterra.
Yo soy Nina,
tengo 42 años, amo a Norman Bates, ver cine retro comiendo pochoclos, y a los
paseos con garuga en el Jardín japonés. Ahora
te voy a contar como se hunden las agujas y crujen, una a una, en mi pálida carne
de hembra.
I.
El
gordo y la bolsa
Yo le pedía
agujas y perforaciones, pero el estúpido me mandaba la bolsa negra. Venía de
esa página, Mazmorra creo, donde algunos freakys se disfrazaban de cultores del
BDSM y se mezclan entre los que verdaderamente hacen un arte del bondage y el
spankeo. Era un gordito de ojos verdes como esmeraldas, cuello de oficinista y
dentadura de nene de mamá. Me gustaban sus pezones, por eso se los mordía y
sangraba el marrano chillando. Varias veces me dio una mano con las cosas de la
facultad, su extraña inteligencia me atrajo.
Fue una
tarde muy calurosa en Parque Patricios, en su Loft. Yo me había puesto un
liguero y medias de red rajadas, mi vientre estaba plano, lucía hambreado. La
merca me tenía mal, no consumía siempre y me pegaba mal, me quitaba las ganas
de alimentarme y me ponía a tope, en
esos momentos cuando necesitamos del motor carnal más golpes de pistón. Tenía
la chuleta ardiendo (así llamo yo a mi vagina) y mi demonio quería lujuria y
sangre, martirio y gemidos. Mi demonio hace que suden mis manos y otras cosas
por el estilo, es verdaderamente sádico. Eso está bien, me hace sentir menos
culpable de todo lo que arrastro de pequeña. Es bueno tener a mano quien culpar, hace que la vida sea surfeable.
Les repito,
me llamo Nina, soy una perra cruda y vivo más en celo de lo que mi mente
pragmática acepta, con una chuleta apretada y jugosa, camino por la vida
mordisqueando la costura de los jeans. Tengo vicios manejables, y el dolor es
mi único maestro. Vengo de un averno que escupe seres desviados a las calles, por
la boca del subte de la Avenida Callao, y los entrevera con los esclavos del
consumo, vendedores de rifas de autos familiares, pedófilos de hijos de enanos
de circo y otras mierdas por el estilo. Todo está podrido en esta realidad, de
un miltiuniverso que de seguro también lo está, como el gordito al que le suelo
sangrar los pezones y me manda la bolsa
en la cabeza, después de atarme como a un matambre, con menos experticia que un
embalador despachante de aduana.
Escuchaba
Depeche Mode, en su equipo de sonido vintage, mientras un ventilador de paletas de metal aplacaba el
ardor de los cuerpos sudados, así penetraba mi ano y yo me asfixiaba. Se estaba
vengando, era un reprimido desatado, aunque tenía una verdadera boa entre sus
piernas y me la hacía sentir sin ningún tipo de misericordia. Los graves de la
música golpeaban al compás de los latidos de su glande. Mis ojos se estaban
dando vuelta, la saliva en su cosa hinchada se había secado y raspaba como mil
lomos de un camaleón mutante. Mi ano siempre tuvo vida propia y jamás se había
rendido, ni en las vísperas del efluvio escatológico o el rio de sangre. Esta
no sería la claudicación a mis preceptos morbosos, ni mucho menos. No soy de
pedir clemencia, aunque ya me había mordido fuerte la lengua y el acre sabor de
la sangre inundaba mi boca. Una poesía de Artaud se me vino a la cabeza…
El gordo
sucio gozaba embistiendo mi pequeño trasero parado de damisela mentirosa, mientras
bufaba como un Grifo (ni idea como se manifiesta un Grifo, pero seguro bufa
como el cerdo penetrador que se me había echado encima) El plástico se me
pegaba en la cara, con cada desesperada bocanada de aire que pretendía consumir
infructuosamente. Sentía el sabor de la bolsa en mi boca y la asfixia me estaba
produciendo un indescriptible orgasmo, a su vez, esa misma falta de oxígeno
pintaba destellos en el reverso de mis parpados. Se me iba la vida con el pis y
el flujo de mi eyaculación tremenda, mi cuerpo no comprendía si era mi ano, mi
vagina o mis pulmones que acababan, porque mi corazón subía a mil millones de latidos
por la carretera hacia la muerte. No sé cómo, el gordo lechoso se avispó (de
seguro practicaba como un marine obsesivo el control de la asfixia ajena) y
rompió la bolsa que se pegaba a mi cabeza, en el preciso momento que la parca
con cara de nada, me llamaba a jugar al Yenga. Y en esa aspiración tremebunda
de aire, acabé sobre lo ya acabado, explotando de placer mental, porque el
cuerpo ya no me respondía. Mis manos estaban adormecidas, mis sienes latían
como púlsares llamando a E.T., cuando el abominable y degenerado ser que tenía
echado sobre mí, saco su boa blanca, ahora moteada de marrón, de mi ano
desgarrado y humillado… Y me dijo perra… en su loft de Parque Patricios,
después de dos Martinis sin aceituna.
II.
Los
primeros flagelos
La suerte de
mi madre, tuvo mucho que ver con los hombres que ella frecuentaba. Cuando
jugaba a las cartas se confundía entre una sota y un rey, por ende un hombre
bueno o uno malo, para ella vestían la misma camisa y compartían mañas
similares. Mi pobre madre era una persona que pensaba poco y vivía por inercia,
de la costura al almacén del barrio, de los mates de la tarde al chismerío de
la calle. Siempre como tonta por la vida
fue carne de mentiras y de palizas. Después del primer matrimonio infructuoso,
del cual nací yo, tras una patada en el vientre de mi progenitora y una cesárea
apurada; ella se juntó con un mecánico y se mudaron a Solano. El conurbano de aquel entonces, era algo más
decente que el de ahora, al menos y si te tocaba la mala suerte, te afanaban
menos empastillados y con un dejo de amabilidad, había cierta consideración con los ancianos y no
baleaban rodillas por hacerse los malos. Hoy vivo en capital, en una pensión
cercana al centro, en un cuarto luminoso. Tengo mis comodidades y mis buenos
vecinos de otros cuartos, estoy muy bien, pero mi corazón sigue en San
Francisco Solano. Ya les contaré historias de allí, de alguna manera ese municipio
invita a conocerse. Su feria, sus calles atestadas, los buscas y los pequeños
locales juntos.
De muy chica recuerdo poco, no son de mi
agrado los momentos de inocencia. Tampoco hubo muchos, crecí entre gritos y
amenazas domésticas, pibes de barrio algo maliciosos y picardías oportunas. El
mecánico, mi padrastro, era una reverendísima basura espacial, chatarrero de
alma, vendía repuestos de autos mal habidos cuando se presentaba la
oportunidad. No le pegaba a mi madre, aunque cada insulto de él era peor que
una puñalada con un destornillador de paleta. Mi madre lucía como esa osamenta
de foca, pálida y seca, que vi cierta vez,
en una National Geographic. Yo leía mucho, especialmente esas publicaciones
españolas, Más allá y Año cero. También frecuente el Parque Rivadavia cuando
aún había feria libre de manteros. Mi mente se volvió esotérica y oscura de muy
joven, seguía las publicaciones de Enrique Symns y veía películas de horror y
policial negro.
Tenía casi
diez años yo, cuando sucedió aquello por primera vez. Mi madre, cansada de
retarme, ya que siempre me portaba mal y la hacía pasar vergüenza en casas
ajenas, intentó lo mismo conmigo y subiéndome a sus rodillas con el calzón
bajo, me dio tantas cachetadas en el trasero como su mano esquelética soportó.
Yo no lloré pero si me sentí avergonzada, ante la mirada de su comadre y su
hija de mi edad y mi padrastro, el mecánico, que soltó su revista favorita de
automovilismo para contemplar azorado el espectáculo. Para que ese troglodita
suelte la Corsa, o bien sucedía un terremoto de magnitud ocho, o un voluptuosa
mujer pasaba por la vereda que daba a la ventana de la casa.
La cuestión
fue que al poco los retos los recibía de él, alegando que su mano era más firme
(de hecho lo era y mucho) y procedía, regularmente y casi en acto solemne, a
llevarme a sus rodillas, bajarme shorts y bombacha, o la ropa que tuviese, y
dedicarse a cachetearme las nalguitas, que para ese tiempo, once años, pintaban
prometedoras.
Aquel
pervertido en toda regla, que nos había sometido a sus caprichos de bestia
trabajadora que vive frustrada, se deleitaba castigándome duramente. Sin más
decía - ¡Nina, vení para acá. Haragana de mierda, nunca haces nada!- Y eso
bastaba para terminar semidesnuda en sus rodillas. Sobre su sucio mameluco y
con las manos llenas de aceite quemada y grasa, el mecánico del infierno, me
daba de pleno en el trasero. Levantando mis glúteos con cada cachetazo y con la
constancia del castigo, volviéndolos más turgentes. Imagino que el vería mi
chuletita con un morbo indescriptible, porque, por lo general, yo sentía una
especie de palo de escoba hincándose en mi vientre, estando boca abajo y en sus
mugrientas rodillas. Mi madre no hacía caso a esas largas sesiones de castigo,
pronto descubrió que el bruto, luego de la reprimenda la buscaba para tener
sexo furioso. Traqueteo de cama y gemidos que no me dejaban ver a los
Transformers a gusto. Para aquel entonces a mi madre le pasaba la vida por
cualquier lado, menos por la moral. Ese chip no es muy bueno, es de un Taiwán
venido a menos, y se suele quemar en la cabeza de las personas. ¿Saben, es
bueno tenerlo en cuenta?
Aquel
flagelo al que era sometida de niña, se me había hecho costumbre, de repente y
con cara de Nesquik y dibujitos, le preguntaba a mi madre -¿A qué hora llega
Oscar?- y programaba algún berrinche o estropicio, así le daba motivos a él
para castigarme. Solía haber un tirón de orejas antes, bastante doloroso, y al
cual yo hacía caso omiso, pretendiendo un castigo más ejemplificador. Allí
entonces, él me revoleaba por el aire para aterrizarme en sus rodillas,
aplastando mis pechitos en la acomodada. Con el tiempo, todo aquello se volvió
un teatro justificado, de a poco y entre cachetadas sus dedos engrasados
entraron en mí ser. Rugosos, calientes, deformes, brutos. Yo gritaba o me
quejaba con el azote, simulando que no gozaba, mientras mi madre planchaba
camisas o miraba la novela. Mi trasero quedaba rojo y hasta meaba sus piernas
en ocasiones, cuando el asqueroso se pasaba de morbo y no paraba de pegarme
palmazos llenos. El maldito mecánico y yo tuvimos ese ritual sádico durante
tres años hasta que un colectivo lo atropelló y murió de hemorragias internas. Realmente fue algo
enfermo y delicioso, que marcó mi vida y liberó al demonio que me acuna por las noches y estimula en los
amaneceres solitarios.
Esos fueron
mis primeros flagelos, humillada y castigada, desnuda en las rodillas de un
bruto desconocido. Nunca supe casi nada de él, nunca una charla ni un
acercamiento, solo fue un objeto de perversión. Aún, si me concentro, siento
sus mal cortadas y negras uñas hurgueteando en mi intimidad lascivamente, su
olor a motor, su maldad y todo su deseo, que nunca superó las barreras de aquel
sucio ritual. Solo una vez, que mi madre se había dormido en el sillón, mientras él me daba chirlos en el trasero
desnudo. Esa tarde, como nunca, quebré mi cintura y erguí mi cola separando
algo más las piernas, mostrando el esplendor nacarado de mi chuletita. Esa
bestia no sería más bestia que yo misma, pronto cumpliría trece, y en el
colegio era tan deseada. Mis nalgas comenzaron una oleada de carne blanca
vibrante, cuando la excitación doblegó cada primitivo sentido de Oscar, y su
mano cobró una fuerza descomunal, haciéndome morder hasta sangrar los labios de
placer, con cada abominable cachetada. Su palo de escoba parecía levantarme en
el aire, y por un momento, y con su otra
mano tiró de mis cabellos hasta quedarse con mechones. El dolor de mi trasero
martirizado y la poderosa sujeción de mis pelos, obraron una suerte de orgasmo
de cuero cabelludo y carne aplastada inenarrable. Casi desvanecida, me levanté
de aquella paliza, y trepé las escaleras en cuatro patas con mis pantalones y
bombacha abajo, así exhausta, logré
llegar a mi cuarto del primer piso trastabillando y extasiada. Ya tirada en la
cama, mareada por toda esa carga de dolor y lujuria, noté que la lefa del
mecánico había pasado su pantalón y terminado en mi remera. Olía a fermento y
vida, entonces pasé el anular por la mancha espesa y me llevé aquella degradación
a la boca, para terminar de desvanecerme.
III.
El
fakir de Esteban Echeverría
Dejé en
tercer año la facultad de filosofía y letras, para dedicarme a mí misma. Trabajos
eventuales y una actividad como profesora independiente de historia y otras
materias, que me dejaban muchas horas libres para boyar por las calles de
Capital Federal. Entre la cultura, lo bohemio y el barrio permanente en mis
entrañas, fui decantando hacia el lado oscuro de la urbe y la realidad. Bares
de gente diferente, reuniones BDSM, mentes obtusas, brillantes o turbias, de
personas que uno encuentra en lugares de madrugada, donde pueden expresarse con
libertad. Suelo percibirme como una hija más de Midian, esa ciudad donde las
Razas de la Noche del fabuloso Clive Barker, pululan y reinan. Los diferentes,
que bullen por debajo, esperando, esperando… doblegar voluntades, conquistar el
mundo desde su oscurantismo aletargado.
Siempre
prisionera de mi alto umbral del dolor, encontrar un maestro de las agujas, con
el tiempo, se volvió mi obsesión y mi mayor meta. No cualquiera, sino el
indicado. Mi carne y mi sangre esperan de un Lord del flagelo, uno capaz de
entender la oscuridad del alma. Nina no es Leticia, que tiene tres hijos en
edad escolar y cumple con la cooperadora. Nina se ha masturbado pasando una
lija por la parte interna de los muslos,
mirando “Insaciable” de la Coca Sarli, o por enésima vez, la inefable “Tras la
puerta verde”, con un ardor de lesbianismo en el alma y dolor de mentales
diapositivas, que transforman en una perra posesa a una mujer cualquiera. Yo
soy esa Nina, cultora de la adrenalina, llevada por Asmodeo en su virilidad
áspera, a la boca del abismo que está doblando cualquier esquina.
De todas las
cosas extrañas que me han pasado, ya sea por buscarlas, o por el capricho de mi
destino, una significativa, fue conocer al Fakir de Esteban Echeverría. Se
hacía llamar Kiran, y no era de la India como él afirmaba, sino de una
localidad cercana, que, como mucho río, podría tener una laguna con nimios
afluentes en vez de un Ganges. Vi su interesante acto en un rincón algo
apartado dentro del Mercado de San Telmo. El tipo era bien moro, de prominente
nariz aguileña, cejas anchas y mirada de cuervo senil. Un verdadero mentiroso,
típico del culto argentino de hacer un arte de la escenificación con fines
laborales. Lo que hacía, estaba bien ensayado y ejercitado, no improvisaba
nada, de hecho, caminar por encima de vidrios molidos o acostarse sobre una
cama de clavos con peso encima, no es empresa para cualquiera. Ese día era primaveral,
yo vestía una falda corta gris y una remera de los Sex Pistols, rota adrede en
su manga izquierda, dejando la sensualidad de mi hombro expuesta. Sin ser una
mujer voluptuosa, como la Isabel Sarli que amaba, yo solía atraer a los hombres
como el dulce a las moscas. Solía tintar mi cabello salvaje de diferentes
colores hasta quemarlo, por ese tiempo, era rojo fuerte y no pasaba
desapercibido. Bastante gente se aglomeró a contemplar el show crudo, que el
tostado personaje escenificaba con solemnidad y frialdad. Por lo general
el Mercado de San Telmo suele estar
atiborrado de personas, es el bazar
exótico soñado, allí se encuentra todo lo que nuestros abuelos atesoraban;
desde un salero de porcelana con forma de caballito, hasta una araña de
exquisitos y pulidos caireles, pasando por el vinilo que siempre deseaste tener
o la pintura del artista aquel. No era ningún ingenuo el fakir, en ese rinconcito
tenía más y variado público que un artista de la Avenida Corrientes.
En el
instante cuando el fakir impostor se
atravesaba su bíceps con una especie de aguja de coser muy afilada, yo comencé
a experimentar como mi alma intentaba desprenderse de las costillas que la
aprisionaban. La tonta y suelta bombacha que llevaba puesta, contuvo con éxito
la humedad que mi chuleta le escupió sin pausa. Por algo elegía esas prendas
íntimas, entre culotes y bombachas de abuela, mi cuerpo no avisaba, se
rebalsaba sin más cuando algo morboso lo incendiaba. El dolor que él no sentía
en su estado de concentración, me llegaba a mí con colores de plenitud. Un remolino
carmesí, ocre y aceitunado de sensaciones, revolvían mi cerebro y mi boca se
hacía agua. “Como es arriba es abajo”.
Mientras la
aguja salía del brazo del fakir Kiran, y un delgado hilo de sangre terminaba en
gotas en el piso, me vi rodeada de hombres, de seguro, atraídos por el efluvio
de mi entrepierna. Ni ellos mismos podían entender que pasaba, pero poco a poco
se pegaron más a mí, mi demonio los llamaba, les hacía ¡toc, toc! en sus
sienes. Cuando miré a los ojos y por sobre mi hombro a uno de ellos, que
llevaba traje y sostenía su portafolio, noté como su rostro se contorsionaba. Estaba
ido, contemplándome, y olía a buen perfume, desencajaba en el lugar, tal vez
por eso lo miré y no a los otros que se me habían pegado. La gente comenzó a
aplaudir, cuando el fakir se inclinó de una manera que mantuvo el turbante blanco en su lugar;
en ese instante, la mano del hombre entró por debajo de mi falda y apretó con
fuerza en el pliegue donde el glúteo se encuentra con el femoral. Esa
electricidad que me produjo su pellizco extraño, logró que yo asiera su muñeca
con fuerza, y aún sintiendo la rigidez de ese fuerte brazo, llevase su mano a la humedad plena
entre mis nalgas y más allá. Mi placer culminó justo cuando los últimos
espectadores dejaron de aplaudir, y el hombre bien vestido quedó como estatua
oliendo su mano, mientras yo caminé contoneándome satisfecha, a un bar al paso, a metros del lugar, y me senté
en un taburete. Aún mordisqueaba mi labio inferior cuando pedí una cerveza.
El fakir
acomodaba sus cosas con la misma calma con la que llevó a cabo su acto. En un
cofre decorado acorde a las circunstancias hindúes, la gente había depositado dinero en consideración, y por lo
que se percibía, al embustero no le iba mal. Ese hombre moro, no era más que un tostado por el sol,
de tanto juntar cartones de chico y en carro, en la localidad de Esteben Echeverría.
Y lo supe, por lo que relataré a continuación.
Luego de
conseguir su tarjeta, aludiendo que su acto profesional podría ser parte de una
celebración familiar, en la quinta de unos parientes adinerados, me dispuse a
mantener una fluida conversación con Kiran. Pronto le conté acerca de mi alta
tolerancia al dolor y sin demostrar ningún interés sexual hacia él, fui bajando
la guardia del faquir, quien se mostró amigable e interesado en mi persona. No
pasó mucho para que el enjuto hombre me citara a su casa y me desnudara alguno
de sus secretos; sin dudas, yo le había entrado de pleno. Él era bastante feo,
de rasgos filosos, ojos deprimidos y manos ajadas. Tenía una forma de
expresarse pausada y seductora, lo que me
resultó atrayente. Ese hombre diferente, lograba que yo me mojara cuando, muy
cerca de mí, relataba sus experiencias de faquirismo. Una parte de él, se había
convertido en asceta, con periodos de meditación y prácticas de mortificación del cuerpo, mientras la otra
mantenía su urbanidad. Kiran, al poco tiempo confesó llamarse Alejandro, y me
contó de una turbia época de su vida, cuando el vino tinto y la pasta base lo
tenían atrapado entre la euforia y la apatía. Por eso se negó a tomar unas
líneas conmigo el día que sus labios secos y sus dientes blancos me besaron.
Mientras yo volaba, él seguía sereno y templado, sus rasgos desagradables eran
acompañados por un olor fuerte de su piel, cosa que me turbaba y calentaba. Yo
ya había experimentado recostarme en su cama de clavos, que de falsa tenía muy
poco. Eso pinchaba, y en mi espalda y cuero cabelludo producía un escozor
delicioso, ni que decir en mi trasero que buscaba la penetración seria de esos
clavos brillosos. Aunque solo hubo sangre en el momento en que el fakir y yo
tuvimos sexo sobre su lacerante cama. Su miembro era delgado y agudo como las agujas de su acto, y
lograba hincarme el útero cuando empujaba sin ningún tipo de precepto
Brahmánico. Por su peso sumado, mi carne se hundía en el mar de pinches,
haciendo que la linfa de mi espíritu pervertido se vierta por toda la cama
hasta el piso. En mi estado de drogada excitación, vi sobre las baldosa un
líquido granate que asumía todo mío, pero que terminó siendo de ambos. En el
frenesí sexual sobre la cama de clavos, la carne se rajó, las manos se
lastimaron, los cuerpos se extasiaron de lujurioso dolor, las bocas se
mordieron, las caderas filosofaron en un idioma arcano, los demonios acudieron
ante el llamado de la sangre, y un ángel sagrado se embriago de soma, y se
masturbo oculto del cielo, ante un espectáculo tan depravado como mortal. Penetrada
y destazada por la refriega, y bajo el esmirriado cuerpo del fakir de Esteban
Echeverría, sentí la potencia de Shiva, solo que, destruyéndome a mí misma.
¿Cómo se puede explicar lo que decenas
de clavos producen en un instante de éxtasis carnal y mental, en el
vulnerable cuerpo de una mujer entregada a su perdición? Alejandro se sacio de
mi, por momentos fue un bruto cartonero castigando al hambreado caballo que
tira de su carro. Abofeteando mi rostro con su mano sangrada, para despabilarme
cada vez que me desvanecía, y explotando dentro de mí con la furia de su
semen. Al diablo su faquirismo, su horas de meditación, su ascetismo y
cualquier Vimana que lo paseare por otros planos dimensionales. Si bien se
mostró asqueroso y desviado como yo, también se comportó como un caballero, al
romper sus sabanas e improvisar apretados vendajes para mis vastas heridas
sangrantes. Horas después, ya en la pensión, y convertida en una triste momia
que espera por Lord Carnarvon, le mandé varios mensajes a los cuales no
contestó. Pretendía yo, que fuese mi maestro de las agujas, cosa que jamás se
dio. El fakir de Esteban Echeverría no volvió a responder a mis ruegos. Por
momentos lo imaginé lavando la sangría de su cama de clavos y de su piso con
lavandina y detergente, trapeador en mano, con las rodillas temblorosas y un
mar de preguntas en su cabeza… y… estoy segura de que lo comprendo. Después de
todo aquello, no regresé al mercado de San Telmo… ni siquiera volví a pasar
cerca.
IV. Violación de morada
Todo tiene su porqué, es inevitable vivir una vida sin porqués,
están siempre allí y son peligrosos. Nos desnudan cuando los interpelamos, y si
no estamos lo suficientemente enraizados a la cruda realidad, lo más probable
es que las respuestas que encontremos sean una tempestad interminable que nos
arranque de cuajo. Estamos encadenados a hechos que nuestro subconsciente vive
enterrando, con la misma dedicación de un sepulturero de oficio. La tierra y
los gusanos de los acontecimientos blandos de la vida, van carcomiendo aquellos
recuerdos que nos matarían si permaneciesen siempre presentes.
Mis años en la facultad de Filosofía me ayudaron a
comprender cosas de mi misma, a bucear de manera segura entre los cuartos
cerrados y polvorientos de mi mente y poder
abrirlos a los demás. Sé que siempre estuvo ese demonio escarbando en mí, debe haber
nacido conmigo. Tal vez mi columna continuaba en una cola más allá del coxis
mismo y los médicos la removieron. La
oscuridad es como la luz, se enquista y se pronuncia, a unos les pega fuerte en
la iluminación y la santidad, y desgastan sus uñas persignándose; mientras que en otros, esas mismas uñas son
por necesidad largas y fuertes para
arrancar tiras de piel en el momento del éxtasis sexual, o para palear el vicio
a la nariz.
¿Por qué una joven tomaría un cuchillo Tramontina y
lo apretaría por el lomo y con fuerza
contra su cuerpo? Logrando así que la las puntas de la sierra entren en
la piel de las piernas, y sin lastimar en exceso, produzcan heridas y un
subidón de adrenalina. Un chute tal que lleve al organismo a un orgasmo genital
y de las terminaciones nerviosas al mismo tiempo. Yo lo hacía sentada en el
inodoro, o en la baldosa fría en el baño, desnuda y recién duchada. Mi Tramontina estaba escondido detrás del
depósito del agua, y todo aquello sucedía hasta que mi madre sacudía a golpes
la puerta del baño instándome a salir.
Como les mencioné anteriormente, Norman Bates, el
protagonista de Psicosis, caló hondo en mí. Hizo posible una Nina que a veces
hasta me asusta. Las tinieblas son como
una botella de suero, si entra a cuenta gotas puede absorberse sin mayores
inconvenientes, pero si se libera la válvula, de seguro desbordará el alma. Norman
Bates era esa botella de suero, solo que él controlaba la válvula cuanto podía.
Aún, su cara desencajada viene a mis pesadillas, no para asustarme, sino para
regularlas.
Les diré, la carne blanca es bueno cortarla con
hojas de afeitar, de manera lenta y no profunda. Solo lo hice un par de veces
en mis antebrazos y no encontré mayor satisfacción que contemplar las cicatrices posteriores. Era adolescente y
probaba el umbral del dolor inspirada por la película Hellraiser, en aquel
entonces erizaba la piel semejante argumento aterrador, y todo lo grotesco de
las escenas. Les juro, que por un momento sentí presencias a mi espalda. Me
alumbraban los destellos del televisor, en el cuarto que estaba todo oscuro,
inclusive la luz nocturna que entraba por la ventana de mi habitación en el
piso superior, era azulada, como vaporosa y maligna, en esa noche de frio
invierno. Creo que esa fue la única vez que sentí como el espanto se apoderaba
de mí. Al caer unas gotas de sangre al piso yo cerré los ojos, apreté mis
dientes y hasta fruncí mi ano. Esperaba los ganchos de los Cenobitas llegar
hasta mí desde los rincones para desgarrarme
la carne, y exponer mis costillas limpias de pellejo al que se atreviese
a abrir la puerta. Vuelvo a jurar que sentí presencias inenarrables a mi
espalda, esa noche hasta mi amado Asmodeo se había apartado. Verdaderamente
sentí una pleura de oscurantismo pegarse a mi alma y quedarse allí por siempre.
Ya les decía
que todo tiene sus porqués, Nina lo tiene, como cualquier enigma o cualquier
manifestación espectral. Fui un ser solitario de niña y de más aún adolescente,
asistía a una biblioteca de un club de barrio para pasar horas leyendo libros
que quizás no eran los más adecuados para mi edad. La bibliotecaria se llamaba
Ester, era una señora mayor que a veces se dormía en su silla sin observar lo
que yo hacía. Tampoco notó los libros que robé, y que luego escondí debajo del carcomido entablado del piso, en una casa
abandonada a siete cuadras de mi casa. Era una edificación antigua y un tanto siniestra,
con zarzas y las raíces cubriéndola por su frente y paredes. Gran parte de su
mampostería presentaba reventones por la humedad y el abandono, donde crecían
los líquenes y se arraigaban los hongos. En esa olvidada casa, que no había
sido reclamada por nadie, desde el fatal accidente automovilístico de sus
últimos moradores, se solían reunir niños traviesos por la tarde a jugar,
después de sortear el escaso tapiado de la propiedad. Por la noche, algunas
cosas poco convencionales pasaban entre esos gruesos muros de grandes ladrillos
y argamasa. En las paredes interiores se observaban símbolos, algunos eran idénticos a los que aparecían entre las
páginas de algunos de mis libros de
esoterismo. La casa, en su parte alta y mas ruinosa, tenía un desván que
nadie visitaba, excepto yo, posiblemente por considerarlo arriesgado, su piso
estaba bastante podrido, tanto como la
escalera de madera que conducía a el mismo. Durante todo su abandono, los
mejores inquilinos de esa vieja morada habían sido las polillas, la carcoma y
las avispas con sus nidos. Con el tiempo hice del desván mi escondite favorito,
y hasta me animé a pasar las noches en el, provista de velas, algunas
conservas, pan y libros. Mi madre creía que yo pernoctaba en lo de una
compañera de secundaria. Yo era adolescente, pero para nada estúpida, entre las
cosas que había heredado de mi difunto padrastro, una era su cuchillo de caza
bien afilado, el que portaba en mi cintura cada vez que me aventuraba a ese
lúgubre y a su vez, adorado lugar. Esa destartalada vivienda fue inspiradora para mí, me llenaba de adrenalina pernoctar
allí, al amparo de las lechuzas y los murciélagos que revoloteaban cerca.
Excitación que descargaba con largas sesiones de masturbación sobre un delgado
y gastado colchón que había trasladado hasta allí. En el lúgubre desván, de esa casa
con varias habitaciones y patio con aljibe, marcada con inscripciones nada cristianas en sus paredes,
yo descubrí cuanto placer carnal una mujer sola puede lograr valiéndose de su ingenio.
Fue el lugar adecuado para dejar volar mi mente plagada de desviaciones, como
mi madre las solía llamar, cuando le daba un ataque de moralidad.
La casa era
de principios del siglo veinte, algunas de sus paredes aún tenían el primer
enfoscado con que se había revestido al ladrillo, otras habían pasado por
mejoras; de todas maneras, los años de intemperie porque una parte del techo yacía
derrumbado, abrían heridas en formas de grietas profundas donde anidaban los
insectos. Según calculé el patio trasero, al que se accedía por la cocina, se
extendía por unos cincuenta o más metros de fondo, las plantas habían hecho de
aquel terreno fértil una selva de enredaderas, sauces llorones, maleza, y hasta
un palo borracho descomunal. Muy de madrugada, cuando los vecinos dormían, yo
bajaba a la amplia cocina desde mi escondite superior, siempre con cuidado al
pisar los podridos escalones. En ese recinto de baldosas blancas y negras
cubiertas de mugre, había un lar en su centro. Suponía yo, que los dueños de
esa vivienda mantenían ese fogón desde los orígenes de la construcción. Donde
calentaban algún caldero a principios del siglo pasado, para guisar o hacer pucheros.
Contra un rincón se podían ver marcas de patas y abundante hollín, que suponía,
eran de una cocina a leña de
fundición, de seguro había sido hurtada
ante el abandono de la propiedad, como las arañas que podía haber tenido cada
habitación u otras cosas de valor, especialmente sus bronces.
En ese lar
central de la cocina yo hacía fuego con unos postigos o cualquier trozo de
madera que tuviese a mano, supongo que el humo se confundía con el de las
chimeneas aledañas en esas noches gélidas de invierno, porque nunca vinieron
vecinos o bomberos a revisar que acontecía. Ante las llamas de la fogata me
desnudaba, bebía licor y leía invocaciones a espíritus que se indicaban en mis
libros hurtados. Nunca, en esos rituales nocturnos se manifestó ente alguno, lo
que si sucedía era que, en esa desnudez y estado de embriaguez, mi cuerpo
ardía, y no paraba de masturbarme, hasta quedar exhausta en el suelo cerca de
la hoguera. Me sentía como una bruja de siglos pasados, deseaba un ungüento que
hiciera volar mi carne desnuda por la fría noche hacia la luna. Mojaba mi mano
con licor de chocolate o huevo, a modo de lubricante, y la hundía en mi
hambrienta chuleta, tan adentro como la contorsión de mi cuerpo me lo
permitiese. Como si intentara un aborto con mi propia zarpa, la encajaba y la
giraba en el interior vaginal. Mis ojos se tornaban al blanco de tanto placer,
embriagada y con las chispas de la madera castigando en mi piel sudada. Sola,
como la perra más sola, que se autosatisface de todo lo mundano, me arrastraba
por esas sucias baldosas gimiendo y retorciéndome. Metiendo el pico de la
botella de licor en mi ano, en un acto de lujuria absoluto. Pasaba horas
haciendo aquello después de invocar esos espíritus oscuros, con letanías en
latín entre otras. Apretaba mis pezones con broches de tender la ropa, a los que les había ajustado sus resortes,
para que se sintiesen más. Entre los objetos para la masturbación que iba
juntando, adoraba a un viejo cepillo de dientes de duras y gastadas cerdas, el
cual había hallado en el baño de esa casa abandonada. Lo frotaba en mi clítoris
hasta irritarlo y dejar mis dientes marcados en el colchón del desván.
Con el
tiempo comprendí que esa casa era más mía que de nadie, así que la marqué con
mi orín en cada rincón que pude, como las bestias territoriales. Y me dispuse a
tener sexo ardiente con todo el lugar, con los objetos que encontrara en cada
recinto. De una de las habitaciones, tomé la pata de un respaldar de una cama
hecha pedazos. Era un trozo de madera torneada y dura, terminado en una bola de
unos cuatro centímetros de diámetro, el cual usaba como ariete para mi
entrepierna, hundiéndolo con furia una vez dilatada mi chuleta. Con ese poste
golpeaba mi útero, para mí el dolor era insignificante, de alguna manera
desafiaba ese umbral natural con cada acto, ver mis dos manos empujar eso
macizo dentro de mí hacía que me explotara el cerebro. Noche a noche fui
poseyendo a aquella casa, que tenía sombras que danzaban en su interior al
compás del chistido de las lechuzas. Mi sangre bullía en las madrugadas,
alterada por horas de continua lectura de textos prohibidos.
Para hacer
mía a la sala de estar, que ya no tenía más que retazos de techo, tomé una guía
telefónica enmohecida de lo que parecía una biblioteca podrida, ya en mi desván,
monté su lomo entre mis muslos y me froté hasta acabar, tantas veces como
quise. Esa noche una cucaracha caminó por mi espalda, pero yo la dejé, las
criaturas de esa morada antigua me acogían. Sentía que mi espíritu fluía libre,
desatado de toda religión o culto, en complicidad con la naturaleza, que día tras día se apoderaba de esas paredes, de
las ventanas y de cada deteriorado mueble que aún quedaba.
En mi afán
de copular con la vivienda entera y sin olvidar rincones, cierto día, decidí
tomar el toro por las astas, y emulando a Cleopatra, conseguí un calabacín seco
y largo, el cual ahueque con paciencia. Valiéndome de una red casera fui
atrapando avispas de los rincones de la casa, de sus mismos panales, algunas
picaduras recibí pero eso ni me inmutó. Más de veinte avispas terminaron dentro
del calabacín, al cual cubrí su boca con una media de red doble y encintada.
Las embravecidas avispas producían una
vibración en las paredes del artilugio, y eso bastaba para que yo lo disfrutara
como un juguete sexual, pasándolo por el interior de los muslos, mis pezones y
las aureolas, las axilas y el cuello. Una noche quedé dormida después de un
orgasmo olímpico, con el vibrador casero entre las piernas, y al despertar
comprobé que la mayoría de las avispas habían muerto. Al menos, tuve sexo con
la energía de esas criaturas agresivas que habían vivido en cada rincón de esa
derruida morada. Eso, por supuesto, terminó de conectarme a la magia de todo
ese lugar.
Después de
un tiempo, una mañana tormentosa, pasé por enfrente de mi casa encantada y mi
refugio nocturno, y vi topadoras y suficientes operarios listos para demolerla.
Tuve la intención de correr a rescatarla de su final, pero que iba a decir, la
única escritura que yo tenía del lugar, era el placer escrito en mi carne, y
mis únicas posesiones, los libros que seguían escondidos debajo del tablado.
Además, que la casa fuese a ser derrumbada no era casualidad, solo habían
pasado dos meses de lo del sordomudo…
V.
Anomalía
¿Qué me
lleva a mamársela a las penumbras con tanto fervor? Sentarme a horcajadas de la
virilidad de la noche para sentir su falo de tinieblas penetrar en mi. En mi
vida me he asido a la negrura como la sanguijuela a la piel de su portador. En
la taciturnidad encontré siempre las respuestas, y así es como hallé en lo
desviado, el placebo que calma el ardor
de mi espíritu.
Antes que la
casa abandonada sea derrumbada, pasaron cosas en mi vida juvenil, una de ellas fue que, después del tercer año en la
secundaria, mis notas comenzaron a ser cada vez mejores. Las exposiciones que
daba ante la clase, parada cerca del pizarrón, dejaban más que satisfechos a
mis maestros. Llegué a debatir con ellos temas lejanos a la comprensión de los
demás alumnos, porque mi cabeza se nutría de lectura y crecía en sus propias
densas elucubraciones. Si bien los lazos
con los barrios y las formas de las calles de Solano, estaban siempre presentes
en mi persona, cada vez más, la cultura
ganaba espacios en mi mente. A su vez una Nina esotérica, sexual,
profana, diferente nacía, con cada embate que le hacía a mi carne blanca en
busca de los márgenes del dulce dolor. Solitaria, lejana y aborrecida por mis
compañeros de colegio, pues mi mente, mi concepción del mundo y sus realidades,
era absolutamente diferente a la de ellos.
Me percibía también
en la arista opuesta a la de mi madre, ella solo era un autómata de la
existencia rutinaria. Depresiva y siempre en el yerro del amor. Después de
morir el mecánico troglodita, conoció algunos hombres que no sumaron más que
desilusión en su vida, y le heredaron el consumo de antidepresivos. Lejanas,
pero conviviendo siempre, sin notarnos ni molestarnos, cada una fue mudando su
piel en los rincones de la casa, como le parecía. Cada día más adicta a las
telenovelas, ella lloraba en su sillón favorito por la pasión y la felicidad
que jamás tendría, mientras yo, en mi cuarto, leía a Baudelaire, Poe,
Maquiavelo y tantos otros. Poco a poco ayudé
a mi madre a vender todo lo que pertenecía a Oscar, en la feria de Solano y
donde pintó la ocasión. Herramientas, malacates, partes de autos, un cumulo de
muebles de roble y otros bártulos de sus padres guardados en un depósito, más
toda la chatarra acumulada por años de oficio. Eso ayudó a llevar cierta
estabilidad económica durante mi adolescencia, al menos no faltó la comida ni
las necesidades básicas. El estrecho trato del mecánico con los jefes de calle
de dos comisarías cercanas, y sus arreglos particulares, aseguró que nuestro
domicilio nunca sea “tocado”. Siempre
anduve hasta altas horas de la noche, y de madrugada, por las calles de San
Francisco Solano sin ser molestada por los vagos en las esquinas, ni nadie en
particular; algunos me decían “la hija del tuerca”, pues sí era llamado Oscar
entre los transas, los buscavidas y algunos policías con más antigüedad.
A mis
diecisiete decidí adoptar un perro, al que llamé Anomalía. Era callejero y muy
listo, de buen porte y pelos largos, negros y algo irregulares. Tenía una
mirada dulce, pero si mostraba los colmillos, mordía seguro. Era un perro muy
determinado a mantenerse con vida, de los que mejor es tener de amigo. Después
que mordió a un borracho que me molestaba y lo arrastró de la botamanga de su
pantalón, yo quedé embelesada con el animal. Se volvió mi fiel compañero, tanto
en las calles como en el escondite de mi casa. Anomalía dormía cerca de mí, sobre un pentáculo que había dibujado
sobre las podridas tablas del piso con pintura sintética blanca, sentía que eso
lo protegía, y de la misma manera, él a mí. Yo le leía fragmentos de mis libros
más oscuros, y sus ojos brillaban con el reflejo la flama de las velas. Si
hacía frio me abrazaba a su cuerpo y dormía con su olor, soplando sus pelos de
mi cara. Nuca supe con exactitud la edad del animal, pero asumí que era joven
pues gozaba de una energía significativa. Por las noches y estando a mi lado,
solía lamerse los huevos y tener descomunales erecciones. Yo quedaba atónita
mirando el rosado intenso de la tranca de mi perro, el vapor de esa carne
hinchada que subía junto al humo de la vela. Viendo aquel viril esplendor
animal, me sentía satánica, y terminaba desnuda boca arriba con las piernas
bien abiertas metiendo lo que tuviese a mano en mi chuleta jugosa. No me
bastaba con frotarme el clítoris o apretarme las tetas, que estaban, por aquel
entonces, en el sumun de su turgencia. Necesitaba sentirme llena por dentro, llena
a reventar; por eso solía terminar en cuatro patas, sudada, con los muslos
pegajosos y chorreados, implorándole a Asmodeo que condujese al perro encima de
mí y me poseyese entera, delirando por un abotonamiento infernal. Cosa que
nunca sucedió, pues Anomalía tal vez no estaba en sus momentos de celo, y lo de
sus erecciones eran el acto reflejo de su acicalamiento… quien sabe. Amaba a
ese perro mucho más allá del morbo que me producía en esos momentos míos de
lujuria. Siempre le permití ser la bestia joven que era, libre.
Algo que me
maravillaba de mi bello can, era que anticipaba la presencia humana en la casa
abandonada algunas cuadras antes de arribar. Se ponía inquieto y gruñía.
Algunos vagabundos entraban a esa vieja y ruinosa casa, en ocasiones, también
parejas para tener sexo. Estaba segura de que alguien consultaba a la ouija en
el lugar, no solo por los crujidos y ruidos varios de la casa durante las
noches, de todas maneras, todo estaba en ruinas y el viento solía azotar la
estructura. También se oían rumores densos en el barrio, se creía que en esa casa
solía congregarse gente con propósitos oscuros, de allí los símbolos pintados en
las paredes interiores. Mi cuchillo de caza me hacía sentir a salvo, pero más
aún, los colmillos y la ferocidad de Anomalía. Pocos saben que el fenómeno de
la ouija se originó alrededor de 1850 en la casa de la familia Fox en Nueva York,
las niñas del lugar tomaban a gracias los golpes y extraños sonidos que se
escuchaban en el lugar. Con el tiempo comprendieron que allí habitaba una
inteligencia inmaterial, que había fallecido tiempo atrás. Yo nunca he estado
frente a un tablero de ouija, creo que es por esa noche en mi cuarto, cuando
miraba Hellraiser y cortaba mis antebrazos lentamente. La sangre convocó
presencias, las sentí a mi espalda, siento que aún no estoy preparada para
manejar lo que vendrá del más allá, cuando logre abrir sus puertas a través de mi búsqueda del
placer en el dolor. Los espíritus ansían volver a la carne y a sus goces, el
carmesí caliente los atrae y los embriaga. Cuando la sangre es el metal de la
campana, el sexo lujurioso es el badajo que la hace sonar para los entes del
otro lado, que acuden mezclados entre vibraciones. Anomalía los percibía,
echado en el desván de la vieja casa, paraba sus orejas de repente y corría
escaleras abajo, en esas noches silenciosas cuando una bruma cubría la espesa
vegetación del patio. Buscaba y aullaba, mientras yo lo seguía con la linterna,
hasta detenerse, por lo general, frente a la entrada sin puerta de la
habitación principal de la planta baja. Ese lugar tenía la mitad de su techo
derrumbado y cuando había luna las sombras que proyectaban el entablado
destrozado y los tirantes apolillados de la techumbre, formaban figuras
retorcidas en el piso y las paredes. Esa habitación contenía la mayor cantidad
de símbolos hechos, a mi parecer, en diferentes épocas; algunos solo eran
rayones con trozos de ladrillo, en cambio otros eran verdaderos sellos arcanos.
El que más me aterró fue el de Valac, el
gran regidor del infierno. Al mover una antigua y roída cómoda, por detrás,
hallé ese sello y supe que en esa habitación había obrado gente entendida. Fue
en ese mismo recinto podrido donde cogí al sordomudo, con el hambre vaginal de
un cardumen de pirañas.
VI.
Como
arrancar de los cielos a un sordomudo y arrastrarlo al infierno