miércoles, 24 de abril de 2024

 


Casa

 

La casa, con sus pesares,

se enjuaga de sombras

cada tantos atardeceres.

Rechina, cruje, zozobra en sus cimientos;

se estremece de presencias.

Arrastra su reuma de tragedias

que escabulle el sueño entre sus aleros.

Es la argamasa que habla entre sus quebradas paredes

y cada ladrillo, en su retruque con el viento,

despliega la jerga de los pueblos que han ido muriendo.

Por la bruma de la desolación desparecen objetos

y las luces galopan la noche, atemporales e intransigentes,

gélidas como la vasta negrura del campo.

Mientras, al pasar, se santiguan los que pueden

y nunca faltan los consabidos respetos

al caer el sol desorbitado, arreado por los espíritus de la noche.

Es notable ese muestrario de sobrecogido apuro

en esos parroquianos que, por devotos,

se enlutan sin asco ni tiempo.

La casa y sus espíritus se han desvencijado de risa

hasta el regocijo de sus jambas,

sus antepechos y canaletas, sus estatuarios mármoles,

tras maldiciones de comadres con sedas al cuello

y su batallón de ajadas estampas.

Comprendida y soportada

por la carcoma del mohoso entablado,

y las ventanas que, sin causa, se agitan;

es la casa arruinada… errabunda,

porfiando su historia extraña.

En la polvorienta buhardilla

o en esos caireles, que aún se sostienen,

danzan fantasmas inoportunos alienados de niebla,

aturdidos de grillos,

redundando en el silencio de una muerte esquiva.

Tras un puñado de ocasos, se lava de espectros la casa;

se despabila de sus muertos, los ahorcados y los enfermos,

los degenerados… los inocentes niños idos;

aquellos que pretendieron poseerla y, entre tantos,

la pareja de vascuences migrantes,

sus últimos y apesadumbrados dueños,

que lacran el cementerio del eterno otoñal jardín trasero.

Carraspea la casa, se retuerce y enerva,

cual cadalso en el olvido, o arcón henchido de carteados momentos;

hasta que toda oscuridad se aquiete,

se llame al orden, se volatilice y consuma

o, por fin, duerma.