martes, 2 de febrero de 2021


  

1.000  seguidores dono  por un beso verdadero

 

 

¿Cuántas caricias virtuales hacen falta para generar el calor producido por  una suave mano pasando por las mejillas? ¿Cuántos emoticones con besitos de corazón son necesarios para emular la tibieza de unos labios humanos? ¿Será que nuestras emociones escaparon por el sistema nervioso y fluyen ahora  por las fibras ópticas?

Bastó una pandemia para terminar de imponer el amor on line y las relaciones a distancia. Sentado ante mi ordenador, en la soledad de mi cuarto, cavilo universos de equivalencias. ¿Cuántos me gusta se debe  sumar en las redes para sentir lo mismo que produce el abrazo de un amigo, la mirada frente a frente de la persona amada, la sonrisa de un hijo cuando se lo besa en la frente al acostarlo? ¿Alcanzan cien emoticones para definir el colorido de nuestras emociones?

Hay tantas poses en Facebook o en Instagram como soledades, tantos filtros fotográficos como inseguridades. Ya nos duele la exposición, en el camino hacia la cima de los diez mil seguidores. ¿Cuántas tendinitis y síndromes del túnel carpiano padeceremos para acercar el amor al museo de cera de nuestra exhibición?

Pablo Rodríguez Fuente, 25 años, es cofundador de FaceDate (4.000 usuarios). Comenzó a funcionar hace algo más de un mes, pero ya ha notado un incremento de la actividad “de más del 35%”. “Además, ahora, los usuarios tardan muy pocos minutos en responder: están más pendientes aunque no se puedan ver físicamente”. Párrafo extractado del diario El País de Madrid.

Las aplicaciones de chat y citas on line como Tinder, Grinder o C-Date están de parabienes. La gente bucea un océano de perfiles buscando “encontrarse” con alguien agradable. Nunca antes el sexting fluyó con tanta ligereza como en estos tiempos, donde amar es ver, contemplar e imaginar posibilidades detrás de los parapetos de la  distancia.

Las conversaciones se incrementan entre los usuarios de las redes sociales, intentando llenar el pozo emocional que ha producido el aislamiento. Después de hacer match muchas personas comienzan a idealizar situaciones perfectas, futuros promisorios y realidades de película que trascienden el enfoque  encuadrado de la cámara web.

 ¿Cuántos perfiles más habrá que pasar para encontrar un atisbo de felicidad? ¿Nos hemos vuelto buscadores compulsivos de contactos? ¿No es una ironía una solicitud de amistad? Resumir a un símbolo (la solicitud en sí misma) uno de los mayores bienes de la sociedad.

El riesgo del contacto físico tiene mucho que ver con la valentía de vivir y superar todo obstáculo que nos lleve a una deshumanización. Cuando medito en silencio, pienso que será lenta la desconexión física del ser humano y su inmersión total en el universo virtual. A menos que, acontecimientos globales como la pandemia, aceleren aún más estos procesos.

¿Llegará el día que deseemos cambiar el millón de me gusta acumulados en las fotos subidas por una abrazo real y verdaderamente físico? Si así fuese, benditos aquellos que guarden el tibio sabor de un beso en sus labios.

 


¿Cuándo será digna la humanidad del espacio que ocupa en el universo?


 

 

 

CLIVE BARKER – LIBROS DE SANGRE

                                              

  Reseña

  

 El amo del horror

 

Cuando, como lector avezado en el horror, creí haber alcanzado la cúspide de una basílica del espanto, descifrado el hermético idioma de las catedrales de la crueldad, asimilado toda la gama artística de una Capilla Sixtina del dolor y la agonía.

Después de haber alzado la cuchilla resplandeciente en el suspenso de Robert Bloch, de permanecer  aterrado y retorcido entre los dioses arquetípicos del maestro Lovecraft, tan atrapado en las crónicas negras de Brian Lumley o sometido a la desesperanza poética del gran Poe.

Desde una icónica Liverpool surge él; filósofo de la carne destazada, acueducto formal de un flujo de sangre caliente derramada, alquimista de la truculencia, supremo artífice del suplicio por los ganchos y las cadenas. El  monstruo que enajena con letras.

Por suerte lo descubrí, una tarde sediento de misterio y muerte él llegó a mí, con su primer Libro de Sangre. Caminando por una turística ciudad en verano, odiando el sol y el sudor con bronceador de la gente.

Buscaba un refugio frio, un gatillo sensible que volara mi mente y la esparciera en  esquirlas, bien lejos de aquella avenida que freía mis pies, a pesar de las sandalias y mi paso rápido.

Al pasar por una angosta librería, mi alma, que se rezagaba del cuerpo anticipando algo, quedó prendada de aquella portada, de ese libro que lucía como un talismán del infierno.

Así te descubrí, por el capricho del inmisericorde destino. Como una brujería de verano o un canto de sirenas desquiciadas.

Clive Barker, eres mi maestro, solo tú puedes volver maquiavélica a una chancha, en un “Blues de la sangre del cerdo”. Pasar cada semáforo en rojo de la imprevisibilidad, en “Los muertos tienen autopistas”. O proclamar ¡Abajo Satán!, en un infierno dantesco erigido para la vanidad aciaga del hombre.

No hay más faro que el trascendental horror nacido de tu pluma, maestro Clive Barker. Tus muertes son apoteósicas, tus desmembramientos, un encanto delicioso. Los buitres sobrevuelan tu lujuria, la muerta danza para ti.

“En las colinas, las ciudades”, el amasijo de cuerpos, los tendones abigarrados, y esos mil ojos expectantes, de una masa amorfa echada a andar por los campos; hacen que el ingenio narrativo se torne inalcanzable.

El Libro de sangre es un portal a otro universo, donde Los Cenobitas corrompen el alma, degustan la carne y profanan el cuerpo. Después de Barker, ya no se podrá volver  a la segura comodidad del sueño. Créelo… no estoy exagerando. Son varios volúmenes, pero no te diré más. Una forma de horror, jamás concebida, espera.

 

De seguro, si Stephen King reencarnase en perro, Clive Barker sería su sádico dueño.

 

 



 



 

 

La muerte se consume en latas

 

En un futuro remoto, donde las multinacionales tienen potestad sobre la vida y el destino de los hombres. Bendecidas por  eclesiásticas manos doblegando al mundo, en doctrinas para la despersonalización. Empresas erigidas como dioses de la prosperidad, donde la marabunta laboral humana cribaba sus sueños y su voluntad para morir como recipientes vacios en un baldío.

Argentina, después de la devastación,  acumulaba millones de almas en pocas megaciudades. Formosa  era una, allí el régimen un tanto permisivo;  los moralistas se entreveraban con degenerados y  ascetas de lo ajeno.  La escoria de otras regiones más pulcras  del país eran exiliados al confinamiento aterrador y aplastante, contenidos en los inexpugnables  muros de la aquella urbe.

En ese tremebundo contexto eructaba a la vida un ser  achatado, obsesivamente prolijo, de saltones ojos abulonados; vejado de mejillas, con una imperturbable  frente pelada y lisa de obstinado chapista.  Solitario como las babosas que no encuentran las hojas frescas y deambulan por el patio para terminar en alguna pila de basura. 

Abstraído en el trastero de su tienda de objetos pasados de moda, desperdicios ya sin alma, arrojados de otras épocas, a los que él dogmáticamente nombraba como antigüedades.

Tras la insistente  invasión de voces, a la que era sometida su cabeza después de sobar una chapa, besar el aluminio, adorar la plateada lámina y su llavecita. Esforzarse para comprender la  sofocación  mental  a la que lo sometían  los atormentados espíritus. 

Clamándole, susurrándole, desvelándolo día tras día. Avocado a una tarea rudimentaria, como lo hubiese hecho un guerrero sarraceno, afanosamente afilaba una y otra vez, cien veces más  el borde de una  lata de corned  beef.  Con manía compulsiva alistaba su herramienta del martirio, báculo de la muerte, exterminador de toda luz y gracia.

Cuando parpadeaban indiferentes  las luces en la desalmada megaciudad formoseña, entre jaurías de perros hirsutos babeando hambreados y seres andrajosos perdidos en  recuerdos de cosas que jamás pasaron.  Elías, ese  achaparrado anticuario, mecenas de la muerte insondable, acechaba, indagaba, reptaba y  asestaba. 

Sus manos de largos dedos crujientes y enraizados tenían la fuerza de una amasadora industrial. Su boca cargada por  labios gruesos y dientes absurdos, siempre amarillentos, era el espanto mismo. Una anatomía que invitaba a mirar hacia el piso.

 Huérfano como un descolado alacrán del infinito Sahara, lejano a la realidad y a la sociedad. Solo ventas eventuales  de alguna antigüedad lo acercaba a la humanidad. Era tan hábil para hacer buena diferencia de dinero como desgarrar la carne con su lata afilada.

 

Así asediaba desde adentro, ésta ansiosa  bestia, como un virus ascendiente  en el  plasma arterial del  corrompido cuerpo de la metrópolis.

Si este repulsivo ser, poseído por esos clamores psíquicos acosándolo; durante  su nocturna transformación  alcanzaba a su víctima, toda suerte estaría echada.  Se ahogaría el grito del desafortunado ante tal desbordante espanto, colapsaría su esfínter en un mar de vergüenza, retumbarían las sienes por  un truculento  dominó en espiral cayendo  estruendosamente  uno contra otro.  Se moriría del espanto antes de haberse derrumbado en súplicas.

No hay mayor temor que observar  aterido, imposibilitado de acción, el devenir del dolor ante el brillo refulgente del filo inclemente, esmerilado para la desgracia de la carne,  en una fiera lata de corned beef  portadora del sangriento destino.

Se partirían  uñas rascando paredes, intentando enmendar asfixiantes  pecados en inútiles oraciones. Absurdo  tratar de animar en la  mente una imagen de cualquier misericordioso santo o intentar dar vacíos argumentos,  para terminar desbaratándose  ante el  inminente final.

Nada, nada, absolutamente nada podrá detener el  engranaje encendido, el buster que recibe esa misántropa señal de los abismos fabriles,  desencajando el cerebro del anticuario Elías.      El portador de la desdicha, implacable sembrador de enrevesadas  teorías populares. El,   transcurriría  matando entre sutiles pausas con su temible lata de corned beef. Para el beneplácito y la enmendación de todas las guturales voces.

Imposible poder  definir  el atroz tormento de tres centímetros de afilada e indoblegable lata, poseída por la potencia de mil espíritus  penetrando en el cráneo. El apagón de sentidos irrumpiendo después de un  estallido de agonía.

Cayendo tan burda y pesada  como una bolsa de papas, aquella víctima alcanzada por el motivado Elías, tendrá el beneplácito de una  última visión: Las tenis roídas manchándose  con sangre del  imperturbable anticuario, hacedor de tan incomprendido suplicio.

Ningún final más irracional que el de un espíritu arrancado violentamente de un cuerpo. Ascendiendo a los cielos o quien sabe a dónde,  viendo  mientras se aleja  de su receptáculo  material , una frente incrustada  por una fiera lata de corned beef, afilada por el mismo Satán.

Y a ese ser vil, de cerúlea gabardina, cuello de resorte de feria;  allí tan devoto a su obra, contemplando los estertores finales de su víctima; saboreando el hedor acre de la sangre  derramándose desde la cabeza,  por el cemento hasta sus tenis.

Formosa  lo sufrió por lustros, cuando las luces caían, las abigarradas  prostitutas dudaban, los chulos escupían maldiciones, los policías hocicos de cerdo,  olfateaban el excremento de los ladrones. Él y la esculpida forma de su  muerte proseguían  rondando  de todas maneras.

En cada farola de inciertas esquinas, en cada zigzagueante  pingüino tremebundo con forma de hombre, en cada posible victima moviéndose apopléjica  de su casa al kiosco jugando a la lotería con su destino.

No hay más belleza para el anquilosado de brillantina, prisionero de otras desvanecidas épocas y sórdido anticuario Elías, que las personas arrogantes de vida, se aventurasen en la retorcida  noche  arrastrando sus invisibles ataúdes.

Nada más divino para sus imparables latas que terminar vaciando entrañas, conversando  cara a cara, con la resignada masa encefálica. En esta realidad demencial de un descalibrado  planeta donde los cadáveres son comidas para los que serán cadáveres.

La impenetrable oscurantista y renacida Swift X, ascendida a compañía multinacional, emperatriz del jamón del diablo y el corned beef, abarrotaba sus galpones con cuerpos. Pilas interminables hasta las vigas de los techos, degradándose, supurando mares de asquerosidad por  los pisos.

Toda carne descompuesta, más esqueléticas reses de descarte,  arrojadas con su último aliento  a una enorme trituradora. Entre balidos desgarradores, hedores dantescos y atronadores ruidos de maquinaria.   Aquel leviatán  industrial machacaba huesos, grasas, carne y vísceras para ser hervidas a cientos de grados y finalmente presentada enlatada  en atiborradas góndolas serviles a las masas mal nutridas.

No obstante la vastedad de la comida enlatada, las hambrunas y la desigualdad eran moneda corriente en un mundo de cyborgs policías y ciudadanos desencajados. La desesperación brotaba de las grietas sociales como la resina en una conífera desgajada a hachazos.

En esta triste situación alimenticia, el hábil anticuario Elías, al devorarse su pan de carne, recibía en esa molienda de amarillenta pastosa grasa, blancas pecas de hueso hervido y amoratados grumos de carne destazada, una importante cantidad de alma torturada y desolada. Toda la desgracia y desesperanza de aquellas vidas  olvidadas  sin apropiada extremaunción o entierro,  que a favor del progreso y el engranaje productivo, con sus anatomías muertas alimentaban a los vivos.

Elías, antena receptora de la angustia del inframundo, desvelado y furtivo en esas interminables noches;  mataba empuñando el ataúd al vacío de todos esos desdichados cadáveres cocinados. Una afilada lata de corned beef, tan poseída como implacable.

Hinchando de atrocidad a la futurista Formosa hasta aplastarla contra sus murallas. En un sinfín de muerte, por el solo hecho de acallar y compadecer el  intermitente tañir de las voces fantasmales. Cada vez que ingería, como muchos otros hambreados, las sucesivas porciones  de macerada carne enlatada.

Él era la antena, el gran receptor de la frustración de esas almas retorcidas en sus purgatorios. Para su justicia y locura, la afilada lata de corned beef causaría más y más estragos.

 

 

 


 

La  leyenda del el hada de los bosques y el mago Melkiades

 

(Homenaje a Rata Blanca)

 

 

Y.J. D'AGUIAR

Y

MIGUEL ANGEL FLORES MANZO

 

 

 

 

 

 

La leyenda del hada y el mago

Rata Blanca

 

Cuenta la historia de un mago

Que un día en su bosque encantado lloró

Porque a pesar de su magia

No había podido encontrar el amor

La luna, su única amiga

Le daba fuerzas para soportar

Todo el dolor que sentía

Por culpa de su tan larga soledad

Es que él sabía muy bien que en su existir

Nunca debía salir de su destino

Si alguien te tiene que amar, ya lo sabrás

Solo tendrás que saber reconocerlo

Fue en una tarde que el mago

Paseando en el bosque la vista cruzó

Con la más dulce mirada

Que en toda su vida jamás conoció

Desde ese mismo momento

El hada y el mago quisieron estar

Solos los dos en el bosque

Amándose siempre y en todo lugar

Y el mal que siempre existió, no soportó

Ver tanta felicidad entre dos seres

Y con su odio atacó, hasta que el hada cayó

En ese sueño fatal de no sentir

En su castillo pasaba

Las noches el mago buscando el poder

Que devolviera a su hada

Su amor, su mirada tan dulce de ayer

Y no paró desde entonces

Buscando la forma de recuperar

A la mujer que aquel día

En medio del bosque por fin pudo amar

Y hoy sabe qué es el amor, y que tendrá

Fuerzas para soportar aquel conjuro

Sabe que un día verá su dulce hada llegar

Y para siempre con él se quedará

 


 

 

 

 

I.   Invocando los favores de Luna

 

 

 

 

Las palabras de Melkiades resonaban en el aire como didgeridoos guturales rasgando los tímpanos de la realidad. El pulso se le aceleraba, y el hábito típico de su orden ondeaba ante la furia intermitente del viento fluyendo conforme al canto del hechizo. Su influjo natural era inigualable y lo demostró alzando su báculo a lo alto, para que la gema en su punta brillase hacia un punto del cielo.

La luna empezó a desvanecerse de su enclave mágico entre nubes pinceladas, dejando la noche oscura ante un único manto de diminutas estrellas lejanas que destellaban. Tras la oscuridad consumiéndolo todo, surgió una plateada, etérea, y vaporosa figura femenina en el interior de una botella que reposaba en el medio de un claro en el bosque, justo en el lugar que Melkiades siempre usaba como zona de invocación.

— ¿Qué quieres ahora? —preguntó con tono impertinente, la figura de argentum brillo que flotaba en la botella. — ¿Intentas negar que extrañas charlar conmigo? —continuó desafiante.

Melkiades, aún jadeante por su esfuerzo, se afirmó en su báculo para ponerse de pie y acercarse dónde la figura femenina brillaba en medio de la oscuridad impoluta. Él se detuvo ante la botella y vio como esa niebla plateada flotaba con la forma de su amiga y maestra a su vez.

— ¡No seas vanidoso, Melkiades! Todos lloran a la luna, suspiran y suplican mi nombre para que interceda ante aquello que tanto desean… y tú no eres distinto al resto —lo decía con voz tranquila y segura. Tanto que al mago le dolía.

Y así era, la luminiscente figura tenía razón. En su forma y padecimientos mundanos, Melkiades no era distinto a ningún  humano que infectase la tierra. No importaban todos los conocimientos que él había adquirido, ni las aventuras que había vivido, seguía teniendo las mismas pasiones que cualquier otro humano. Pero, ¿Qué más podía hacer? Los mortales se topaban con el amor durante sus cortas travesías en la tierra, sin embargo y para su dolor, él llevaba siglos cumpliendo su deber y no había conseguido a ese ser con el que vivir ese sentimiento tan puro y profundo como lo es el amor. Algunos han pensado que podrían alcanzar la felicidad tan solo poseyendo el poder que Melkiades tenía. ¡Ilusos!, Son solo espejismos. El poder conlleva a una responsabilidad, y evadirla tiene un precio.

— ¿Te quedarás en silencio? —reprochó ella con un poco de incomodidad—, Creí que me invocabas para hablar, si querías simplemente admirarme, podrías haberme dejado en el cielo. Y así, no habrían muerto en vano estas criaturas. — dijo la aparición, mientas gesticulaba con sus manos.

Melkiades caminaba alrededor de la botella, pero la oscuridad a su alrededor era tan sólida que tropezó con los cadáveres degollados que él mismo colocó allí para el ritual de invocación.

—Disculpa Luna, mi maestra. Cada vez me cuesta más hacer el ritual para traerte. Ya no soy el joven de trescientos años que era antes. —habló liberando una   risita estéril.

— ¡Lo sé!, el poder del mago se proyecta a la forma física con la que me muestro al bajar del cielo. Comprendo tu agotamiento mi querido. Pero mírame, me tienes contenida en una botella… ¿No te da vergüenza? — la zeta de la última palabra resonó en la noche como  un chasquido de látigo.

— ¡La vergüenza debería estar contigo, sabes bien que tu fiel aliado está perdido ante el peso de su desastrosa existencia! He sido el guardián de este bosque durante tanto tiempo que he podido hacer alianza con casi todas las criaturas que vuelan, reptan y caminan por aquí... —la voz de Melkiades había cobrado repentina fuerza.

 — Desde el potente Nodius, señor de los grifos, hasta Nilda, protectora de las ninfas promiscuas, han aceptado las condiciones de mis leyes. ¡Incluso los reyes de las tierras donde los hombres habitan!, Han sucumbido ante el rigor de mis tratados. ¿Qué más quieres de mí? —El dedicado y cansado mago cayó sobre sus rodillas cubriéndose el rostro anguloso con sus manos.

El brillo emergió de la botella como un volcán de plata, y se materializó ante él, con la forma de un iracundo rostro brumoso.

—¡¡Tu destino no está atado a mí, solo tu servicio!! —Tres polillas arrojadas atravesaron el vapor plateado de Luna. Que se distorsionó por unos instantes y luego retomó su figura imponente—. Melkiades, ¡Me deshonra que prefieras olvidar lo que te enseñé! Tú sabes que no puedes escapar de tu destino, estás encadenado a este bosque, y no es por el capricho de la luna, sino por el precio de tu poder—Luna hablaba con justeza y su brillo se acentuaba con cada afirmación.

— ¡Un poder que se desvanece al pasar el tiempo, dejándome en la amargura de esta vida vacía! —Las lágrimas empezaron a correr sobre el arrugado y puntiagudo rostro de Melkiades—. ¿Cuánto vale mi tortura?, ¿Hasta cuándo seguirá mi sacrificio?- decía compungido el mago de largas centurias.

— ¿Llamas sacrificio a los siglos disfrutando de los jubilosos juegos de todas las ninfas con las que te has enredado en el lecho?, ¿A todas las sensaciones que has experimentado con los brebajes y comidas de la tribu de los lobos nómadas? ¿O todos los mundos que has visitado junto a los profundos? —La vaporosa mujercita hablaba haciendo dibujos en el aire con sus manos.

— ¡De qué me sirve haber vivido tanto, si no tengo con quien compartir mis aventuras! —Dejó escapar un bufido, y arrugó la cara—. Debo sanar mis heridas yo mismo, y no tengo razón para volver a casa. Lo que cocino sabe a cenizas, porque no tengo para quien esmerarme. —El mago se lucía verdaderamente derrumbado, como un castillo castigado por catapultas certeras.

—Lo que pides, querido Melkiades, está fuera del brillo de mi poder.

—Eso es lo mismo que siempre dices  cuando lo que pido no es algo que enriquezca tu vanidad, no comprendo donde radica tu amistad hacia mí, me haces sentir un desechable servidor a tus propósitos. —El mago recobraba sus fuerzas y se enardecía.

El brillo de la etérea figura de Luna se desvaneció tras un grito mágico. Luego la esfera regresaba a su lugar en el  cielo y la noche volvió a tener luz. De pronto, y como una centella, emergió un grito enojado y cargado de soberbia: 'Si alguien te tiene que amar, ¡Ya lo sabrás!, Solo tendrás que saber reconocerlo'. La voz recia de Luna retumbó entre los árboles, cascadas y montañas; los animales se agitaron, y las aves nocturnas revolotearon asustadas.

Melkiades, insatisfecho por el repetido consejo, alzó su báculo y maldijo en varios idiomas al mismo tiempo. Después de liberar toda la ira que tenía en su interior, se dispuso a observar con cierta lastima, la obra que hizo para tener tan infructuosa conversación con la luna, su única amiga. El sacrificio para invocarla, es el mismo que se describe en el libro sagrado “Susurros de la noche”, dónde se detalla la cantidad exacta de animales crepusculares, y la colocación precisa de las vísceras de esos animales en determinados conjuros. Todas serán hembras, y ninguna deberá estar en gestación. Luego de contemplar el horror y avergonzarse de sus acciones, abandonó el lugar para no volver hasta pasados  tres meses, cuando el ritual pueda ser efectuado nuevamente.

Mientras caminaba por la rivera, escuchaba como los lobos astutos se daban un banquete con las sobras de lo que fue su ritual. Suceso que siempre le recuerda el equilibrio de la naturaleza, ese delgado y frágil hilo que debe proteger.

Cuando llegó a su torre vacía, no pudo soportar por más tiempo el dolor de su corazón y se dejó caer en el suelo ante su escritorio con cientos de frascos y herramientas. Tras un ataque frenético, él se alejaría de su báculo, en un intento torpe por abandonar la magia que lleva siglos en su sangre. Se alejó lo suficiente, y se recostó en la pared de piedra de su habitación, no podía hacer nada más que llorar. Las lágrimas corrían por todo su rostro goteando desde el mentón, pero su pena no disminuía ni un ápice de dolor. ¡La carga sobre sus hombros era desgarradora e insoportable! En un arrebato de locura, arrasó con todo lo que pudo, arrojó libros, pateó diales, y rompió artefactos… se sentía asqueado de la magia, pero más sentía asco de sí mismo y de la promesa que hizo ante Luna cuando apenas era un joven ambicioso.

Se quitó las ropas negras de la Orden de la Luna y las dejó caer sobre la hoguera con tanta fuerza como podía con sus músculos cansados. Se destacaba un símbolo que llevan los ropajes de lino en las mangas y en el cuello, los cuales arderían.

En ropas menores y a paso firme el mago se alejó de la torre en un intento de dejar todo atrás. Luego se arrojó al río, y dejó que la corriente lo arrastrara sin rumbo fijo. Durante su travesía a la deriva, recordó lo que se hallaba olvidado en las cámaras más antiguas de su memoria. Sus padres, hermanos y antiguos amigos, aquellos que ya no estaban... Tantos siglos habían pasado y nunca había dedicado verdadero tiempo para añorar su niñez y su mortalidad. Tanto era su dolor extrañando esas tristes tardes de domingo en las que iban en familia a la capilla del poblado, donde el fraile Juan iniciaba los sermones con las aburridas charlas de la creación, el génesis del mundo conocido. Esa fabulada historia de cómo se construyó la tierra y toda la vida en una semana. En su niñez, él jamás creyó aquella historia sostenida por los pelos, y ya de anciano, con tantos conocimientos, le parecía un absurdo absoluto. «Los humanos no pueden construirse de barro y con soplidos… ¿O sí? »  Se dejaba ir en esos pensamientos que no lo conducían a nada.

Al comprender  su paradero después de un buen rato de ser arrastrado por la constante corriente del rio, descubrió que estaba en la región sur del bosque, un tranquilo paraje donde los osos determinan la suerte de sus habitantes.

Melkiades nadaba y nadaba contracorriente buscando la tierra, rodeaba las rocas que salpicaba agua en todas direcciones. Una camisola fina, larga y desgastada le cubría su anciano cuerpo. Tan empapado estaba que sus piernas esqueléticas temblaban por el frío en esos lugares donde pronta llegaría el alba. Un oso guardián lo vigilaba desde algunos metros, eran custodios de todo lo que acontecía por aquellos recovecos de la rivera.

Caminando por la orilla, usó su energía poderosa para hacer vibrar su aura y calentar su cuerpo. Luego buscó una zona de buena arcilla para edificar en barro a su propia Eva, renegado de todo haría uso de todas sus fuerzas restantes aunque acelerara su deceso... Rasgó parte de la humedecida camisola blanca para vestir a la escultura de barro y colocó pequeñas piedras coloridas para esbozar partes como ojos, nariz, pezones, vagina, ano y uñas. Colocó sus manos sobre la escultura, cerró los ojos y conjuró con frases oscuras, fuerzas tenebrosas. Su voz se hizo profunda y densa, alcanzando al oso, merodeándolo. Sumido en un encantamiento y erguido como un coloso en sus dos patas, se acercó al mago y con el filo de su garra rasgo su pelambre y carne, hasta bañar con sangre la estatuilla de barro que Melkiades, con afán, había elaborado. La figura dio signos de movimiento y el oso guardián aturdido huyó del lugar. El mago sonreía con delirio y puro agotamiento admirando su obra, su cuerpo parecía haberse contraído y chupado ante tanto inusitado despliegue de magia vital.    

La Eva de arcilla, que en la transformación había desarrollado el  tamaño de una mujer  de baja estatura y unas formas femeninas muy ajustadas, intentó dar un paso al frente a los brazos del hechicero. En ese instante sus ojos de verdes esmeralda se abrieron asombrados y su carne chocolate se cuarteó, un millar de fisuras aparecieron en la tierra que formaba su cuerpo, su rostro transmutó a una vasta expresión de dolor y desesperación; para que al final, se volviera fragmentos y arcilla ante el mago anciano. Quién una vez más era vencido por la desesperación y la angustia ante la soledad de su corazón. Tomó entre sus dedos el polvo de la mujer que intentó crear para él, y mientras caía desde sus manos al  lecho de la rivera pensó en internar sus huesos de mago anciano en el bosque profundo y languidecer en soledad allí, entre las criaturas y sus leyes.

 


 

II.  El bosque desnuda sus misterios

 

 

 

 

Melkiades arrastró su miseria fuera de la orilla del río, buscando el cobijo del bosque. Sólo cubría su cuerpo una sedosa camisola larga, con cordones cruzados, que ascendían desde el plexo solar hacia el cuello. Sus largos cabellos ceniza caían en cascado por debajo de sus hombros, haciendo de su rostro agudo un espectáculo tenebroso cuando la Luna lo alcanzaba con su brillo en las noches. Ante él se mostraba un bosque cerrado de coníferas portentosas, arrayanes como venas desnudas buscando el cielo e imponentes secuoyas más adentro. Un bosque poderoso y encantado digno de las leyendas más audaces.

El mago abatido avanzaba torpemente sintiendo a las ramas castigarle el cuerpo. Tropezaba con las raíces y sentía frío, su aura estaba baja y ya no protegía su cuerpo. La congoja tenía a mal traer toda la humanidad remanente en el cuerpo de Melkiades. Al llegar a un claro en horas de la siesta, se tumbó sobre una lisa  y plana roca calentada por el sol.  Estaba exhausto y con un nudo en su garganta. Fue ahí que el mago en el bosque encantado lloró, siendo tan agónico su sufrimiento que gráciles cervatillos, un casal de mapaches y un buen puñado  de ardillas coloridas lo cercaron de inmediato para darle energía, ya que él era protector de toda especie encantada. Al rodearlo los animales emitieron fulgurantes luces que, al igual que pilas de carne y hueso, lo recargaron al instante. El contacto sexual con las ninfas para Melkiades era una fuente poderosa de energía, pero no estaban cerca y no acudirían a ayudarlo. Eran seres bellos y fríos que jamás despertaron en el mago ningún sentimiento cercano al amor. Así eran las ninfas, seres hermafroditas que se auto complacían si era preciso  o invitaban a los viajeros a sus bacanales en las aldeas rodeadas de plantaciones de hongos alucinógenos. Muchos humanos habían muerto en esas fiestas de imposible descripción, ahora sus huesos sirven como abono de los sembradíos de hongos.

Gran parte de la magia de Mellkiades se encontraba en su báculo el cual, ante la desazón del momento, fue abandonado en los aposentos protegidos del castillo. Él había intentado una especie de suicidio arrojándose a las corrientes del río, como un reflejo de su antigua mortalidad. Aún así,  el destino del Mago estaba atado a su promesa y a una centuria más de servicio. Si bien podría morir ante poderes malignos o un conciliábulo de criaturas mágicas que se rebelasen contra él, no estaba en sus posibilidades quitarse la vida.

Melkiades recuperó su tono muscular y varias arrugas desaparecieron de su cara. Con una rama de tejo improvisó un bastón y retomó su periplo por el bosque. Su aura lo volvía a proteger a modo de  escudo ante el frio y cualquier azote.

Una cohorte de grifos oscureció el cielo. Pasaron raudos y tan juntos que rozaban sus alas. Hacía más de diez años de la tregua con los humanos, en las últimas batallas por territorios habían sido diezmados. Se recuperaban rápido, los grifos eran seres alados imponentes y feroces, pero los humanos poseían armas novedosas y una astucia que no medía consecuencias. El mayor enemigo de Melkíades era la Orden de los Alquimistas de las colonias del norte, quienes, situados más allá de las montañas, intentaban reinar los bosques mágicos desde tiempos inmemoriales. Tanto Melkiades como los magos anteriores, uniendo las fuerzas naturales, soportaron el embate de la Orden centuria tras centuria. El verdadero mal siempre acechaba y los magos, más las criaturas nobles de los bosques encantados, eran sus rivales a vencer.

La tarde se mostraba benigna y con brillos sanadores cuando el mago halló varios árboles frutales. Se detuvo  a comer granadas y peras gigantes, disfrutó de esas pulpas jugosas como el mayor manjar de su existencia. Masticó y chupó hasta saciarse. Su aura se fortalecía y el poder mágico retornaba a él como un bálsamo.

Sintiendo el bramido de un arroyo cercano, se dirigió hacia allí internándose en una espesura de árboles bajos, matorrales y zarzas. El viento de la tarde era suave y templado y los pájaros trinaban y reclamaban sin pausa. El verde de las hojas era pleno y la algarabía del bosque total.

Al desembarazarse de los matorrales y aparecer en un terreno despejado cercano al arroyo,  Melkiades quedó azorado ante una visión demasiado maravillosa para ser real. Allí delante, a unos veinticinco  pasos, estaba la criatura más esquiva del bosque asombroso. Se podía ver sobre sus rodillas, inclinada como en una reverencia bebiendo agua fresca  del cauce. Toda blanca como un tazón de leche, el hada poseía unas enormes alas plegadas hacia arriba, cuatro en total, dos nacidas de la zona entre la columna y la escápula y otras dos más chicas debajo de éstas. Eran alas membranosas y delgadas como las de una libélula.

No fueron las bellas alas lo que dejó estupefacto al mago, ni los custodios del hada blanquecina: un alce enorme con una cornamenta brutal y largos penachos cobrizos cayéndole por toda su anatomía o el tigre de dos cabezas que rugía espantando todo ser vivo. Nada de eso, Melkiades yacía paralizado por la postura del hada y su desnudez. Ella tenía su cola alzada y le estaba mostrando su bella intimidad femenina sin quererlo. Toda esa cadera y muslos blancos contrastando con un bellos púbicos dorados y húmedos destellando con los haces de luz del sol de la tarde. Esa visión natural  y hermosa encendió a Melkiades y su entero ser; por un poderoso golpe de testosterona, se rejuveneció con la fuerza del aura y la magia vital. Su corazón se aceleró como el de un depredador en carrera tras su presa y su piel recobró la tersura en su rostro y manos. En ese momento no pensó en las bestias que custodiaban al ser más esquivo del bosque y dio pasos imprudentes acercándose. Fue entonces cuando, del agua brava del arroyo, surgieron horrendos tentáculos con bocas dentadas como ventosas y atacaron a los tres seres que estaban en la orilla. El hada alzó vuelo tan velozmente que el movimiento pareció una desmaterialización. El alce se irguió en sus patas traseras y con las delanteras pateó con fiereza dos de los tentáculos que buscaban enrollarlo. El tigre bicéfalo no tuvo nada de suerte y quedó apresado por uno de los brazos babosos y horrendos, mientras las bocas con forma de ventosas lo desgarraban. Sus rugidos se fueron ahogando conforme la lucha se perdía en el agua.

El hada agitaba sus alas rápidamente y más fugaz que un parpadeo se lanzó desde las alturas, cercenando dos tentáculos que amenazaban al enorme alce. No necesitó más que su extrema velocidad y sus brazos delgados extendidos, los cuales actuaron como cuchillas para rebanar a la criatura monstruosa del río. No obstante, la bestia surgió de las espumosas aguas mostrando una cabeza lenticular protuberante, plagada de ojos oscuros y sobresalientes. Sus fauces eran verdaderas repugnancias, entre sus enormes dientes se veían restos del tigre despedazado. Mientras el hada contemplaba desde arriba esquivando los tentáculos, el gigante alce emitió un agudo tono de su garganta poderosa y como una onda de choque dirigida, logró estallar varios de los ojos de la tremebunda criatura acuática. Melkiades apareció en escena y con un gesto de sus manos, como quien arroja dos discos medianos desde su cintura, envió un hechizo en forma de viento gélido que penetró por la boca abierta del infernal ser y salió por detrás de su cabeza arrastrando materia verduzca y huesos consigo. La criatura aterradora se desbarató entre la espuma creando olas en todas direcciones. Pronto la corriente arrastró el tentacular ser que,  sin duda,  sería devorado por otras bestias del bosque encantado.

—Lo has hecho muy bien, mi fiel Adrián…—dijo el haba posando sus pequeños pies sobre la grava de la orilla. El alce desinfló sus pulmones. Adrian era un cantante como pocos en el bosque y su voz tenía un registro tan bello como mortal.

— ¿Quién eres tú, forastero? ¿Acaso el Gran Mago de quien todas las criaturas hablan? Soy un hada joven que florecí hace veinticuatro primaveras atrás y como tú sabes no es fácil verme. —La voz del hada se arrastraba por momentos como una melodía baja que penetraba la carne.

El mago no articulaba palabra, su garganta se había cerrado y su pecho golpeaba como padrillo ante una tropilla de yeguas corriendo por la planicie. No podía creer que estaba ante esos ojos de ámbar anaranjado, profundos y vibrantes, coronados por pestañas tan largas y esplendorosas como ninguna otra criatura pudiese lucir.

Para Melkiades aquella era la más dulce mirada que en toda su vida jamás había conocido. Era tan apasionado ese sentimiento que no cabía en él. Esa hada espigada y blanca como el algodón, de grandes alas de membrana transparente, con cabellos dorados y penachos cobrizos hasta la cintura, había flechado su corazón como si una tribu de cupidos lo hubiese usado de diana  en sus ejercicios. Su aura estaba tan encendida que él no lo notó, pero había rejuvenecido notablemente. Sus cabellos estaban oscurecidos y no mostraba casi arrugas su anguloso rostro de nariz aguileña. De alguna manera el amor había retornado su potente porte de hombre y su imagen volvía a ser imponente como en los viejos tiempos.

La boca rosada del hada se movió hacia un lado con la comisura hacía arriba, en un gesto particular que la embellecía aún más. Ella pensaba algo muy gracioso « Este tonto tiene ante sí toda mi desnudez, mis tres pechos turgentes y mi vientre anhelante y esta clavado a mis ojos, sólo a mis ojos »

— ¡Vaya criatura interesante eres tú, gran Mago! —exclamó ella, agitando su cabellera bicolor  al viento de la tarde maravillosa. Reía. Ambos reían felices.

—Llámame Melkiades, hoy y siempre mi señora. — contestó él mostrando todo sus dotes de caballero. Entre ambos las miradas eran tan fuertes que podían derretir el hielo de las montañas del norte hasta hacer cataratas interminables. Los pájaros cantaban y reclamaban y las hojas de los vastos árboles vibraban de vida verde, ante un sol que pronto caería en el horizonte violáceo.

Desde ese mismo momento, el hada y el mago quisieron estar solos los dos en el bosque,  amándose siempre y en todo lugar…El problema era Adrián. Estaba de espaldas contemplando el río, sentado y con sus patas delanteras cruzadas sobre su pecho y silbando una melodía bastante particular. Una canción tan veloz y universal que sólo un alce asombroso y cantante como él podía pronunciar.

 

 

III. Regreso al castillo del mago

 

 

 

 

 

— ¿Cómo puedo llamarle mi señora? —preguntó Melkiades avergonzado ante la belleza abrumadora  que tenía frente a sí.

—Llámame simplemente Hada. —Ella se encogió de hombros y sonrío con gracia.

—Entiendo que quieras mantenerte en anonimato… pero no debes temer de mí. —Melkiades aclaró su garganta para intentar tapar el nerviosismo que sofocaba sus pensamientos y se manifestaba físicamente. Hizo una pose gallarda y prosiguió— Soy el Mago de la Orden de la Luna. Guardián de este bosque y sus criaturas.

El hada sonreía, achicó sus ojos al mismo tiempo que negaba con la cabeza. Luego de la sutil negativa, aclaró:

—Mi nombre no puede pronunciarse en lengua común, ni por un vocablo entendible a los comunes. Solo las hadas somos capaces de proyectar esos fonemas mágicos de los que depende nuestro mundo. Es por eso, Gran Mago de la Orden de la Luna, guardián de este bosque y sus criaturas. —Hada remedaba al mago con una voz gruesa y una pose de fortachón robusto en su diminuta figura.   — Llámame Hada, y con eso será suficiente para mí —concluyó y se acercó a él.

Un silencio se formó entre ellos y la pequeña proximidad que los separaba. Las tonadas del alce, quien mantenía un paso gracioso, flotaban como una dulce melodía acunando al tenue sol cayendo tras un paisaje rojizo y violeta. A medida que la luz se desvanecía, el rostro aguileño de Melkiades se hacía sobrio y misterioso. Cosa que al hada le generaba extrañas mezclas de sensaciones dispares como miedo y seguridad, antojo y deseos de volver a sus dominios ocultos. Algo fascinante que nacía como un hormigueo en los muslos, cosquillas en las alas, y terminaba como una marea cálida y suave que viajaba desde su estómago a su entrepierna. Por otra parte, Melkiades no deseaba pestañar para no perderse la acción de luz en la piel blanquecina del hada; cuando la oscuridad se instauró, la piel de la hermosa hada resplandecía como un brillo de luciérnagas, y en sus ojos, aquellos hermosos luceros de miel y mandarina, reflejaban las estrellas de una forma tan sutil, que no puede ser comparado con ningún fenómeno mágico o mundano conocido.

El alce Adrián se puso en guardia, y se preparó para acercarse más a la pareja. A pesar de conocer que estaba interrumpiendo los límites de acercamiento de su protegida, la noche se estaba haciendo tenebrosa, y ahora ante la usencia del tigre bicéfalo, la carga de su deber se incrementó considerablemente. Cuando llegó dónde su señora, descubrió un acto incómodo: el mago y el hada se estaban besando con ternura. Bastó con raspar el suelo con sus patas, y acercar su aterciopelada cornamenta a la pareja, para dar a entender que el tiempo de júbilo había terminado y el deber tenía que interponerse ante todo.

— ¡Adrián! —Reprochó ella con el cariño que una hija le reclama a un padre, o un abuelo—. Espero que nos disculpes Melkiades. Pero tenemos cosas que hacer.

—Discúlpame a mí, gentil hada, yo soy quien está importunando tu labor.

La voz de Melkiades se hizo algo turbia y mezquina, le enojaba considerar alejarse de aquella hermosa criatura. Sentía que si no estaba junto a ella, el aire le quemaría los pulmones y sus fuerzas se podrían mermar. Esa hada maravillosa lo insuflaba de un poder nunca antes sentido en lo profundo de su cuerpo.

— ¡Oportuna fue tu presencia!, Gran Mago Melkiades. Y te agradezco por ello. —Ella se acercó a su guardia, y le acarició lentamente la frente.   — Pero tenemos ocupaciones que responder, y reconocemos que tu labor en los bosques encantados te desvía de nuestro camino.

Adrián respondió a la caricia con un suave bufido, y una reverencia colmada de admiración y gusto. Luego se levantó y se acercó con orgullo a Melkiades, quien intentaría sobarlo, pero la criatura retrocedió tres pasos de inmediato.

—Le has caído bien, ¡Adrian es un amargado! — El alce elevó su porte, y se mantuvo atento con sus oscuros ojos abiertos. Hada se acercó con un suave vuelo a su servidor y los tres senos en su pecho se pasearon turgentes y desafiantes con la brisa nocturna.  —Me parece que él se sentiría más seguro si nos acompañas, poderoso mago.  — dijo Hada sabiendo que ella también se sentiría mucho más protegida por aquel hombre que le cortejaba.

Estás últimas palabras desataron una miríada de pensamientos y pasiones en Melkiades. Él ya había pergeñado una forma de seguirlos y cuidarlos de manera oculta. Sentía la necesidad de rendir todos sus poderes, pasiones, y deberes, a Hada: quién había despertado a su corazón por siempre dormido.

—Sería un placer. ¡Pero debo vestir para la ocasión! Si me acompañan a mi castillo, podré… — De la emoción las palabras y la galantería se le estaban dificultando al mago, falto del ejercicio del amor.

Adrian asentó con la cabeza, a lo que el hada respondió con una gentil mirada y se acercó a Melkiades para susurrarle un húmedo y lento gracias al oído. El mago se sentó de inmediato para tapar la influencia del hada sobre su cuerpo, para disimular tomó un puñado de la tierra y pretendió dejarla correr al viento.

—Esta arena me indicará dónde está mi castillo, me siento algo confundido —mintió él para disimular.

Hada sonrió, le besó la mejilla y con su pierna rozó la entrepierna del mago intencionalmente. Luego de comprobar su teoría, parada frente a él, permitió que el rejuvenecido anciano pudiera observar a plenitud el brillo de sus curvas que se contoneaban con desfachatez ante la noche. Cuando él intentó tocarla, ella emprendió el vuelo de inmediato y se materializó junto a su guardián. Tan fugaz fue su movimiento que el mago quedó acariciando el aire.

Durante el camino, Melkiades sentía una vigorosidad que su cuerpo no había experimentado desde su humana juventud, ya no tenía dolencias y estaba sonriendo, gesto que ya habían olvidado los músculos de su rostro. No le era necesario el bastón que improvisó con aquellas ramas de tejo, pero seguía aferrado a él para demostrar un porte elegante, como de esos caballeros y señores de ampulosos títulos entrando en las cortes de los hombres. Melkiades estaba dispuesto a todo lo que estuviese a su alcance para enamorar a Hada, y hacerle entender que gracias a ella, él sentía todas aquellas sensaciones que eran propias del amor, vedadas para él por centurias.

Adrián, como buen escolta, no se encontraba al lado del hada, siempre se le veía de pronto como un celaje a través de los frondosos árboles; tan así como se le veía, de pronto desaparecía, era parte de su magia como cada criatura del bosque encantado. Momento que Melkiades aprovechaba para cautivar a su hermosa acompañante riendo de gozo con las historias que él le narraba, ella cerraba los ojos con miedo y batía las alas con rapidez en los clímax de sus desventuras. Si la noche se los permitía, aprovechaban el cobijo de algún árbol, arbusto o roca, para que sus labios se juntasen y ambos compartieran un lazo cálido que se hacía cada vez más fuerte para ellos. Las caricias no se hacían esperar, y entre cada tanto, Melkiades dedicaba unos segundos a apreciar esos ojos ámbar con rayas y matices naranjas dónde se reflejaba el brillo de las estrellas del firmamento. Era como una llama que estremecía sus sentidos, desbocaba su corazón y purificaba su mente de cualquier pensamiento impío. El mago solo quería que estuvieran solos los dos en el bosque, para amarse siempre y en todo lugar.

Al acercarse al castillo, un puñado de murciélagos recibieron a Melkiades chillando con desespero. Los agudos de las criaturas alteraron a Hada, quien arrugó un poco los ojos y respingó la nariz. El mago agitó su mano con fuerza y el chillido de los murciélagos enmudeció al instante, algunos chocaron en su vuelo y cayeron confundidos.

—Ya volví mis pequeños amigos, pero no sean impertinentes. ¿No ven que lastiman a nuestra acompañante? —

No fue hasta que el hada y el mago ingresaron al castillo, que el sonar de las criaturas nocturnas volvió para su orientación. Luego, el imponente alce se sentó frente a la entrada del castillo y dejó escapar hermosos versos que embriagaban y arrullaban a otros seres naturales que estaban durmiendo.

A medida que caminaban, Melkiades prendía las antorchas del castillo, la luz del fuego se batía por las cámaras y se apreciaba nuevamente la olvidaba belleza del pasado de la Orden de la Luna, en todo su esplendor y magnificencia. Por los imponentes y abovedados pasillos un interminable sequito de armaduras variopintas escoltaba a la pareja en su solemnidad estática. En la cámara principal, donde se alzaban cinco chimeneas y nueve escaleras, un tapiz colgaba con grabados de plata donde se esbozaban las diferentes facetas de la luna y numerosas runas explicativas.

— ¿Estos han sido tus antepasados? —preguntó Hada con gentileza y respeto.

—Todos los que han sido Magos del bosque encantado están aquí. —respondió él con orgullo.

La mano de Melkiades vibraba y todos los bustos de piedra se iluminaron con el fulgor del la luna. Se podían contar una treintena de esculpidos: todos sabios y poderosos sirvientes del astro que vigila desde el cielo. En ese momento una lechuza de gran tamaño descendió y le entregó el báculo, aquél que Melkiades arrojó con desdén la noche anterior. Al tomarlo, su rostro puntiagudo se iluminó en contraste a la luz del fuego, luego la camisola que vestía quedó oculta ante el ropaje negro de su Orden ancestral.

Ante aquella imagen imponente, el hada no podía hacer otra cosa que contonear su figura y agitar sus alas con soltura, era un acto involuntario, un reflejo seductor matizado con un dulce pestañar de su mirada. Tan pronto como Melkiades se había vestido, fue arrebatado de sus ropajes por una seductora hada atrapada por el deseo y el frenesí de su corazón tan agitado que, más que un pulso, parecía un ronroneo incesante.

Pronto, el hada y el mago estuvieron sobre el tejado del castillo, bañados por luz de luna, sus cuerpos desnudos se acurrucaban para sentirse, ella era entibiada por el aura poderosa del mago y el viento frio resbalaba sin efecto. Y así transcurrió la noche bajo el manto de la sinfonía nocturna, acompañada por las melodías de Adrián; que pastaba y cantaba desde los establos. Cuando el alba se asomó a lo lejos, trajo sorpresas que no podrían ser evitadas.

 

 

 

 

IV.                Tormentas de acero

 

 

 

 

Un solitario trovador llegó a las puertas del castillo a lomos de una mula de pelaje marrón oscuro y largo. Traía consigo un laúd de doble mástil a su espalda y un sombrero con un ala larga y en punta, luciendo en su copa una pluma de faisán muy vistosa.

Era un hombre de mediana edad, alto y delgado, de cabellos azabaches casi a la cintura y mirada templada. Se notaba cansado bajo los rayos del sol que despuntaba resplandeciente. Melkiades lo observaba intrigado, sin decir palabra mientras un ogro sirviente conducía a la mula tomándola de rienda corta. El animal era manso, pero nunca se sabía con las criaturas del bosque encantado.

—Soy Walter, el trovador, y vengo de tierras lejanas, ya he cruzado por los dominios de los hombres. Me temo, mi señor, que traigo malas noticias —El rostro del músico y cantautor  de historias épicas se mostraba muy compungido.

—Melkiades, se que eres el mago que mantiene en equilibrio a las poderosas fuerzas del bosque encantado. Que ordenas a sus criaturas y te manifiestas como un juez de estas tierras mágicas. Gran mago, vengo ante ti preocupado, una tormenta de ira se aproxima y será devastadora si no tomas recaudos. —Las últimas palabras de Walter, el trovador, se acentuaron y ese énfasis llego de pleno al corazón de Melkiades. Presintió una nube negra de muerte cruzando las montañas, desde las colonias del norte.

Los alquimistas y sus huestes humanas intentarían una vez más avanzar sobre el bosque encantado para dominarlo.

Walter sentado a la mesa de Melkiades comía de los manjares que un matrimonio de ogros les servía. Aquellos torpes pero dedicados sirvientes enanos  estaban acompañando al Mago muy de cerca y desde varios decenios atrás. Cuidaban del castillo manteniendo lustrosas y aceitadas las abundantes armaduras, revisando las defensas mecánicas del castillo y además, de todos los quehaceres que implicaban ciertas rutinas del mago.

Cuando el trovador solitario describió en detalle todo el ejercito que se avecinaba y como se habían estado preparando por meses, Melkiades quedo abrumado. Ciertamente la Orden de los Alquimistas estaba al corriente de la carcoma que horadaba al mago desde hacia tiempo y como eso lo debilitaba. Valiéndose de uno de los tantos grifos que visitaban el castillo del mago, los alquimistas lograron untar el alfeizar de las ventanas de los aposentos principales con el ungüento de la desazón. Esa era una forma de magia muy oscura que deprimía y secaba el alma del ser al que iba dirigido. Esa cosa extraña había absorbido la energía vital del mago sumada a su falta de amor, la receta resultante había sido espantosa. Melkiades no solo bajó de peso y se envejeció con el paso de los años sino que su aura perdió un gran porcentaje de su fuerza renovadora. Por eso su magia se empobrecía con el tiempo, y su corazón se arrugaba en la miseria de su soledad; una desesperación que socavaba hondo y se reflejaba en la mediocre proyección de Melkiades al intentar invocar a Luna, su maestra.

Los alquimistas calcularon un posible momento en donde el mago estaría muy débil, prepararon su ejército para atacar y doblegar al bosque. Ese momento había llegado según todo lo relatado por Walter, un increíble ejército ya bajaba de las montañas arrasando el terreno a su paso, como la  masa humana imparable que era.

Si bien la amenaza se cernía imponente y en pocos días estaría a las puertas del castillo, si no se le salía al choque. Algo que desconocía la Orden de los Alquimistas era el repentino, pero intenso y verdadero, enamoramiento de Melkiades que trajo consigo la milagrosa restauración de su aura mágica.

El mago, presa de la pasión, se sentía mucho más poderoso que nunca antes y cuando escuchaba al trovador contar detalles del ejército acercándose, su puño se cerraba con tanta fuerza, que los nudillos le crujían como ruedas de carro sobre un empedrado. Melkiades demostraría que la furia de un ser mágico como él no era para tomar a la ligera.

Días después que los alfeizares fueran limpiados del ungüento maligno, varios ogros soplaron los colosales cuernos desde las almenas del castillo. Y con ese profundo sonido las criaturas maravillosas del bosque fueron alertadas del peligro inminente.

Una avanzada de grifos acudió al llamado y el chillido irregular que brotaba de sus picos abiertos avisaba lo dispuestos que estaban para la batalla. Aquellas bestias de los cielos mitad león, mitad águila asustaban en verdad. Poseían garras capaces de partir a un humano en dos sin mucho trabajo y picos tan fuertes y puntiagudos que traspasaban escudos y armaduras como un abrelatas sangriento.

Cada defensa del castillo había sido revisada varias veces y un centenar de ogros arqueros fabricaban con prisa un refuerzo de flechas de largo alcance, mientras otro grupo de elite afilaba hachas y alabardas. Estos últimos, eran los que se infiltraban en las líneas enemigas en ataques sorpresa causando confusión. Los ogros eran por lo general menores a un metro cincuenta de estatura, robustos y aguerridos, portaban una coraza de acero reforzado y mágico que soportaba interminables embates del enemigo. Eran de número reducido los ogros, comparados a los miles de humanos que se avecinaban, aunque su valía en combate estaba bien demostrada. Esta vez los humanos traían novedosos ingenios de asedio y destrucción, el bosque encantado sufriría la contienda más brutal en centurias.

El primer enfrentamiento se llevó a cabo una mañana brumosa, cuando despuntaba el alba, entre una avanzada de reconocimiento de un centenar de hombres bien pertrechados, contra una de las tribus de lobos nómadas, acampados en un claro extenso del bosque.

Los lobos sorprendidos recibieron una andanada tras otra de dardos largos de los ballesteros, mientras se agrupaban y erguidos en sus dos patas arremetían contra los soldados humanos. Aquellas bestias de pelaje duro e hirsuto de casi tres metros de altura con dientes irregulares, amarillos y filosos como cuchillas, hacían retroceder a los soldados espantados, siendo alcanzados en su desprolija huida, por los zarpazos y dentelladas de los  depredadores.

Solo algunos canidos terminaron muertos sobre el terreno, los que tenían tantos dardos clavados como pelos en su cuerpo. Los soldados se mostraban  abiertos en canal por las garras, y decapitados sin clemencia. El repentino baño de sangre no terminó bien para ningún bando. Los lobos nómadas estaban en clara desventaja numérica y las espadas de los hombres y sus arcabuces de múltiples caños fueron mermando el ataque de los lobos enardecidos. Treinta minutos después la primera escaramuza de lo que sería la  más brutal batalla del bosque encantado, había concluido con un puñado de hombres apenas sostenidos  en sus piernas temblorosas y  bañados en sangre, con restos de carne hachada resbalando por sus armaduras verde oliva. La nube de humo que la pólvora había dejado, sumado al vapor ascendente de la mañana, era tan vasta que cubría más de la mitad  del descampado. Cuando el grueso del ejército humano llegó al lugar, supo que la conquista del bosque encantado, como siempre, sería una empresa harto complicada, a pesar de sus nuevos artilugios mortales.

Un Profundo, en su forma inmaterial y desde un enclave cercano, contemplaba lo que acontecía. No se acercaba, porque a pesar de su invisibilidad, su hedor a pescado rancio lo delataría ante los humanos, no así ante los ogros, que eran seres de muy pobre olfato. Siempre jugando a la neutralidad y mediando entre planos dimensionales, Los Profundos podían, si lo deseaban, absorber el espíritu de casi cualquier ser vivo y conducirlo a otros planos diferentes de existencia; aunque esas prácticas estaban vigiladas por los sentidos alertas del  Gran Mago Melkiades, quien los destruía sin miramiento si advertía una violación a ciertos tratados milenarios, que impedían a los Profundos crear un mundo de cascaras vacías, y otro de entes etéreos, flotando confundidos ante su nueva realidad. No obstante, Los Profundos, movidos por una idiosincrasia inquieta, propia de su especie, robaban almas cada vez que podían y la enterraban en planos dimensionales retorcidos, tan solo para  saciar su morbo y su crueldad.

Algo que jamás había contemplado un profundo era la maquinaria de la muerte que flotaba bastante por encima de los batallones interminables de hombres avanzando.

Parecían pequeñas islas sobre un disco sostenido por nubes iridiscentes que eran surcadas por relámpagos y las hacía ver asombrosas. Sobre esos discos había soldados preparando cañones de dimensiones nunca vistas. A los lados varias catapultas dispuestas de manera escalonada se tensaban conteniendo calderos de fuego, listas para el asedio.

Las incontables cohortes de soldados caminaban con un paso que retumbaban la tierra y sus largas lanzas las hacían ver como un cepillo de acero descomunal moviéndose por el terreno. Según la necesidad, unas colosales topadoras con palas filosas, arrancaban los árboles de cuajo, muchos de los cuales eran procesados por la retaguardia fabril, tanto para leña de las fogatas nocturnas como para armas portátiles o ingenios de asedio. A su paso el bosque encantado quedaba por completo arrasado, los animales y criaturas mágicas huían de aquel desastre. Una caballería de un millar de soldados, marchaba por detrás y al centro de la masa de los demás hombres, divididos entre: los ligeros para ataques veloces por los flancos con lanzas y artilugios de humo, y una cuarta parte de caballos con cotas de malla y pecheras de láminas de acero superpuestas. Eso caballeros lucían armaduras destellando al sol, como diamantes pulidos, verlos en un ataque en terreno llano era sentir como un rayo refulgente se avecinaba presto a abrazarlo todo.

Bastante por detrás del ejercito humano, cinco arañas descomunales traían en sus lomos a los castillos de invasión, con sus almenas y sus torres, sus barracas y herrerías. Cada vez que los soldados conquistaban un territorio estas bestias panópticas, con peludas patas como columnas si fin, se echaban a dormir dejando a los castillos erigidos sobre promontorios de carne oscura. Los alquimistas habían creado esas horrendas criaturas en sus laboratorios arcanos, y las manipulaban a gusto.

 Los 9 miembros de la Orden de los Alquimistas de las colonias del norte, montados en sus gárgolas de piedra, se distribuían en las divisiones del vasto ejército, siendo Elitreuk Sedious el gran líder. Un meta humano de dos metros cincuenta de estatura, con una enorme joroba que lo hacía ver fiero y encorvado. Siempre encapuchado, de rostro torvo y ojos cómo brasas, con cuatro brazos, dos de los cuales eran injertos mecánicos. Poderoso como la más escabrosa montaña, nadie se atrevía a contradecirlo, ni siquiera los otros ochos miembros de la Orden. A su vez, la gárgola que montaba doblaba en tamaño a las otras, sus pares.

Elitreuk, con determinación de acero, había logrado unir a la gran mayoría de las mega ciudades de los hombres, con el único fin de expandir a la humanidad por las tierras mágicas, esclavizar a las criaturas del bosque encantado y por sobre todo dominar a Los Profundos, para poder así entrar a los planos de existencia que estos manipulaban a su antojo. Se decía que tras esos telones de la realidad se hallaban los prodigios más insospechados, tanto como atrocidades impensadas e indescriptibles. Para La Orden de los Alquimistas conquistar esos poderes era todo un reto, y en esta oportunidad, venían a por todo.

Grupos de  ninfas acompañaban al ejército, ellas no tenían amo ni moral alguna, su instinto era lujurioso y perverso. Tanto podían estar de un bando como del otro, asegurando su supervivencia y persiguiendo intereses creados. Por las noches bailaban desnudas alrededor de las hogueras, y al cobijo de las tiendas, las orgías se desataban sin freno. Algunos de los tantos hombres que sucumbían al inacabable apetito sexual de estas imponentes hembras, terminaban como abono de sus plantaciones de hongos. Esos cuerpos eran el tributo por los servicios maravillosos que las ninfas le daban al ejército de los humanos, quienes habiendo saciado su carne con sexo y sus estómagos con hongos alucinógenos, se entregaban a la batalla buscando la muerte gloriosa.

Llegó una tarde, cuando las primeras filas del aterrador ejército escalaron a la parte alta de una colina, habiendo dejado atrás kilómetros de destrucción de un bosque sin igual. En la cima las cosas se pusieron candentes, una hilera de animales y criaturas del bosque aguardaban para arremeter contra el frente de sus enemigos con determinación.

Los soldados recibieron el embate furioso de centenares de megaterios y tigres dientes de sable, montados por ogros con largas picas o mazos de piedra, que no paraban de sembrar el terror entre los hombres. Aquello fue una tremenda pelea, los soldados una vez recobrados del primer embate, cercaban a los enormes megaterios y los hincaban sin descanso con las filosas lanzas, mientras, y sin desmontar, los ogros impiadosos aplastaban cráneos y arrancaban miembros con imparables golpes de sus mazos. Otros animales del bosque arremetían sin pausa, nubes de cuervos se descolgaban desde los cielos con un gesto de Melkiades que los dirigía como un gran general, estos picoteaban los ojos y rostros de los soldados hasta desfigurarlos y cegarlos, los cuales terminaban deambulando perdidos y aturdidos por el campo de batalla, que se extendía por más de un kilómetro. 

Por su parte, el general Elitreuk Sedious sobrevolaba con su gárgola arrojando lanzas sobre las bestias mágicas con sus cuatro brazos, luego bajaba y las recogía de los cuerpos y las volvía arrojar sin descanso, matando alces, ogros, tigres dientes de sable u osos pardos enardecidos. Si alguien contemplaba ese campo de batalla desde el cielo, lo que vería sería un manchón de sangre y cuerpos despedazados, entre el polvo y el humo de la batalla.

Desde los discos volantes, soportados por nubes iridiscentes, los cañones bramaban y sus obuses caían en la retaguardia de las criaturas del bosque encantado, haciendo saltar por el aire partes de hienas de fauces aterradoras, lobos nómades y castores con el tamaño de vacas y dientes como guillotinas, todos tan despedazados por las explosiones. Como cometas de muerte, los calderos de fuego, no paraban de salir expulsados por las catapultas desde las alturas, a los que Melkiades enfrentaba con sus disparos certeros de viento gélido, desde sus manos a la altura de la cintura, estallándolos en el aire, el fuego líquido resultante caía sobre enemigos y amigos en el extenso escenario de batalla. Dos miembros más de La Orden de los Alquimistas se sumaron a la batalla en el frente causando estragos con las garras rasantes de sus gárgolas graníticas, eso, más el empuje imparable de las lanzas de los soldados, quienes avanzaban como hoplitas griegos formando un puercoespín de puntas brillantes. El avance de los hombres empujó a las criaturas mágicas y a otras bestias contra los flancos abundantes de árboles y allí, apretados contra troncos y ramas entreveradas, muchas vidas terminaron aplastadas.

Melkiades lanzaba rayos de su báculo contra las formaciones humanas abriendo canales de cuerpos quemados hasta ennegrecerlos como carbón, mientras bandadas de grifos atacaban la mortal maquinaria voladora de los hombres, logrando silenciar varios cañones. Muchos cayeron abatidos por lluvias de flechas provenientes de las guarniciones custodiando las catapultas.

El gran Mago luchaba sin descanso usando el poder de su aura como escudo, y sabiendo que Hada y Adrian custodiaban las murallas del castillo, algo lejos de la cruenta batalla.

—Esta vez lo veo mal, mi señor Melkiades, muy mal…—Tan preocupada sonaba la voz del ogro lugarteniente, que logró preocupar al  Gran mago. El sol había pasado su cenit entre  las escasas nubes, y buscaba escabullirse hacia el poniente sin perder fuerza. Por esto la miríada de aros y argollas, que atravesaban la piel ocre del rostro curtido del ogro, relucían dándole un aire de altivez. La punta de sus colmillos inferiores rozaba sus pómulos  al hablar.

—Debemos darles tiempo a los duendes grises, ellos montando libélulas podrán enfrentar a la enorme caballería humana, mi fiel compañero— dijo Melkiades rascándose el largo mentón. Tenía fe en las criaturas del bosque encantado y en su renovado poder, aunque, por más altura a la que se elevase, usando su magia o los ojos de un águila real como suyos propios, no lograba distinguir el final de la horda humana en kilómetros. Era una visión abrumadora y desesperanzadora, solo su corazón enamorado podía resistir tal desgracia arremetiendo como un ciclón de muerte.

— ¡Mira mi señor, los soldados superaron nuestras fuerzas y avanzan a la carrera sobre nuestras segundas líneas! ¡Sus caballos ligeros atacarán los flancos! —El ogro se desesperó, como pocas veces había pasado, ver como perdía la compostura un ser tan duro y ajado en batalla. Realmente aquello pintaba muy mal, los alquimistas sobre sus gárgolas aterrorizaban y abrían criaturas como panes de manteca bajo hierros ardientes.

En ese intenso momento de la salvaje contienda, cuando unos cientos de alces valientes eran arrasados por los soldados humanos con el filo de sus hachas o lanzas, en el fragor de los arcabuces, y ante una imagen dantesca de un bosque orgulloso y mágico ardiendo en llamas y derrumbado; en ese instante de angustia desgarradora, apareció el trovador transformado en una elegante figura de capa larga al viento y cabellos negros flotando como las víboras de una medusa. Su lenta y peluda mula se había vuelto una gorda y gigantesca Rata Blanca corriendo a toda marcha por el llano y hacia la batalla. Walter, el  vistoso trovador, ahora semejaba a un héroe reluciente dispuesto a morir si era preciso. Impetuoso, iba parado a lomos de la rata descomunal, las riendas se sujetaban de su cintura y con sus hábiles dedos ejecutaba una veloz melodía alternando ambos mástiles de su laúd particular. Esa música exquisita obró prodigios, abriendo grietas abismales en el terreno de donde brotaron enormes manos rojas de uñas negras, de esos demonios devastadores del núcleo del planeta. Entre nubes de azufre, chispas y lenguas de lava, se alzaron hacia el cielo, y cayeron tremebundas y pesadas sobre los soldados de los alquimistas, aplastándolos como cucarachas. Mientras otras tomaban puñados de caballería ligera y los estrujaban hasta escurrir sangre y restos por debajo. Las manos infernales no eran tantas pero la destrucción y el espanto que causaron sobre los hombres los hizo retroceder y replantearse como volverían a atacar.

La enorme rata hizo lo suyo también, pudiendo abrir su boca como si de un cocodrilo descomunal se tratase, tragaba hombres enteros con sus cabalgaduras y lanzas inclusive, su pelaje blanco era tan grueso que los disparos de arcabuces no le hacían mella.

— ¡Vaya con este amigo nuevo mi Señor, nos ha salvado el día! —exclamó el ogro recuperando toda compostura.

—Así es mi gran soldado, aunque temo que el poder de su música es finito, como toda magia deberá recargarse para ser usada de nuevo. Es el destino, un trovador y una rata blanca colosal han dado vuelta la batalla. —Luego de esto Melkiades permaneció en silencio, su amada hada estaba a salvo en el castillo, pero ante él había un rio de sangre, cuerpos y destrozos. El bosque encantado mostraba  heridas profundas y no era más que el comienzo de la brutalidad.

Mientras los hombres se retiraban golpeados a reagruparse y descansar, el sol comenzaba su lenta caída junto con las lágrimas del gran mago.


 

V. Decisiones desesperadas

 

 

 

 

 

Durante la noche la batalla fue más horrible que durante el día. La matanza cobró tal horrenda magnitud, que la luna lloraba en el cielo; y la tormenta de su pesar se hacía lluvia que lavaba los cuerpos de los caídos en el extenso y quemado campo de batalla. Corría la sangre tanto de humanos como de criaturas mágicas. Aún en los estados más tristes y oscuros, aquel cuerpo celeste, no podía ser imparcial ni selectivo, tan solo debía observar en lo alto como el juez omnisciente que solía ser.

Desde su torre Melkiades observaba a los castillos de los alquimistas, reclamando la batalla sobre esas lomas de carne peluda de las arañas. Los edificios de piedras generaban corrientes eléctricas que se dispersaban entre la lluvia, lo cual le brindaba el medio idóneo para que los rayos pudieran cubrir amplios radios con el fulgor de la electricidad, iluminando la noche e intimidando a las bestias fantásticas de los bosques: cosa que alentaba a los corazones de los hombres para seguir la cruda batalla. La Orden de los Alquimistas del Norte y los reinos de los humanos eran una alianza letal; se combinaban los estudios arcanos y prohibidos de la Orden, aunados al ingenio maquiavélico y la codicia de los humanos. Juntos habían llevado al Mago de los Bosques al límite de sus posibilidades.

 Cada tanto montado en  una quimera horrorosa, Melkiades sobrevolaba aquel caos de cerca, rozando las copas de los árboles, y cubriéndose con los mismos mientras cuantificaba la masacre y estimaba un plan de contingencia. Pero, por más que se esforzaba… ¡Nada le surgía! El cáncer de la batalla era vasto, y su dolor por el bosque, su bosque, le arrugaba el corazón de una manera tan aguda que lo dejaba sin aliento. Pero no era momento para flaquezas, de hacerlo, todo ese sacrificio habría sido en vano. Lucharía por todo lo que se mantenía en pie en el mágico bosque, y por Hada, la dueña de su corazón.

De pronto, el mago tuvo una idea interesante mientras se alejaba del campo de batalla. Después de un viaje no muy largo, espolió suavemente a la quimera y la obligó a descender; una vez en el suelo se paseó con cautela por los abonados jardines de las ninfas; y con su magia hizo emerger decenas de  hongos de pálidos colores, elevó tantos como su hechicería se lo permitía; luego instó a Colagris, su grotesca quimera, a que lo guiara en un vuelo osado hacia las cercanías de  las montañas peludas. El anciano cerraba sus ojos y se dejaba guiar por el gélido viento de la tormenta que comenzaba, confiando en su bestia fiel, y, con decididos movimientos de sus dedos, arrojaba cada uno de los hongos que flotaban detrás de él. Al mago no le hacía falta ver, pero las pálidas setas impactaban contra los arboles más viejos de esos bosques. Luego de agotar las setas, Melkiades usó su voz más fuerte y resonante para lanzar maldiciones que viajaban en el aire como una vibración  que se colaba entre los huesos de todas las criaturas, hombres y bestias por igual; él se aferró a su báculo con tanta fuerza que temía partirlo, pero eso no lo detuvo hasta que el hechizo ya estuvo listo: de los árboles más ancianos emergía una espesa bruma cargada de un lamento pesado nublando la mente de los soldados. Esto le sirvió también, como cortina para desplazarse entre los campamentos del ejército.

Sin dificultad atravesó el asentamiento de los hombres, y a medida que podía saboteaba a las guarniciones, o encantaba las armaduras para que se volvieran contra sus propios dueños; sin embargo, ninguna de estas tretas de mago improvisado lo acercaba a la victoria, pero servían como distracción hasta acercarse a una de las ocho columnas negras y velludas. Él desmontó la quimera y tocó la pata de la colosal araña, digna de llamarse hija Ungoliant, y lo que sintió fue un pavor tortuoso que circulaba por la criatura como sangre.

— ¡Qué horror Colagris! —exclamó el anciano al saborear todo el dolor e irá de la criatura a través del tacto—. Estás criaturas han tenido peor suerte que ustedes, en sus peores tiempos de esclavitud.

La quimera arrugó, en un gesto incómodo y torcido su rostro de león y escarbó con sus patas de cabra  la tierra.

—Malditos… humanos. Libe-rar-la, libe-rar-la.

— ¡Calma guerrero volador! Entiendo tu posición en ésta lucha titánica,  luego de que tu especie fuese creada por los alquimistas y sus experimentos. Pero esta no es igual a tu pueblo, Señor de Quimeras… ¡Aquí no hay más que ira! No hay pensamiento positivo ni comunión con lo natural.

La criatura se retorció nuevamente, luego serpenteó la cola gris característica de su nombre. Meditó unos instantes y respondió.

— ¡Salvarla... mago! —rugió como un lamento de su interior más piadoso.

La quimera y sus hermanos alguna vez fueron conejillos de indias de los alquimistas. Ellas eran testigos vivientes de las atrocidades que aquellos blasfemos eran capaces de procurar, persiguiendo sus malditos objetivos. Colagris fue uno de los que lograron la Revolución de las Quimeras hace dos centurias, y se liberaron del yugo de la Orden de los Alquimistas del Norte. Los valerosos seres prometieron unir y alzar en revuelta a todos aquellos que estuvieran bajo el influjo de esos nigromantes impiadosos.

El estruendo de la voz de Colagris  alertó a los hombres que custodiaban la zona, y una decena de estos se dispusieron a tantear la niebla para asegurar el perímetro. Cuando se acercaron lo suficiente, uno a uno fueron muriendo; de entre la niebla emergía una criatura que mordía las armaduras de los guerreros, rasgándolas como si fueran hojas secas en del otoño, y así devoraba su carne, bocado tras bocado.

Luego de que la bestia regresara a Melkiades hartada de sangre humana, sin medias tintas siguió su protesta y petición.

— ¡Es imposible, Colagris! Lo que pides no está al alcance de mi poder. —Decir esa frase le trajo el amargo recuerdo de todas las veces que cuestionó a su maestra por pedirle cosas que ella no podía hacer—. Esta carne peluda y maciza no tiene alma, se mueve por el flujo de la ira, la magia negra y el poder arcano.

—Entonces… destu-yela —dijo Colagris entornando sus ojos, mientras lamía la sangre sobre su cuerpo.

Melkiades asumió una postura complicada al torcer la posición de sus piernas y manos, así concentró ambos puños en el lateral derecho de su cintura, cargándolos de energía los usó para golpear la columna negra. En la misma, empezaron a  aparecer betas azules que se abrían paso ascendiendo, hasta perderse de vista; lo que era un negro azabache cubierto de pelo, se hizo pardusco y luego pálido. ColaGris usó el poder de su cola para golpear la columna y esta se destrozó ante ellos. De inmediato emprendieron el vuelo, a su vez que emergía un grito de dolor, la imposible araña trató de acomodar su descomunal masa, para tambalearse y sacudirse. El castillo se mecía en las alturas tormentosas y los hombres caían de las torres; en ese tremendo instante los rayos eléctricos surgían del edificio hasta disiparse. Todo transcurrió de manera caótica  hasta que la araña cesó en su martirio, para caer y cerrar sus patas restantes con fuerza. Una vez que el castillo estuvo en el suelo, de este tronó un tambor grave y poderoso, lo que  retomó el poder para seguir alimentando el influjo mortal de sus rayos. Destruir las abominaciones era necesario, a cualquier precio.

 

 Cuando Melkiades regresó al castillo  la consternación en su mirada no le dio buena espina a su ogro acompañante.

—¿Aún queda esperanza?—preguntó el sirviente buscando aliento.

Melkiades intentó ignorar a la enana criatura, pero este le hizo frente esperando respuesta de su amo.

—No —respondió lleno de incertidumbre.

Melkiades empezó a agitar sus brazos y las nubes del firmamento  emprendieron un lento y constante movimiento con la brisa, en menos de una hora el cielo nocturno estuvo cubierto de nubarrones densos que concentraban la lluvia sobre el inmenso bosque. Solo los fenómenos de los alquimistas propagaban luz por la zona, el resto era absoluta oscuridad.

El mago sacudió sus ropas con fuerza, como quitándose el miedo  de si, luego empezó una búsqueda entre el centenar de cosas mágicas que guardaba en la torre más alta. Sus sentidos estaban aturdidos por los tremebundos acontecimientos, pero  sus manos hurgaron firmes hasta encontrar un monolito en piedra cuya figura era un imposible. Su cuerpo tembló  y vaciló. Tomó aquel artilugio, cerró los ojos, suspiró con fuerza y salió al balcón donde dirigía la batalla.

—¡Señor! —gruñó el ogro— ¡No puede cambiar un mal por otro!

—¡Este fue vencido una vez! —dijo Melkiades con una seguridad fingida, pero sus piernas temblaban incontrolables.

— ¿A qué precio? Esas leyendas aún se cantan y se transmiten de abuelos a nietos… Mi Señor, Melkiades; no puedo permitir que…

Con un gesto firme de su mirada, el mago alejó con magia al ogro, entonces montó a Colagris que lo esperaba impaciente. Pero antes de partir, el ogro guerrero logró decir algo más:

—Piense en Hada, señor… quizás Luna no está viendo la locura que hace, ¡pero yo sí!, Se lo imploro… ¡¡Piense en Hada!!

— ¡Eso hago! —Los ojos de Melkiades se hicieron tristes y sombríos. Bajó la cabeza para meditar con rapidez. — Si no hacemos esto… estamos perdidos —afirmó y luego partió al cielo.

Después de abandonar aquella triste frase en el aire, la quimera y el mago volaron hasta lo alto dónde las nubes los tapaban y la brisa los sacudía con fuerza. El corazón del hechicero latía con desesperación y los terrores se le cruzaban; «Momentos desesperados precisan acciones desesperadas». Se consoló a sí mismo. Debía destruir los castillos desde donde se conducía a las tropas de los hombres y en donde los Alquimistas usaban su magia maldita para sostener la guerra hasta vencer. Él no podía solo, y las criaturas del bosque estaban concentradas en detener el paso de los hombres. Necesitaba caos, algo tan fuerte que destruyera todo a su paso.

Cuando ya estaba lo suficientemente alto, y en el centro en dónde las arañas se habían postrado; dejó caer la estatuilla, y por primera vez en el tiempo que llevaba de vida, le rezó al Dios de sus padres.

 

   Él regresó a su castillo y desde allí contempló en una espera tortuosa. Algunos ogros que le servían lo habían abandonado presa de la desesperación, y sus defensas estaban debilitadas, pero eso, ya pronto, dejaría de ser importante. La batalla pronto llegaría a su fin. Melkiades no culpó a los ogros sirvientes por abandonarlo, pues él también hubiera hecho lo mismo ante tanto abrumador enemigo. De pronto, emergió un rugido que oprimía el pecho de quienes lo escuchaban y una llama violeta envolvió un cuerpo imponente y monstruoso  que se erigía más alto que los árboles más longevos y crecidos del bosque. Patas largas y tentáculos babosos, desde un abominable tronco, estaban destrozando todo lo que estuviera a su paso. El Mago, ante la desesperación, había despertado un horror tan antiguo que el temor a esa cosa  había logrado desaparecer su nombre. Pocos lo recordaban, pero nadie se atrevía a decirlo: Zevach el Insepulto, Dios de toda miseria, amo de la pudrición. Su carne fétida y babosa se alimentaba de la vida que succionaba por las ventosas de sus tentáculos fangosos e irregulares, y los que perecían por él, se volvían bestias putrefactas que quedaban en un letargo de idiotez y servidumbre, para luego dispersar la peste de los no muertos.

   Muchos magos sucumbieron intentando aprisionarlo, pero el caos que la cosa abominable desplegó, no se comparaba con lo que la Orden de los alquimistas podía alcanzar siquiera. Melkiades necesitaba un aliado poderoso contra Elitreuk Sedious y ya no había oportunidad para arrepentirse. Zevach era la perfecta criatura de la destrucción, sin principios ni amos. La podredumbre magna había sido liberada en el campo de batalla.

El Antiguo atacaba y destruía a los hombres y sus maquinarias de guerra con su tromba de tentáculos pegajosos y pestilentes acercándose  a uno de los castillos. De estos mismos empezaron a germinar colores y luminiscencias al firmamento, como prismas  dominados por luces. Las nubes se corrieron lo suficiente para que Luna viera a la monstruosidad liberada. De pronto comenzó una tormenta inclemente, cuya lluvia caía acida y pesada como bulones de hierro, escupidos desde las nubes.  Melkiades se refugió en su torre intentando acallar los crujidos de la muerte. Lejos de la vergüenza que sentía por su truculenta y desesperada solución.

— ¿Que ocurre allá afuera, Gran Mago? —preguntó Hada observando lo estático del ser que amaba, temiendo que la fuerza pudiese abandonar al cuidador del bosque encantado.

— ¿La victoria es digna cuando no es justa? —preguntó él sin moverse.

—No existe ni bien ni mal, solo caminos opuestos —respondió ella mientras daba sutiles pasos en la oscuridad.

— ¿Entonces porque Adrián está llorando en su canto? Puedo oírlo.

—Él es muy sensible, una criatura sin igual… y presiente que algo devastador pasará, aún más terrible de todo lo que hemos visto.

— ¿Acaso existe algo peor que la destrucción de nuestro hogar, nuestro bosque amado?

— ¿Qué clase de preguntas son esas? —cuestionó ella— ¿Que está ocurriendo, Melkiades?, ¡Me estás asustando!

Las pisadas nerviosas del hada cesaron y ella voló hasta posarse junto a su amado, quien volvió a mirarla con dulzura. Los ojos de Hada eran mar de miel y mandarina capaces de calmar un volcán. Melkiades giró su rostro agudo por un segundo y una lágrima rodó por su mejilla.

—Si me cuentas que ocurre, puedo ayudarte, puedo guiarte… consolarte. —Hada tomó el rostro del mago entre sus diminutas y tibias manos, y sus miradas se juntaron en un lazo hermoso y reconfortante.

—Mi único consuelo es que estamos bien, y lo seguiremos estando… todo lo que hago, es por tí, por mí, por nosotros.

De pronto se escuchó un portazo y la brisa fría recorrió los pasillos del castillo apagando las antorchas una a una, dejando un eco tenebroso flotando en el aire, pregonando que el mal acechaba. Una tonada tétrica y disonante viajó con el viento y un Walter famélico con ojos blancos y facciones congeladas se presentó ante ellos. Detrás de sí, una figura fornida se ocultaba en la oscuridad, y una pestilencia latente se acrecentaba en el castillo.

—Debo reconocerlo, mago. Has dado pelea durante mucho tiempo. —De la oscuridad surgieron cuatro brazos que controlaban a Walter como un títere colgando sin oposición alguna  — ¡Pero ya es hora de que esto acabe! —gritó con furia.

Elitreuk arremetió contra Melkiades, al mismo tiempo que controlaba con su malévola magia al trovador para que atacara al hada. Colagris intentó entrar por la ventana, pero una gárgola arremetió contra él e iniciaron una lucha en el aire. A pesar de los esfuerzos de la fornida masa que era Elitreuk Sediuos, Melkiades, desesperado por proteger a su amada, se valía de una fuerza inigualable de hechizos y astucia, sus pases mágicos eran certeros, rápidos y fluidos. Adrian, el poderoso alce de penachos rojos, entró a galope y golpeó al alquimista en la joroba, pero éste lo tomó por su cornamenta y lo arrojó contra los estantes como si lanzará un guijarro insignificante. Hada volaba y esquivaba a Walter, se hicieron amigos y no podía hacerle daño… en eso, la Rata Blanca, cabalgadura del trovador, emergió de las sombras y mordió los brazos de carne y metálicos del alquimista, para liberar al hombre del influjo que lo había esclavizado.

Después de liberar a su títere embrujado y al  tener las cuatro manos libres, Elitreuk Sedious se volvió un contrincante aún más atroz. Luchaba contra Adrián, Melkiades, el hada y la Rata Blanca al mismo tiempo. El alquimista arrojó unos frascos que explotaron y unos ingenios mecánicos, cual máquinas de vapor articuladas, surgieron del humo mágico con gestos lentos y pesados. Eran varias y lograron inmovilizar a la rata a fuerza de descargas eléctricas de sus extraños cuerpos; luego tres de ellas tomaron y doblegaron al alce, dos a Hada, pero Melkiades seguía en lucha. El alquimista sacaba todo su poder a relucir, sus trucos eran vastos.

—Solo vine a observarlo con mis propios ojos… ¡Y es cierto! —Una carcajada retumbó en las paredes como un contrabajo endemoniado que retuerce los corazones—. Así que el gran Melkiades ha logrado aumentar su poder…

Ambos rivales invocaron elementos de la nada misma que chocaban y revoloteaban entre ellos.

—Así que no he venido solo… ¿reconoces ese aroma? —dijo el alquimista con gesto malicioso.

Melkiades se detuvo un instante en la lucha, apuntó el báculo a su enemigo y empezó a saborear el aire… «Pescado podrido…». Se dijo mentalmente.

— ¡Ustedes no pertenecen a ningún bando! —gritó Melkiades y se materializaron siete profundos con sus ojos amarillos y su piel fangosa y fétida, sus cuerpos iban y venían entra la realidad del momento y las otras dimensiones.

—Nadie es imparcial es tiempos de crisis, Melkiades. Ellos obedecen a sus antiguos amos… ¿y que más antiguo que el Insepulto?

Adrian emitió un grito que pulverizó a las máquinas que lo oprimían; pretendió arremeter contra el gigante jorobado alquimista, pero el mago lo frenó.

—¡¡Zevach no obedece a ningún amo!! Una vez liberado solo persigue la destrucción que esté al alcance de su brutalidad.  —espetó Melkiades mientras recuperaba su energía.

— ¡No lo hacía!, Pero ahora es mío… y sus sirvientes responden ante mí. —El gigante alquimista dejó caer una bola de cristal con betas rosadas, la esfera rodó y se acercó a los pies de Melkiades. — Desde allí puedes ver cómo Zevach está aprisionado dentro del sello arcano. Los cinco castillos que los miembros de la Orden  hemos colocado no han sido al azar. ¡Esperábamos este momento! ¡Y ahora tendré el control sobre todas las dimensiones! Controlando al Insepulto y sus esbirros, los profundos. —continuó entusiasmado.

Melkiades apartó la esfera que mostraba a Seviche encerrado en segmentos de estrellas coloradas que surgían de los cinco castillos.

—¡Lárguense a las profundidades! —Melkiades torció  su lengua para a invocar frases gangosas e inentendibles, intentando devolver a los asquerosos profundos a sus fétidas dimensiones.

Los seres de amarillos ojos iridiscentes se alborotaron, pero segundos después se arrodillaron ante Elitreuk Sedious. Melkiades apuntó a uno de ellos con la gema de su báculo, pero ellos sostenían la postura ante el jorobado  gigante.

—¡Mi plan era destruirte!, no lo negaré. —Su sonrisa siniestra emergió de su cara inexpresiva—. Pero luchaste con fuerzas renovadas por el ¿amor? —Se burló, mientras  arremetía con una mirada lasciva contra la desnudez de Hada

— Sabía que en caso de que sobrevivieras al poderoso ungüento que coloqué en tu castillo, lucharías decidido, y como última opción ante nuestro poder, despertarías algo tan peligroso como destructivo… por eso vine preparado. ¡Ahora, por tu arrogancia, serás testigo en tu carne de una tortura eterna! —El alquimista mayor, se regocijaba sin medida, esta vez saboreaba el triunfo en su paladar.

Elitreuk Sedious, el gigante de cuatro brazos,  tremebunda forma del mal que siempre existió, entendía que mientras el amor de Melkiades alimentase su aura, la contienda sería compleja. Con su odio atacó y con el enérgico  movimiento de un solo dedo, bastó para que los profundos se acercaran al hada aprisionada. Melkiades agitó su báculo sin vacilar y tres profundos estallaron regando vísceras y piel de pescado por todos lados, Adrian abatió a tantos como sus patas se lo permitieron, mientras la Rata Blanca destrozaba a uno de los ingenios mecánicos surgidos del vapor, pero, a pesar de la resistencia que todos daban, los profundos sobrevivientes absorbieron el alma de la hermosa Hada para aprisionarla entre dimensiones inexploradas. Fue un jalón espectral terrible, al alma arrancada del cuerpo bello sin misericordia alguna. Melkiades estiro sus brazos intentando de manera desesperada tomar esa delicada esencia vital, para solo alcanzar a sostener el cuerpo inerte de su amada. Desde lo profundo de su desgarrado corazón e interior el Gran Mago del bosque encantado, abrió su boca como si no tuviese articulación alguna, en vez de un alarido de dolor, broto una ráfaga de ardientes luces, que incineraron todo lo maligno a su paso. Elitreuk, el alquimista y general del ejército de los hombres quedo envuelto en llamas pegajosas, que en vano intento luchaba por quitarse de su cuerpo. Corrió presa del ardor buscando huir y atropellando a Walter el trovador que había vuelto en sí. Arrojándose por una alta ventana abovedada aterrizó en el lomo de su gárgola y aún entre llamas se perdió en los cielos nubosos. Fue tan atormentador el dolor del mago, que el grito se transformó en un arma devastadora y lo dejó extenuado, junto a Adrian el alce, quien intentaba con su aliento, revivir a su ama el hada. La Rata Blanca se sacudió restos de cenizas de los ingenios mecánicos pulverizados y se acerco, como fiel cabalgadura, al trovador.

   La inteligencia maligna siempre ha sido poderosa, cosa que  Melkiades subestimó, la Orden de los Alquimistas del Norte jamás había cesado en sus intentos por destronar al mago de su reinado del bosque mágico, ahora, con astucia y malevolencia, el alma pura del ser más bello había sido raptada. Mientras un poderoso mago se desgarraba, un alce descomunal se sentía vulnerable, y un trovador hacía sonar una melodía triste en su laúd, los profundos arrastraban su botín a las catacumbas de lo desconocido. La noche se tornaba tenebrosa y envolvía el castillo del mago en sombras apagadas, todo esto sucedía mientras en el campo de batalla la sangre se volvía ríos espesos y calientes…

El amor no logró sobreponerse al mal… Y así, el hada cayó en ese sueño fatal de no sentir.

 

 

 

 

VI.          Sepulcro en vida

 

 

 

   Ni en los tiempos remotos se dudó de la brutalidad devastadora de Zevach, el insepulto. Tampoco de su inmortalidad. Era la bestia del inframundo más repugnante y aterradora que haya asolado los dominios humanos, el bosque encantado y más allá. La pestilencia que arrastraban sus tentáculos perduraba en la mente de los sobrevivientes, por eso, y otras terribles calamidades, invocarlo no era una opción, ni para el más arrogante mal.

   Si Sedious creyó haberlo apresado, y dominado con la fuerza de sus conjuros y su arcana alquimia, pues no pudo estar más equivocado. El general agonizaba junto a su pétrea gárgola, en un lecho cercano al campo de batalla, junto a otros alquimistas que velaban por él. Moriría en las horas del ocaso, quemado por las llamas de Melkiades, fuego  que aún no terminaba de apagarse de su cuerpo y lo consumía hasta los huesos. Por su parte, Zevach, no solo se liberó del enclave entre castillos, sino que destrozó a las arañas que los soportaban, y pulverizó las murallas de las portentosas edificaciones. La bestia arrogante  de poder se arrastraba arrasando todo lo que le hacía frente, mientras se dirigía a la fortaleza del mago que la había invocado, no precisamente para agradecerle el llamado a ese plano de dimensión, al cual no pertenece.

 

   Melkíades por completo aturdido, ahogaba su dolor en un mosto macerado y atiborrado de alcohol, que ni vino humilde era. Del laúd del trovador, una melodía densa y triste surgía, la cual compungía a los fieles ogros que permanecían en el castillo. Todas las criaturas lloraban, ya sea por el dolor de la guerra, o por la música del trovador adornada con un lamento, en una vibración única, que Adrián entonaba desde un iluminado recinto, mientras acompañaba el cuerpo sin vida de su protegida.

 

   La devastación en los alrededores era absoluta, tanto por las batallas como por el Insepulto desatado. Ya no había ánimo de pelea y ante la muerte del general Sedious, los demás alquimistas sintieron que lo mejor era dejar todo en tablas. Lo que pudiese quedar de las huestes de Melkiades, Zevach, hambriento de destrucción, lo acabaría.

   Fue por la tarde, cuando el sol moría en el anaranjado horizonte, y el silencio que traía la muerte era tan profundo como el gañote de una vaca; así, en el ocaso, apareció Zevach para azotar el casillo con sus fétidos tentáculos. Con cada golpe de la abominación la mampostería se desprendía en trozos enormes, y las columnas y murallas comenzaban a ceder. Ogros y otros seres del bosque arremetían y morían intentando detener al Insepulto, solo la brutal Rata Blanca lograba sangrar el cuerpo del monstruo con cada dentellada.

   Hasta se usaron las catapultas de los ingenios humanos descolgados de los cielos, para arrojar calderos con fuego sobre la cabeza de la criatura. Los leales a Melkiades se valían de cuanto cosa tuviesen a su alcance para abatir a Zevach, pero este bufaba como un minotauro y derrumbaba las torres del castillo una a una.

   Adrián, el magnífico alce de voz encantada, susurró al oído del mago una melodía que invocaba la fuerza de los bosques, el caudal de los ríos, el aleteo constante de las aves y el espíritu de los osos. Esto logró restablecer algo del aura de Melkiades y su poder. Y en memoria de Hada recobró sus fuerzas, lanzando un hechizo por las temblorosas galerías, que aún se mantenían enteras en el castillo. De repente, cientos de armaduras que descansaban sobre las paredes de piedra, cobraron vida. Provistas de filosas alabardas, alfanjes y mazos saltaron por las abovedadas ventanas hacia el cuerpo del Insepulto, y en esa caída fugaz, las armaduras se volvieron rojo ardiente. Algunas atravesaron la carne horripilante de la bestia del inframundo, produciendo tremendas heridas humeantes. Otras, caminaron por sobre el cuerpo de Zevach infringiéndole heridas con sus armas, brotaba un zumo maloliente y negro de cada tajo, y la criatura se revolvía en sí misma. Sería inmortal, pero aquello le estaba doliendo. Cada vez que una armadura era aplastada por un tentáculo, casi al instante, esta, se reconstruía y continuaba la lucha. Aprovechando el asedio al tremebundo monstruo, Walter, con su laúd, invocó una vez más a los demonios de la profunda tierra. Desde cráteres circundando al castillo, aparecieron las manos aterradoras que apresaron a Zevach  y lo arrastraron a un pozo en las entrañas del mundo. Para esto Melkiades uso todo su poder mágico restante, envolviendo al insepulto en nubes de moscas que lo enloquecieron y atormentaron. Siempre se dijo, en torno a hogueras, que para espantar la sola imagen del Insepulto, lo mejor era pensar en moscas.

   Cuando todo acabó, el restante ejército de los hombres se marchaba lejos del bosque encantado, y todo lo que se podía observar en kilómetros era la danza de la muerte y la miseria de los cuerpos destazados por la tierra. El castillo de Melkiades apenas se sostenía en pie y una Rata Blanca había regresado a su forma de mula para reponerse de las heridas. Los ogros cargaban el cuerpo inerte de Hada por los jardines interiores, hacia un lugar donde velarlo por siempre. Su espíritu vagaba apresado en dimensiones que solo los profundos dominaban, su rostro seguiría hundido en el sueño de los mártires.

   Y entre tanta mortandad y dolor, las odas surgieron por los rincones de aquel mundo en conflicto, donde la ambición y la guerra no daban tregua a la esplendida magia de la vida multicolor. Aún con el paso del tiempo, las osamentas y las armaduras herrumbrosas, aterraban a los viajeros, mercaderes y curiosos, que cruzaban el bosque encantado. Mucho tardó el verde en superar el bermellón de la sangre, y mucho padecieron los árboles para sanar sus quemaduras. Después de tanta ave carroñera, hasta el arcoíris temió en mostrarse, y la luna lloró sin consuelo por el quebranto de sus amadas criaturas encantadas. En su argentum piadoso, contuvo las interminables lágrimas de Melkiades, el mago, quien, en su castillo pasaba las noches buscando el poder, que devolviera a su Hada. Su amor, su mirada tan dulce de ayer. Y no paró, desde entonces, buscando la forma de recuperar a la única, que aquel día,  en medio del bosque por fin pudo amar.

Y hoy sabe qué es el amor, y que tendrá fuerzas para soportar aquel conjuro. Sabe que un día verá su dulce Hada llegar, y para siempre con él se quedará.

 

 

 

 

Fin.