La muerte se consume en latas
En un futuro
remoto, donde las multinacionales tienen potestad sobre la vida y el destino de
los hombres. Bendecidas por
eclesiásticas manos doblegando al mundo, en doctrinas para la
despersonalización. Empresas erigidas como dioses de la prosperidad, donde la
marabunta laboral humana cribaba sus sueños y su voluntad para morir como
recipientes vacios en un baldío.
Argentina,
después de la devastación, acumulaba millones
de almas en pocas megaciudades. Formosa era una, allí el régimen un tanto permisivo; los moralistas se entreveraban con degenerados
y ascetas de lo ajeno. La escoria de otras regiones más pulcras del país eran exiliados al confinamiento
aterrador y aplastante, contenidos en los inexpugnables muros de la aquella urbe.
En ese
tremebundo contexto eructaba a la vida un ser
achatado, obsesivamente prolijo, de saltones ojos abulonados; vejado de
mejillas, con una imperturbable frente
pelada y lisa de obstinado chapista.
Solitario como las babosas que no encuentran las hojas frescas y
deambulan por el patio para terminar en alguna pila de basura.
Abstraído en
el trastero de su tienda de objetos pasados de moda, desperdicios ya sin alma,
arrojados de otras épocas, a los que él dogmáticamente nombraba como
antigüedades.
Tras la insistente
invasión de voces, a la que era sometida
su cabeza después de sobar una chapa, besar el aluminio, adorar la plateada
lámina y su llavecita. Esforzarse para comprender la sofocación
mental a la que lo sometían los atormentados espíritus.
Clamándole,
susurrándole, desvelándolo día tras día. Avocado a una tarea rudimentaria, como
lo hubiese hecho un guerrero sarraceno, afanosamente afilaba una y otra vez, cien
veces más el borde de una lata de corned beef. Con manía compulsiva alistaba su herramienta
del martirio, báculo de la muerte, exterminador de toda luz y gracia.
Cuando
parpadeaban indiferentes las luces en la
desalmada megaciudad formoseña, entre jaurías de perros hirsutos babeando
hambreados y seres andrajosos perdidos en
recuerdos de cosas que jamás pasaron.
Elías, ese achaparrado
anticuario, mecenas de la muerte insondable, acechaba, indagaba, reptaba y asestaba.
Sus manos de
largos dedos crujientes y enraizados tenían la fuerza de una amasadora
industrial. Su boca cargada por labios gruesos
y dientes absurdos, siempre amarillentos, era el espanto mismo. Una anatomía
que invitaba a mirar hacia el piso.
Huérfano como un descolado alacrán del
infinito Sahara, lejano a la realidad y a la sociedad. Solo ventas
eventuales de alguna antigüedad lo
acercaba a la humanidad. Era tan hábil para hacer buena diferencia de dinero
como desgarrar la carne con su lata afilada.
Así asediaba
desde adentro, ésta ansiosa bestia, como
un virus ascendiente en el plasma arterial del corrompido cuerpo de la metrópolis.
Si este
repulsivo ser, poseído por esos clamores psíquicos acosándolo; durante su nocturna transformación alcanzaba a su víctima, toda suerte estaría
echada. Se ahogaría el grito del
desafortunado ante tal desbordante espanto, colapsaría su esfínter en un mar de
vergüenza, retumbarían las sienes por un
truculento dominó en espiral
cayendo estruendosamente uno contra otro. Se moriría del espanto antes de haberse
derrumbado en súplicas.
No hay mayor
temor que observar aterido,
imposibilitado de acción, el devenir del dolor ante el brillo refulgente del
filo inclemente, esmerilado para la desgracia de la carne, en una fiera lata de corned beef portadora del sangriento destino.
Se
partirían uñas rascando paredes,
intentando enmendar asfixiantes pecados
en inútiles oraciones. Absurdo tratar de
animar en la mente una imagen de
cualquier misericordioso santo o intentar dar vacíos argumentos, para terminar desbaratándose ante el
inminente final.
Nada, nada,
absolutamente nada podrá detener el
engranaje encendido, el buster que recibe esa misántropa señal de los
abismos fabriles, desencajando el
cerebro del anticuario Elías. El portador de la desdicha, implacable
sembrador de enrevesadas teorías
populares. El, transcurriría matando entre sutiles pausas con su temible
lata de corned beef. Para el beneplácito y la enmendación de todas las
guturales voces.
Imposible
poder definir el atroz tormento de tres centímetros de
afilada e indoblegable lata, poseída por la potencia de mil espíritus penetrando en el cráneo. El apagón de sentidos
irrumpiendo después de un estallido de
agonía.
Cayendo tan
burda y pesada como una bolsa de papas,
aquella víctima alcanzada por el motivado Elías, tendrá el beneplácito de
una última visión: Las tenis roídas
manchándose con sangre del imperturbable anticuario, hacedor de tan
incomprendido suplicio.
Ningún final
más irracional que el de un espíritu arrancado violentamente de un cuerpo.
Ascendiendo a los cielos o quien sabe a dónde,
viendo mientras se aleja de su receptáculo material , una frente incrustada por una fiera lata de corned beef, afilada
por el mismo Satán.
Y a ese ser
vil, de cerúlea gabardina, cuello de resorte de feria; allí tan devoto a su obra, contemplando los estertores
finales de su víctima; saboreando el hedor acre de la sangre derramándose desde la cabeza, por el cemento hasta sus tenis.
Formosa lo sufrió por lustros, cuando las luces
caían, las abigarradas prostitutas
dudaban, los chulos escupían maldiciones, los policías hocicos de cerdo, olfateaban el excremento de los ladrones. Él
y la esculpida forma de su muerte
proseguían rondando de todas maneras.
En cada
farola de inciertas esquinas, en cada zigzagueante pingüino tremebundo con forma de hombre, en
cada posible victima moviéndose apopléjica
de su casa al kiosco jugando a la lotería con su destino.
No hay más
belleza para el anquilosado de brillantina, prisionero de otras desvanecidas
épocas y sórdido anticuario Elías, que las personas arrogantes de vida, se
aventurasen en la retorcida noche arrastrando sus invisibles ataúdes.
Nada más
divino para sus imparables latas que terminar vaciando entrañas,
conversando cara a cara, con la
resignada masa encefálica. En esta realidad demencial de un descalibrado planeta donde los cadáveres son comidas para
los que serán cadáveres.
La
impenetrable oscurantista y renacida Swift X, ascendida a compañía
multinacional, emperatriz del jamón del diablo y el corned beef, abarrotaba sus
galpones con cuerpos. Pilas interminables hasta las vigas de los techos,
degradándose, supurando mares de asquerosidad por los pisos.
Toda carne
descompuesta, más esqueléticas reses de descarte, arrojadas con su último aliento a una enorme trituradora. Entre balidos desgarradores,
hedores dantescos y atronadores ruidos de maquinaria. Aquel leviatán industrial machacaba huesos, grasas, carne y
vísceras para ser hervidas a cientos de grados y finalmente presentada
enlatada en atiborradas góndolas
serviles a las masas mal nutridas.
No obstante
la vastedad de la comida enlatada, las hambrunas y la desigualdad eran moneda
corriente en un mundo de cyborgs policías y ciudadanos desencajados. La
desesperación brotaba de las grietas sociales como la resina en una conífera desgajada
a hachazos.
En esta
triste situación alimenticia, el hábil anticuario Elías, al devorarse su pan de
carne, recibía en esa molienda de amarillenta pastosa grasa, blancas pecas de
hueso hervido y amoratados grumos de carne destazada, una importante cantidad
de alma torturada y desolada. Toda la desgracia y desesperanza de aquellas
vidas olvidadas sin apropiada extremaunción o entierro, que a favor del progreso y el engranaje
productivo, con sus anatomías muertas alimentaban a los vivos.
Elías,
antena receptora de la angustia del inframundo, desvelado y furtivo en esas
interminables noches; mataba empuñando
el ataúd al vacío de todos esos desdichados cadáveres cocinados. Una afilada
lata de corned beef, tan poseída como implacable.
Hinchando de
atrocidad a la futurista Formosa hasta aplastarla contra sus murallas. En un
sinfín de muerte, por el solo hecho de acallar y compadecer el intermitente tañir de las voces fantasmales.
Cada vez que ingería, como muchos otros hambreados, las sucesivas
porciones de macerada carne enlatada.
Él era la
antena, el gran receptor de la frustración de esas almas retorcidas en sus
purgatorios. Para su justicia y locura, la afilada lata de corned beef causaría
más y más estragos.