viernes, 5 de febrero de 2021

 La verdadera fuerza del chaleco de fuerza


Entonces llegó el día cuando me presentaron al  chaleco…  Después de una remontada de esquizofrenia y agorafobia, vi al mundo como a un monstruo deseando devorarme. Un Leviatán de personas que sonríen y conversan, que caminan como hormigas apresuradas a las proveedurías, a las tiendas por ropa nueva, al abismo de su decadencia o a perecer 24 horas más en  sus casas. Monstruos sonrientes y sudorosos más allá de la ventana, en el mar de luz que hiere como agujas.  

Tras romper cosas con los puños, la cabeza y  los codos, por la angustia destilada de un alma que pica y no se calma. Cuando el Valium no logró apaciguarme ni un poco  y el Halopidol traicionó mis nervios desbaratados, sentí que  Dios me había dejado de lado, que estaría en algún club jugando a las cartas y comiendo maní salado, harto de humanidad, desganado y con ganas de hacer añicos todo contrato de buena fe con su creación. 

En ciudades como las mías (nidos de rumores), las siestas son de clubes  y bares de barrio, se amasa para las tortas fritas y el mate, así  se espera a las cinco de la tarde, cuando las veredas vuelven a su pulso vital de peatones.  En urbes así, los locos son una comidilla de comadres para sacar jugo en amplitudes de ondas constantes. Todo viene bien, cuando la quietud es plena de perros que ladran bicicletas, y  se aprecia un sinfín de rutinas con forma de seres vivos haciendo cola en los bancos.

De repente, como una marejada, el cáncer social se me vino encima, agusanando mi soledad, y me sentí excluido hasta de mi mismo. En un rapto de ira y desesperación, me descargué a puntapiés en la heladera y revoleé macetas como frisbees. Volvía a ser el raro, un inadaptado que debía ser encerrado y apartado. Por esto, entre el escándalo y la confusión llegaron ellos, curtidos y  sin alma, cancerberos del más allá hospitalario. Son de hablar poco y drogar mucho, tan veloces para la inyección como para sacarte hasta la boca de la ambulancia como una jarra griega en el  aire. No sé de cuál campamento de entrenamiento surgen esos enfermeros decididos, pero son verdaderos mastines de la salud, tan fríos como lapidas.

 Tras una dosis de sedante como para poner a hibernar a un oso, las paredes de mi cuarto (último bastión donde me había parapetado) salpicadas con la sangre de mis nudillos, comenzaron a nublarse, se arremolinaban en un caleidoscopio de veladores, empapelado y muebles. Entonces,  agotado de luchar, llegó el momento del chaleco. Ni que fuese a medida, hecho a mi talla por un modisto meticuloso, un elegante modelo de Manuel Pertegaz de lona reforzada  y ceñida. Algo largas las mangas sí, pero necesarias según parece. Creo que lucía bien en ese chaleco, ahora que lo medito, lástima no había dejado un espejo sano para verme. Era de lona gruesa con fuertes hebillas  y por más que lo intentaba, tironeando hasta el dolor,  no zafaban  mis brazos. Balbuceaba maldiciones e improperios a los enfermeros que me sujetaban, mientras una tía valiente deambulaba por la sala santiguándose, intentando espantar con rezos a los demonios que moraban en mí y se salían del envoltorio de carne para reptar por los cuartos e inundar de lobreguez el lugar, seguro ella era otra  víctima de sus pellizcos.

 La locura es un ente travieso ¿saben? que aguarda paciente su hora para jugar.  

Estaba vestido para una gala en los pabellones blancos e impolutos del nosocomio.  Así fruncido y bien sujeto, y a pesar de  las firmes ataduras, al bajarme por las escaleras de mi casa, me mantuve pataleando e intenté morder alguna oreja. Tan fiel a mi agorafobia, que sentía arder a mi cuerpo ante la mirada del puñado de curiosos, congregados en conciliábulo para el cotilleo puntilloso afuera de mi casa.

 Yo siempre lo pensé, mucha mala suerte tenemos los locos, somos  desarmados  de humanidad muy rápidamente y según las conveniencia de los actuantes, dentro del cuadro curioso y comercial, montado para la arbitraria manipulación de la locura.   El carnet con ese estigma lo llevaremos de por vida, los desacatados dementes. Renovarlo es tan  fácil, basta alguna discusión enardecida de almacén para que la posesión reaparezca. ¿Cómo un loco  va a entender que le despacharon  jamón cocido y no paleta? Un loco está para contemplar paredes descascaradas, no tiene voz ni voto, en una ciudad “normal”.

Junto con  el poder disuasorio del chaleco, están los psiquiatras aburridos ya de probar tratamientos y opciones para jinetear a las  briosas neuronas, que dan cabriolas entre la lógica y el desvarío sin descanso.  Luego,  están los laboratorios y sus inauditos fármacos con nombres tan egipcios como Akineton o tan alienígenos como el Clordiazepóxido. Más allá, en  el fondo del patio encontramos una sociedad que no se molesta en comprender, porque apenas si asoma la nariz de su propio desperdicio moral. Y bajando profundo, asentada como la borra de un vino malo, una forma solida con ventanas enrejadas y altas paredes. Un manicomio que espera ver rodar nuestras mentes colapsadas sobre  sus desinfectadas baldosas. Es la desesperación al cubo; sólo el que pasó por esa experiencia, conoce cuan siniestro se vuelve todo en ese calvario de irrealidad y hastío.

 Cuando fui arrojado en la ambulancia (tenía pinta de coche fúnebre adaptado) por los tres enfermeros que me cargaron como a un tiburón fuera del agua, dando coletazos y dentelladas, porque pateaba tanto que no podían  cerrar las puertas, así que me ataron a la maldita camilla sin mucho preámbulo. Creo que algunos parroquianos lloraban por ahí afuera, mientras otros disfrutaban del show de la siesta. Quedé solo, sujeto por tiras de cuero y anestesiado, babeando como un perro rabioso, rebalsado de impotencia y terror. 

Las ambulancias viajan rápido y no es secreto, tanto que por dentro se siente una sensación de montaña rusa aséptica. Hubo un badén en particular, donde mi cabeza golpeó  el techo y sangró mi nariz, fue ahí donde me sentí el más solo de los mortales. Atado como un matambre comprendí lo incómodo de ser un loco.

 Aquel día del chaleco, fue como la consagración de un caballero medieval que pasa a ser parte de la mesa redonda de los desquiciados. ¿Cómo describir lo que se siente, si la mente se halla entre penumbras por los espíritus  del desequilibrio? Sólo puedo decir que estoy entre los que han sido ataviados con la gruesa y blanca lona de un chaleco de fuerza, como una élite de los que pasan la raya. Aún sigo tironeando de los recuerdos intentando desajustar las hebillas.

 Mientras tomo un té de peperina, recuerdo aquel día.  Caía el sol como una piedra pesada desde  el barranco de nubes, cuando la ambulancia arribó al hospital psiquiátrico. Allí pasé algo desapercibido durante esos letárgicos meses, ya que me convertí en uno más del revoltijo,  al pasar las puertas con cara de pato de feria al que los tiros nunca le aciertan. Hacia la noche   adopté  al chaleco de fuerza, harto de luchar por quitármelo con las pocas fuerzas que me quedaban, hasta que una cucharada sopera de polvo de sedantes me hundió en un sueño tan denso como bucear en brea.  

Solo diré que por los pasillos de esas instituciones, puede no distinguirse   una estatua de una persona, con tantas pastillas encima la realidad se distorsiona. Cuando pude deambular fuera de la habitación sin el chaleco, comprendí que la verdadera fuerza de esa lona gruesa está en cuánto intimida. Puede contener al más brutal en los confines de su rebeldía. Un dolor de hombros a punto de desgarrarse vuelve a sumir en una absoluta soledad al demente. Es devastador su significado. Dicho esto, podría contar de qué iba la cosa entre las frías paredes del nosocomio, aunque en verdad, dentro de ese universo de luz fluorescente,  la realidad se diluye en la inseguridad de una sopa…






 LA PEOR CARA DE LA HUMANIDAD ES LA QUE SE REFLEJA EN EL ESPEJO DE NUESTRA PROPIA DEVASTACIÓN. TENGAMOS PRESENTE CUÁN ATROCES LLEGAMOS A SER.