Casa
La
casa, con sus pesares,
se
enjuaga de sombras
cada
tantos atardeceres.
Rechina,
cruje, zozobra en sus cimientos;
se
estremece de presencias.
Arrastra
su reuma de tragedias
que
escabulle el sueño entre sus aleros.
Es
la argamasa que habla entre sus quebradas paredes
y
cada ladrillo, en su retruque con el viento,
despliega
la jerga de los pueblos que han ido muriendo.
Por
la bruma de la desolación desparecen objetos
y
las luces galopan la noche, atemporales e intransigentes,
gélidas
como la vasta negrura del campo.
Mientras,
al pasar, se santiguan los que pueden
y
nunca faltan los consabidos respetos
al
caer el sol desorbitado, arreado por los espíritus de la noche.
Es
notable ese muestrario de sobrecogido apuro
en
esos parroquianos que, por devotos,
se
enlutan sin asco ni tiempo.
La
casa y sus espíritus se han desvencijado de risa
hasta
el regocijo de sus jambas,
sus
antepechos y canaletas, sus estatuarios mármoles,
tras
maldiciones de comadres con sedas al cuello
y
su batallón de ajadas estampas.
Comprendida
y soportada
por
la carcoma del mohoso entablado,
y
las ventanas que, sin causa, se agitan;
es
la casa arruinada… errabunda,
porfiando
su historia extraña.
En
la polvorienta buhardilla
o
en esos caireles, que aún se sostienen,
danzan
fantasmas inoportunos alienados de niebla,
aturdidos
de grillos,
redundando
en el silencio de una muerte esquiva.
Tras
un puñado de ocasos, se lava de espectros la casa;
se
despabila de sus muertos, los ahorcados y los enfermos,
los
degenerados… los inocentes niños idos;
aquellos
que pretendieron poseerla y, entre tantos,
la
pareja de vascuences migrantes,
sus
últimos y apesadumbrados dueños,
que
lacran el cementerio del eterno otoñal jardín trasero.
Carraspea
la casa, se retuerce y enerva,
cual
cadalso en el olvido, o arcón henchido de carteados momentos;
hasta
que toda oscuridad se aquiete,
se
llame al orden, se volatilice y consuma
o,
por fin, duerma.