martes, 23 de enero de 2024

 Colaboración para 38 Minutos Ediciones de Vladimir Villarreal. El relato ha sido reescrito y mejorado. 



La casa habla

 

Ploc, ploc, ploc… ploc, ploc, ploc… Las gotas… Ploc, ploc, ploc… Malditas gotas. Nunca me dejarán dormir. La casa me habla, yo lo sé. Con  las pantuflas puestas arrastraré mis pies hasta el baño. Tal vez, al bajarlos de la cama, cruja el piso de madera y espante alguna cucaracha. O algo me atrape desde ese brocal al inframundo que bulle debajo de mí. ¿Por qué siempre pienso lo mismo? Horrores absurdos que no terminan de definirse.

Tanto frío… La bata me abriga pero el frío es un estigma entre estas paredes. En el baño, aprieto con fuerza el grifo, pero da igual con cuanta presión lo haga, las gotas seguirán cayendo. Lo intento, de todas maneras, como cada noche. El lavabo es pesado y muy antiguo, las cañerías son de plomo y crujen, se quejan, conversan en la noche. Puede ser que lo imagine, no estoy seguro. Es la casa que habla.

Leti andará tras alguna rata, su tazón de leche está lleno. Buscará el sabor de la sangre por los agujeros y los rincones, apretar algún pescuezo. Regreso a la cama, me arrebujo bajo las gruesas mantas; el velador tiene una luz amarillenta que proyecta sombras extrañas en el cielorraso y entre las vigas. El despertador dice que son las tres de la mañana. Es de chapa, tan antiguo como yo, su tic tac me alivia. ¿Por qué me calma? ¿Acaso, no es igual de insidioso como el golpeteo de las gotas? Qué locura, vivir así. Podría fumar, pero no. El humo atrae cosas, cosas que prefiero esquivar.

Ploc, ploc, ploc…. Ploc, ploc, ploc… Pienso. ¿Cuánto hace que estoy  en este laberinto? ¿Cuándo terminará? La muerte me aterra, pero la vida… la vida…

Afuera el viento esta calmo, la nocturnidad se presta a las lechuzas. Hay un farol de alumbrado público que rompe el monótono negro, por el ala izquierda de la casa. Es una vivienda solitaria, la mía. Hay otras casas, a unos doscientos cincuenta metros, una de ellas es de Gonzáles. Un parco vecino que ya no viene de visita. Era el único que llegaba y ponía  excusas, como el agua sabrosa del aljibe. Pero… yo creo que buscaba otras cosas. Suele decir que siente demasiado frío aquí, aún con la salamandra prendida, y que ha escuchado murmullos. Si, murmullos. Qué más da, no viene desde hace tiempo.

Tras las pesadas puertas aparece el zaguán, es largo  y gélido. El durazno de sus gruesas paredes está desconchado y el moho blanco acompaña, desde los reventones, el paso de los años. Las puertas interiores son altas, también, y de vidrios esmerilados. No ha sufrido grandes cambios la propiedad en más de cien años. Siento que tiene un cáncer, y si lo remuevo, todo se vendrá abajo. Sucumbirá.

Ploc, ploc, ploc… Padezco insomnio.  Mis ojos están abiertos, observando el pasado. Mis oídos escuchan a la casa. Aguanto a la vejiga llena cuando  la gata no está a mi lado. Antes de levantarme al baño acaricio su lomo, es un cábala y ha funcionado. Leti tiene pelaje negro azabache y muy suave, ojos amarillos, encendidos. Es un antiguo ritual de protección. De esa manera, le digo a al diablo que no huiré. Que tenga paciencia, ya iré a redil, a su tiempo. Ploc, ploc, ploc…

Hay una sala de estar bastante amplia, con un hogar para quemar leña. Yo me siento en el sofá de tres cuerpos y permanezco  mirando al fuego. Espero, infructuosamente, que las llamas me devoren y me arrastren con el humo y las chispas por la gran boca de la chimenea. Sería un viaje increíble, montar el humo hacia o incognoscible de las estrellas.  Si pudiera desaparecer, sin más.

Por momentos, me dejo ir con compases de dolor, mientras aprieto un pezón, hasta que llega el orgasmo y siento que mi alma flota por encima de mi cuerpo, araña el alto techo y regresa, satisfecha, a los márgenes de la carne. Después, cojo un libro de la biblioteca, y me dispongo a leer hasta que sobrevenga el sueño.

Leti suele lamer mis pies desnudos sobre la alfombra gruesa, que ya tiene suficientes agujeros por brasas que han saltado fuera de la hoguera. A mi lado, hay un velador de pie con una tulipa desgastada y una mesa ratona, con una botella de whisky barato y una copa siempre a mano. Me agrada atizar el fuego, golpear la leña y desatar un pandemonio de chispas. En esos cálidos momentos, el pasado se desdibuja, y hallo paz y silencio interior. Hasta que la casa me vuelve a hablar con esa manera atribulada en que se expresa, desde los cimientos hasta sus tejas.

El terreno que da al fondo, más allá de la amplia cocina y su alero de chapa, se extiende por unos mil metros hasta los alambrados que lindan con otros espacios verdes. Recuerdo que me sentaba en un banco de roble y observaba como mi padrastro llevaba a mi hermano mayor, tomado de la mano con firmeza, hacia la fronda, pasando las ligustrinas. Los ocultaban las tupidas matas y el sauce llorón. Mi único hermano tenía tres años más que yo y era muy retraído, hablaba poco. Creo que padecía cierto retraso mental.

En aquella época, yo tenía diez años de edad y ya no asistía al colegio con regularidad. Mi madre trabajaba afuera, casi todo el día. Después de que fue abandonada por  mi padre biológico, ella vivía como un autómata. De su trabajo diario como sirvienta,  a los quehaceres de la casa; iba y venía como en una hamaca sin final.  Posteriormente, el hombre con el que se juntó no mostraba condescendencia alguna. El sujeto, osco y apostador, traía comida a la casa y hacía el mantenimiento de la propiedad. Ella se dejaba hacer como parte flexibles de un atroz contrato de convivencia. No había más que decir… ¿o sí?

Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc… Creo que llegaré a  hartarme y le daré al grifo con un martillo. No comprendo porque no me decido a hacerlo, de una maldita vez. Ploc, ploc, ploc…

Lo cierto es que: cuando mi hermano mayor regresaba del fondo, aferrado por la zarpa de mi padrastro, cada vez se veía más trasformado. Las primeras veces, hubo resistencia y lágrimas en sus ojos, luego una total sumisión. Las últimas veces, cuando alzaba su mirada, podía ver a un vacío tan profundo como un cañón. No era él. 

Cierta vez descubrí sus calzoncillos ensangrentados y, cuando lo interpelé por eso, me amenazó de muerte si le decía a nuestra madre. Las idas al fondo duraron un par de años, en esos interminables meses en mi casa se hablaba poco, como si la complicidad se enquistara entre cuatro individuos como una enredadera que crece y asfixia. Yo leía A Conan Doyle y sus aventuras me evadían; también, las aventuras de Stevenson y novelas dramáticas. Muchas horas de literatura y silencio.

Las habitaciones de la vieja casa eran grandes, con un techo alto y arañas de abundantes caireles colgando del medio. Mi hermano y yo dormíamos en el mismo recinto y desde allí oíamos ruidos extraños desde el cuarto de mi madre. Ciertos chasquidos que reverberaban y lamentos de mujer rota. Mientras yo me incorporaba para oír mejor y tratar de interpretar, mi hermano se tapaba la cabeza y se volvía un ovillo acorazado entre las frazadas. Él sabía lo que allí pasaba. Lo sabía muy bien, reverberaba en su cuerpo.

Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc… ¡Gracias al cielo, Leti… apareciste! Estoy recordando… sabes. Recordando aquello. Me hubiese hecho, tan bien, que estuvieses conmigo durante ese horror, Leti. La gata me mira desde sus negras y filosas pupilas, lo dice todo con un bostezo a flor de dientes.

Cierto día, mi hermano mayor desapareció y fue buscado, por largo tiempo y sin éxito, por los vecinos. Fue hallado, en malas condiciones; la marea lo arrojó a la playa, hinchado y cubierto de cangrejos. Dijeron que llegó hasta el malecón y, desde  allí, se arrojó a las fuertes olas y murió al golpear contra las rocas en la base. Los alaridos, desgarradores, de mi madre se oyeron por infinitas noches. El dolor de su trágica existencia quedó plasmado en su rostro hasta el final de sus días. Las paredes de argamasa de la vieja casa han contenido el espanto hasta hoy, estableciendo un particular lenguaje con los espíritus que moran en las penumbras.

Pasó un tiempo largo, de angustia y melancolía. Mi padrastro no pudo con sus demonios y en horas de la tarde, cuando mi madre no estaba, me dijo lo siguiente: Creo que tú y yo iremos a dar un paseo al fondo, corazón”. Sonó profundo, como una voz despedida por un cuerno. Mis piernas y mis tripas se aflojaron por el terror. En ese momento, todos los sólidos y líquidos de mi cuerpo salieron en un torrente incontenible. Me desmayé. Apestaba como un pantano podrido. Al reponerme, recibí un fuerte cachetazo y debí correr a cambiarme, tropezando con todo lo que tenía enfrente. La descompostura me salvó y desde ese día mi padrastro me miraba con asco.

Quizás, con bronca o por simple depravación, al cumplir dieciséis años me hizo un regalo especial, me permitió ver. Mi madre estaba mal, tomaba abundantes antidepresivos, había perdido toda su fuerza y voluntad. Esa noche, presencié, al fin y en detalle, el origen de los ruidos del cuarto contiguo. Debí permanecer en esa habitación bajo amenaza de castigo severo y ver todo aquel desenfreno. Yacía, mi sometida progenitora, colgada de una soga que pasaba por la viga mayor del techo, su cuerpo estaba desnudo y tenía especiales ataduras por doquier, además de las laceraciones que sangraban producto de los azotes con un cinto largo. Mi padrastro, con su miembro erecto y afuera del pantalón, le lamía sus heridas y se las salaba, alternando el proceso. Ella se retorcía de dolor. Gritaba y gemía con su boca amordazada, lloraba. Pero juro, que al mirarme a los ojos, tras la película de lágrimas,  percibí el mismo vacío que el de mi hermano mayor. Por la brutalidad del castigo que recibía se orinaba encima y temblaba como un cachorro indefenso, expuesto a la helada. Quedé paralizaba ante la tórrida y degenerada visión. No hubiese llegado lejos si abría la puerta y huía, de seguro sería otra res más de aquel matadero. Miré, contemplé, detallé, asimilé… No fue una sola noche, sino varias que presencié todo aquello con variantes horrendas y creativas. Asumí, para no culparla, que mi pobre madre había perdido la cordura por completo.

Los días pasaban entre  almuerzos sepulcrales y tareas rutinarias.  En la cara de mi padrastro, el gusto sobrador del mismo Asmodeo se dibujaba en una sonrisa babosa de dientes oscuros. Mi madre despojada de resistencia, se hundía en el océano espeso del caldo de alcauciles. La maldad de su hombre lo controlaba todo, o eso creía él.

Ploc, ploc, ploc… Malditas gotas, he vuelto a ajustar el grifo. Algo mermó, hoy no he de dormir…  la noche entera es una pesadilla insidiosa. Al menos, está el lomo de Leti para acariciar y la pava con el agua caliente sobre la salamandra, lista para  preparar alguna infusión. La soledad de esta malsana casa se me ha hecho carne. La detesto y la necesito, en alguna absurda medida. La casa me habla en su idioma trágico. Yo soy cada pared, cada baldosa de granito, cada rincón sucio. Aquí viví siempre. Ploc, ploc, ploc… Maldita sean esas gotas que nunca paran. Nunca.

 

Fue una tarde plomiza, cuando encontraron a mi padrastro en un descampado cercano, con el vientre rajado y sus tripas afuera. No tenía la billetera y sus bolsillos habían sido dados vuelta. Tampoco estaba su chaqueta, ni el calzado. En esos tiempos, la policía no investigaba demasiado, pensaron que por un robo violento. Lo que no entendían era: por qué tenía sus ojos destrozados a puñaladas. El ensañamiento no se justificaba, de todas maneras, había un sargento que sabía que el occiso maltrataba a mi madre y archivó rápidamente el caso.

Pasaron unos meses y, una mañana, me acerqué a mi madre y la interrogué. Necesitaba saber si ella tenía algo que ver con el terrible homicidio. Estaba picando cebolla sobre una tabla y la sorprendí. Se cortó un dedo, pero no se lo chupó ni hizo nada en particular. La sangre corrió por la tabla y manchó la cebolla, mientras ella seguía absorta, mirando. Sus dedos crujieron en el mango de la cuchilla y dijo que no deseaba hablar de eso. Después siguió cortando, mientras silbaba una triste canción. Por lo general silbaba, porque conversar ya no podía. Jamás le volví a preguntar.

No creo que alguien, en su sano juicio pueda dar crédito a esto: creo que la casa funciona como una grabadora de cinta magnetofónica. Contiene el drama y la tragedia para reproducirlo a su antojo. Es una loca idea, tal vez por tanto leer historias durante las tardes frente a la chimenea. Tal vez porque tengo pesadillas y, en ellas, veo cosas, imágenes retorcidas, difíciles de expresar. Yo siento que la casa me habla. ¿Habré perdido la razón como mi pobre madre?

 

Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc… La casa tiene en su ala derecha amplios ventanales y cuando da el sol, de lleno, gran parte se ilumina. En ese momento la vida recorre la estancia alumbrada. Un lengüetazo, efímero, de  calor. Por lo general, la antigua casa habla y su idioma congela.

Mi madre esperó hasta mis dieciocho años y se cortó las venas en la bañera. Ambas manos, con la cuchilla afilada de siempre. No hubo papeles con un perdón escrito o una nota de despedida para el mundo. Solo se rebanó las muñecas y se dejó ir, rápido. Total, yo era mayor de edad. Estuve parada, largo tiempo, en el baño y frente a ella, viendo su lividez, tan flaca como un antílope hambreado, surcada por las marcas de los azotes y las cuerdas,  muerta, desangrada. Uno de sus brazos colgaba de la tina y de su muñeca rajada, gotas escarlata caían con lentitud y constancia, salpicando en el charco abundante del piso. Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc…  Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc…

Me pondré las pantuflas, una vez más, y arrastraré mis pies hasta la cocina. Yo sé que al diablo le molestan los ruidos rasposos. Evitaré mirar el fondo enmarañado del patio y prepararé un té de boldo: Entre las zarzas, las plantas se han enroscado y deformado, como si criaturas abominables de cera se apretujaran entre sí buscando calor. Toda esa agonía perturbadora, que emana especialmente del sauce llorón, dominando la escena con su grotesca forma.

No sé cuándo, ni como, pero un día prenderé fuego a todo y esta casa ya no hablará.

 

 


Niño de barro

 

 

Con el alma en la puna,

recuerdo al niño

de la cara sucia.

Pelo greñudo

y piel de aceituna;

de barro, sus ojos,

soñaban la luna.

Sus pies, con el frio,

se volvían zapatos

de carne de niño

con piel de aceituna.

Arrastraba un ponchito

de algún telar con corazón,

para cubrirse en la puesta

del implacable sol.

Su piel, con hambre  

de caricias de madre,

andaba desnuda

por las calles del barrio.

Iba, entre las bajas casitas,

como canto en silencio,

aquel niño tranquilo

de la cara sucia.

Miraba, lejano, con ojitos de luna.

Y a pesar de la noche,

que hace piedra del hombre,

nunca lo vi

abandonar su sonrisa.

Como un estigma del monte

y una proclama de vida,

la llevaba pegada

a su carita sucia.

Mi niño de barro

y piel de aceituna,

te alcanza el recuerdo

con el alma en la puna.

 

 

Poemas como hijos

 

 

Habrá poemas, como hijos soñados.

Poemas de materia y brisa

con aroma a salsa del mediodía.

Como niños anhelados, esos poemas

tendrán llanto

y serán acunados en el pensamiento.

Inocentes poemas, al drama de la vida,

caerán de los sarmientos de la noche

por el sereno papel,

desnudos y descalzos,

los hijos recién nacidos.

Inquietos versos al batir de sus brazos, 

¿lo imaginan?;

poemas cándidos de un vientre agitado.

Retoños por nacer

de la pluma de un padre poeta,

loco e iluso,

que persiste soñando.

 Les dejo un relato que aparece en este maravilloso trabajo de Vladimir Villarreal de 38 Minutos Ediciones. Se puede leer en Google Books. 


Cuestiones de mecánica

 

Pero ¡¿quién colgó las llaves seis y ocho del árbol de navidad?! Seguro Marito. ¿Quién otro? Malena no es capaz. ¡Cuántas veces le dije que no entre al taller, se pasa de travieso! No me queda otra que castigarlo dijo el mecánico enojado, mientras intentaba quitarse la grasa de las manos con un trapo viejo.

Bueno, Juan, tranquilo. Tiene ocho años, es un nene. Busca cosas para jugar, cosas que le llaman la atención. Te pidió un tren la navidad pasada y no se lo compraste. Le trajiste cartas de superhéroes y tazos. ¿Algo más baratito no había? Nada que ver, Juan reclamó la madre del niño, ofuscada. Siempre obraba de juez entre su marido testarudo y su nene, que tenía sus caprichos. No entendía esa extraña relación entre el pequeño y su padre. No lograban escucharse y, menos que menos, estar en paz.  Parecía que la criatura buscaba imitar a su padre en las tareas del taller y el inmaduro hombre no hacía más que correrlo de allí.

Tendrá un accidente este pibito. Abrí la cabeza Helena, el taller no es lugar para nenes. A Ramírez le explotó un compresor el mes pasado y le barrió las piernas a su ayudante. Te guste o no, yo o voy a curar de espanto a nuestro hijo. Ya lo reté muchas veces y no hace caso. No sé a quién me hace acordar espetó el cuarentón, mirando con ojos inquisidores a su mujer. Ella se quitó el delantal de cocina y fue a la habitación de la planta alta, harta de lo mismo.

Eran días previos a la navidad y había que calmar las cosas en la casa. El mecánico aprovechó el accidente de Ramírez para contar una historia contundente durante la cena, que describía cómo una criatura hecha de metales había cobrado vida en el pequeño taller del desafortunado hombre. Dicha abominación, plena de malignidad, terminó causando una explosión brutal, valiéndose de sus manos de trozos de hierro.

Fue tan explícito el hombre, al contar esa elaborada historia, que hasta su mujer quedó callada, y muy atenta, oyendo. Malena tapaba su carita, mientras que Marito dejó de comer y se vio claramente compungido con la descripción de esa criatura hecha de restos metálicos.

El mecánico no tenía por costumbre castigar físicamente a sus hijos, pero en su mirada y en su voz había una firmeza esa noche que paralizaba.

Ya en su cama, Marito apenas si logró dormir. En su mente la descripción que dio su padre del ser aterrador y mecánico en el taller de Ramírez, se potenció, tomó una dimensión mucho más real.

Según su padre, la curiosidad de los niños suele atraer a esas cosas de otras dimensiones a los talleres mecánicos, para cobrar forma humanoide con las partes que hallan en esos vergeles de herramientas y autopartes.

Apoyando ese concepto les contó, que un sobrinito, muy entrometido, del viejo Ramírez, había sido el causante de tal aparición. A todo esto, Marito temblaba horrorizado, su mente no paraba de trabajar la imagen de esa horripilante criatura de metales. Sin duda, su padre había tenido un efecto amplificador en su hijo y, si bien había logrado un temor inmediato al taller, también, que su curiosidad abriese las puertas a un horror creativo e insospechado.

En la tarde de nochebuena, el niño, que ansiaba un tren a pilas o una pista de Scalextric, observaba frustrado los tazos sobre la repisa de su habitación.

Hastiado de aburrimiento decidió escabullirse al taller de su padre. Hacía días que no iba, tras el terrible relato. Las ganas de hurgar en el cajón de las herramientas viejas, o jugar con tuercas y bulones, fue superior a todo temor. Ansioso y escurridizo como una laucha, se internó en la oscuridad del galpón de chapas al fondo de la casa. Esa tarde, justo en la nochebuena, habían cortado la luz en su vecindario. En la cocina, su madre puteaba Tenía un bizcochuelo en el horno eléctrico que estaba perdiendo cuerpo.

El atardecer estaba nuboso y algunos relámpagos comenzaban a tajear el cielo. Por las ventanas cuadriculadas de vidrios sucios, entraban destellos de luz y se reflejaban en el rostro del niño travieso. Al ver las sombras geométricas que proyectaban todas las cosas dentro del taller, y los fogonazos de luz que hacían brillar las poleas con sus cadenas, sintió miedo. Quiso salir, pero la puerta se había trabado, aun tirando con todas sus fuerzas no lograba despegarlas.

De repente algo golpeó la chapa cerca de él. Fue un estruendo que lo sobresaltó. Giró, y vio que, de la fosa, en el fondo del largo galpón, surgía algo. Una silueta larga y oscura se acercaba.

Su corazón golpeaba en su pecho, como si un caballo galopase dentro de él. Entonces, cerró muy fuerte sus ojos e imaginó a esa criatura, hecha de metales, tan horrenda como pudo. Suponía que al abrir sus ojos, con su poderosa imaginación, llegaría a superar toda realidad monstruosa. Puso tanta energía y terror en esa imagen mental, que logró ser escuchado. De todas maneras, al mirar, lo que tenía en frente era la cara risueña y burlona de su padre.

¡Te asustaste mocoso del diablo, ja, ja, ja! A ver si aflojas con eso de venir al taller y desordenarme las cosas dijo su padre, a modo de advertencia.

Aguardó a que su hijo vagoneta agachase la cabeza y largase el llanto. Tal vez pidiese perdón, para el regocijo de padre mandón. Pero no. Nada de eso sucedió. En cambio, los ojos del niño se abrían como faros hacia la niebla y, en ellos, más que miedo parecía distinguirse el asombro. Allí, en el fondo del taller, algo de otro mundo se manifestaba, crecía y cobraba forma.

De repente, un motor aceleró, su sonido era inconfundible. Los seis cilindros de un 2.21 Ford empujaban y bramaban en la oscuridad. Muy rápido se llenó el galpón con los gases del escape de esa máquina devoradora de nafta. Acto seguido el mecánico se dio vuelta alarmado. Entornó sus ojos para ver, entre los destellos de los truenos y relámpagos que provenían del exterior, a esa cosa con piernas de palieres y cadera de torpedos fundidos, alzarse entre la humareda negra.

Gases oscuros, como de un motor quemando aceite, o una aberración, con remaches ardientes, naciendo del vientre abierto del taller. El hombre aplastó contra la puerta de chapa a su hijo, cubriéndolo con una mano. Invadido por el más puro y perfecto terror, intentó abrir la puerta, pero fue en vano. Mientras, la criatura, con pecho de radiador agujereado, panza de asientos de cuero podridos y brazos de bielas soldadas, se erguía por encima de los tres metros, casi alcanzando el techo del galpón.

Su rostro comenzó a tomar forma al compás de la tormenta que arreciaba afuera y parecía querer levantar las chapas con el viento. Todo vibraba y crujía, se estiraba y se lamentaba, a lo que el niño, lejos de tener un terror paralizante exclamó:

¡Es mucho más hermoso de lo que había imaginado! Su expresión fue de euforia, conducido tanto por lo pavoroso del momento como por lo extraordinario de la manifestación.

Allí estaba esa ciclópea artesanía erigida con recortes de diversos metales, tan espantosa y maravillosa a la vez. Mirando desde sus ópticas rectangulares, ochentosas y demodé, al niño que lo había invocado con el poder de su pensamiento, y al otro sujeto, tembloroso, que sobraba en el mundo.

Su boca era una parrilla de aluminio oxidada, la nariz, un claxon de camión Fiat. Tenía garras con amortiguadores descabezados y, de alguna manera, el malacate del taller parecía ser una extensión de su cuerpo engrasado y ensombrecido.

El padre del niño lamentó haber mencionado a tal criatura y haber llamado con tanto énfasis a la desgracia en vísperas de la navidad.  A modo de resignación, aflojó su cuerpo y se orinó encima, mientras la bestia metálica rechinaba y avanzaba. Lo que apresó al mecánico, fueron las cadenas que surgían de una cantidad de roldanas, que antes no estaban. Al estirarse, ejercían una poderosa presión alrededor de sus brazos, sus piernas, su tronco, aplastando e hiriendo su carne.

Perdón…, perdón…, perdón…Repetía el padre de Marito, sollozando y con un esfuerzo notable de su garganta sellada por el horror, mientras era elevado del piso como la tapa de un motor al que se le debe cambiar la junta. Así, de manera insignificante y rutinaria, era acarreado el mecánico.

En el fondo, la grasa rojiza en los tarros comenzaba a calentarse y la fosa parecía un abismo hambriento. La criatura se llevaba al mecánico mientras imploraba misericordia a unos oídos de espejos retrovisores astillados. Al mismo tiempo, a espaldas del niño, la puerta de chapa se abría abruptamente y el torbellino de la tormenta llenaba de hojarasca al taller.

Marito fue retrocediendo sin dejar de ver el tremebundo espectáculo. Al fondo, entre los espesos gases del motor 2.21 que hacía de corazón, la abominación mecánica se arrojaba a la hambreada fosa con su mecánico favorito entre sus fauces. Un rayo cayó cerca del galpón y deslumbró los ojos del niño, que observaba como desaparecía la horripilante visión junto a su esquivo padre.

<< Mucho más hermosa de lo que imaginé>> pensó Marito y regresó a su casa completamente empapado. Como una ironía del destino, esa noche tomó los tazos de su repisa y comenzó a darles con su palma para voltearlos, faltaba muy poco para la medianoche y el nacimiento de Jesús, y tenía apetito. Supuso que su madre horneaba un pavo. El olor a carne asada llegaba hasta él. Ciertamente, se estaba asando la carne, aunque no estaba seguro de que clase sería.

 




Luz de luna

 

 

Bañada en sudor plateado,

la mujer que ha fornicado,

camina por los pasillos

desnuda.

Desea, en los brazos de otro,

una vez más, ser poseída.

Y no se cansa, nunca,

nunca,

de la cópula que la somete

con salvajes embestidas.

Busca, a muerte, el amparo del azote,

el éxtasis en la asfixia,

a esos besos que riman duro

en un silencio de miradas homicidas.

Casquivana y engreída,

No se cansa, nunca,

del pecado en su vida.

Humedecida por dentro camina,

ardiente como la hoguera;

va sola, toda desnuda…

¿Qué busca?

en la noche afiebrada,

exudando luz de luna.

Todo hombre, un juguete;

los agota y los consume,

los desvela,

los despieza entre sus piernas

y los deja, sin remedio.

La mujer que ha fornicado

busca en otro su expiación;

su lujuria es la excusa

de dolores escondidos,

por ello,

toda desnuda,

acomete por los pasillos.

Habrá otras puertas, es seguro,

otros hombros, otras bocas

y otra espalda, tensa, para sus largas uñas.

La mujer que ha fornicado

se castiga con cada orgasmo,

se desvanece,

se licua;

camina por los pasillos

bañada en sudor plateado,

se limpia con luz de luna

y no se calma,

nunca.

 

 

 

Desnuda poesía

 

Añoro a esa poesía

desvestida de palabras,

fugada de todo verso

e inmiscuida en otras cosas

tan lejanas a lo concreto.

Poesía que sabe a lágrimas

sin décimas o sonetos,

extrovertida de piel,

fungida en los sentimientos.

Belleza enmascarada

con lo profundo del fuego.

Enjundia de la mañana,

tormenta desde el desvelo,

de esos poetas que hablan

desgarrando los silencios.

Poesía de la madre entraña,

del hastío magro y negro,

del mordaz invierno.

Sentencia con voz de pluma,

clamor con alas de viento.

Como extraño a esa poesía

liberada del lenguaje,

destramada de su cuerpo,

susurrada en la brisa

de lo intangible y lo etéreo.

Cómo ansío a esa poesía

florecida en primaverales besos,

de los poetas amados

que escriben, solo,

con sueños.

 

Canto de profuso silencio

 

Coyuyos en los yuyos

son el canto de los muertos.

Allí, tirados, son desierto

del norteño barullo.

¡Ay, nobles coyuyos!

Atisbos en lejanía

de espectrales letanías

en cardúmenes de silencios,

arrastrados por el tiempo

del rapto y de la sangría.

Que las cigarras canten

en la proclama, altiva, del árbol,

con pancartas al viento

y un grito de sol.

Si los coyuyos no cantan

habrá tinieblas en manto

por los que no se levantan

y en destierro sellado a hierro,

tristes, se imantan.

¡Ay, santos coyuyos!

allí, tirados, meros desiertos,

inconclusas melodías,

en gargantas de los muertos.

 

 


Ni perro

 

Hay un perro viejo;

lleva años con la muerte, allí, afuera.

Carga, como si nada,

con la bichera de la indiferencia.

Herniado y rengo de una pata,

desprovisto de chapa pues…

es de nadie el perro

y nadie lo reclama.

Exento de brindar su pata,

de menear su cola o correr por el palo;

solo por ser viejo, muy fiero y tuerto,

se libró de la payasada.

Callejea sin destino

indiferente a los huesos que le tiran,

desde eventuales ventanas.

Aburrido por ser perro en un tiempo sin manadas.

Desganado en la suma de las heladas

hociquea el pasado,

de entreveros y trifulcas,

de perrunas andanzas.

Allí, afuera, está ese perro que nadie reclama

y no se muere porque, cada tanto,

aparece un mártir para la pedrada.

Sin dueño, el perro, se hace uno con la noche;

ensaliva su matunga cara con estrellas lejanas.

Bien libre es el perro de la amarga invernada.

No hay pena en sus ojos pues…

no hay mirada.

Tampoco ojos o cuencas,

ni un mísero vacío;

ni siquiera el perro…

no hay nada.

 

Carbono (poesía para el posthumano) 

 

Ya no piso, estoy sin piernas,
floto suave sobre la cinta magnética.
Aun así, voy dejando huellas
de carbono; es la controversia.
Con las cámaras en mi cabeza
y los escáneres de conciencia,
sigo en vales de reserva.
No fructifico.
No produzco.
Soy un desecho de guerras:
violentas conquistas en lejanos planetas.
Siderales estrategias de corporaciones mineras.
Otras épocas, la cosa es…
estoy sin piernas; alcanzó para imanes que, apenas, elevan.
Sin los puntos sociales mi tarjeta es pura mierda.
¡Maldita Tierra contaminada!
El carbono que consumiré de esta
robotizada megatienda
no bastará a mis tristes muelas.
Sin subsidios, beneficio alguno o prebenda,
solo un paria de la galáctica maquinaria muerta.
Sin soles, allá arriba;
vastos cúmulos apretujados de asfixiantes nubes negras
arrebujan a la masa consumista,
enceguecida en su condena.
Tanta culpa, es vuestra culpa.
Es mi culpa y es innegable (negarlo es la mera multa)
Así es, para el algoritmo de infinita inteligencia:
ya no piso, apenas floto…
soy el despojo dejando huellas.

 La  última carga 

 

Empoderado de soledad arremeto,

con las hunas hordas de mis huesos,

por la estepa de los silencios, entre las chozas del tiempo.

Oscas lenguas azabaches son los corceles del invierno.

Como un Atila ceniciento,

que padece la languidez de un documento,

mientras caen años como flechas

y frenan mis intentos, al traspasar el peto.

Allá voy, aunque, ya muerto,

a la última y ansiada batalla en el horizonte yermo.

Fila a fila, los recuerdos, silban lanzas entre los vientos.

Soy un águila sin plumas; hoy, me hallo sin escudero.

Las hazañas son mis armas esgrimidas desde los otros tiempos.

Solo un héroe, postergado, para un relato de lejos,

que ansía, en alguna espada, confrontar con su reflejo.

Sin estridencias ni sombras, aquí estoy:

desnudo de rencores, ligero en el viento;

sigo e insisto, encabalgado en vanos versos,

arrojado a las picas como un caudillo sin aliento.

En la aburrida ausencia del miedo, allá voy,

aunque, ya muerto.

 

(Dijo Celedonio: si te gusta el tango, bancáte la papusa)

Gotan de a tres

 

 

Mireya linda de Tres de Febrero,

tu boca de ´fueye´

besa con sabor a tango.

¡Qué porteño momento

para un rojo pecado,

el arrime furtivo

bajo el negro farol!

Sos paica brava

de un mentado varón del tajo

y te vas rimando besos en flor

por el empedrado

o el abecedario de las carteleras,

Lavalle te espera

en el Ambassador.

Ahí va el tranvía,

pasa rozando

el alma rifada de un anticuario,

fantasmas, ambos,

de un bandoneón.

Y son tus manos, sobre mis manos,

arrabal de punta y taco,

el guapo amor de un despechado

que no es otario ni picaflor.

Cebadora del beso amargo

y del mate bien cimarrón,

son tus picos igual al tango:

dulce embargo, salado candor.

Conjugadora del andar besando,

carmín en boca, maleva pinta

y pollera corta,

sos la milonguita que va milongueando.

Hay otros ojos, traen facón;

no es el garufa carnavalero,

un reo al cuete sino un matón.

Son tus besos mi barrilete,

gayola y ´griyos´,

conventillo de la perdición.

¡Qué ´papa´ linda que será esta muerte!,

besa tan rojo…

bajo el farol.