La leyenda del el hada de los
bosques y el mago Melkiades
(Homenaje a Rata Blanca)
Y.J. D'AGUIAR
Y
MIGUEL ANGEL FLORES MANZO
La leyenda del hada y el mago
Rata Blanca
Cuenta la historia de un mago
Que un día en su bosque encantado lloró
Porque a pesar de su magia
No había podido encontrar el amor
La luna, su única amiga
Le daba fuerzas para soportar
Todo el dolor que sentía
Por culpa de su tan larga soledad
Es que él sabía muy bien que en su existir
Nunca debía salir de su destino
Si alguien te tiene que amar, ya lo sabrás
Solo tendrás que saber reconocerlo
Fue en una tarde que el mago
Paseando en el bosque la vista cruzó
Con la más dulce mirada
Que en toda su vida jamás conoció
Desde ese mismo momento
El hada y el mago quisieron estar
Solos los dos en el bosque
Amándose siempre y en todo lugar
Y el mal que siempre existió, no soportó
Ver tanta felicidad entre dos seres
Y con su odio atacó, hasta que el hada cayó
En ese sueño fatal de no sentir
En su castillo pasaba
Las noches el mago buscando el poder
Que devolviera a su hada
Su amor, su mirada tan dulce de ayer
Y no paró desde entonces
Buscando la forma de recuperar
A la mujer que aquel día
En medio del bosque por fin pudo amar
Y hoy sabe qué es el amor, y que tendrá
Fuerzas para soportar aquel conjuro
Sabe que un día verá su dulce hada llegar
Y para siempre con él se quedará
I.
Invocando los favores de Luna
Las palabras de Melkiades resonaban en el aire como didgeridoos
guturales rasgando los tímpanos de la realidad. El pulso se le aceleraba, y el
hábito típico de su orden ondeaba ante la furia intermitente del viento
fluyendo conforme al canto del hechizo. Su influjo natural era inigualable y lo
demostró alzando su báculo a lo alto, para que la gema en su punta brillase
hacia un punto del cielo.
La luna empezó a desvanecerse de su enclave mágico entre nubes
pinceladas, dejando la noche oscura ante un único manto de diminutas estrellas
lejanas que destellaban. Tras la oscuridad consumiéndolo todo, surgió una
plateada, etérea, y vaporosa figura femenina en el interior de una botella que
reposaba en el medio de un claro en el bosque, justo en el lugar que Melkiades
siempre usaba como zona de invocación.
— ¿Qué quieres ahora? —preguntó con tono impertinente, la figura de
argentum brillo que flotaba en la botella. — ¿Intentas negar que extrañas
charlar conmigo? —continuó desafiante.
Melkiades, aún jadeante por su esfuerzo, se afirmó en su báculo para
ponerse de pie y acercarse dónde la figura femenina brillaba en medio de la
oscuridad impoluta. Él se detuvo ante la botella y vio como esa niebla plateada
flotaba con la forma de su amiga y maestra a su vez.
— ¡No seas vanidoso, Melkiades! Todos lloran a la luna, suspiran y
suplican mi nombre para que interceda ante aquello que tanto desean… y tú no
eres distinto al resto —lo decía con voz tranquila y segura. Tanto que al mago
le dolía.
Y así era, la luminiscente figura tenía razón. En su forma y
padecimientos mundanos, Melkiades no era distinto a ningún humano que infectase la tierra. No importaban
todos los conocimientos que él había adquirido, ni las aventuras que había
vivido, seguía teniendo las mismas pasiones que cualquier otro humano. Pero,
¿Qué más podía hacer? Los mortales se topaban con el amor durante sus cortas
travesías en la tierra, sin embargo y para su dolor, él llevaba siglos
cumpliendo su deber y no había conseguido a ese ser con el que vivir ese
sentimiento tan puro y profundo como lo es el amor. Algunos han pensado que
podrían alcanzar la felicidad tan solo poseyendo el poder que Melkiades tenía.
¡Ilusos!, Son solo espejismos. El poder conlleva a una responsabilidad, y
evadirla tiene un precio.
— ¿Te quedarás en silencio? —reprochó ella con un poco de incomodidad—,
Creí que me invocabas para hablar, si querías simplemente admirarme, podrías
haberme dejado en el cielo. Y así, no habrían muerto en vano estas criaturas. —
dijo la aparición, mientas gesticulaba con sus manos.
Melkiades caminaba alrededor de la botella, pero la oscuridad a su
alrededor era tan sólida que tropezó con los cadáveres degollados que él mismo
colocó allí para el ritual de invocación.
—Disculpa Luna, mi maestra. Cada vez me cuesta más hacer el ritual para
traerte. Ya no soy el joven de trescientos años que era antes. —habló liberando
una risita estéril.
— ¡Lo sé!, el poder del mago se proyecta a la forma física con la que
me muestro al bajar del cielo. Comprendo tu agotamiento mi querido. Pero
mírame, me tienes contenida en una botella… ¿No te da vergüenza? — la zeta de
la última palabra resonó en la noche como
un chasquido de látigo.
— ¡La vergüenza debería estar contigo, sabes bien que tu fiel aliado
está perdido ante el peso de su desastrosa existencia! He sido el guardián de
este bosque durante tanto tiempo que he podido hacer alianza con casi todas las
criaturas que vuelan, reptan y caminan por aquí... —la voz de Melkiades había
cobrado repentina fuerza.
— Desde el potente Nodius, señor
de los grifos, hasta Nilda, protectora de las ninfas promiscuas, han aceptado
las condiciones de mis leyes. ¡Incluso los reyes de las tierras donde los
hombres habitan!, Han sucumbido ante el rigor de mis tratados. ¿Qué más quieres
de mí? —El dedicado y cansado mago cayó sobre sus rodillas cubriéndose el
rostro anguloso con sus manos.
El brillo emergió de la botella como un volcán de plata, y se
materializó ante él, con la forma de un iracundo rostro brumoso.
—¡¡Tu destino no está atado a mí, solo tu servicio!! —Tres polillas
arrojadas atravesaron el vapor plateado de Luna. Que se distorsionó por unos
instantes y luego retomó su figura imponente—. Melkiades, ¡Me deshonra que
prefieras olvidar lo que te enseñé! Tú sabes que no puedes escapar de tu
destino, estás encadenado a este bosque, y no es por el capricho de la luna,
sino por el precio de tu poder—Luna hablaba con justeza y su brillo se
acentuaba con cada afirmación.
— ¡Un poder que se desvanece al pasar el tiempo, dejándome en la
amargura de esta vida vacía! —Las lágrimas empezaron a correr sobre el arrugado
y puntiagudo rostro de Melkiades—. ¿Cuánto vale mi tortura?, ¿Hasta cuándo
seguirá mi sacrificio?- decía compungido el mago de largas centurias.
— ¿Llamas sacrificio a los siglos disfrutando de los jubilosos juegos
de todas las ninfas con las que te has enredado en el lecho?, ¿A todas las
sensaciones que has experimentado con los brebajes y comidas de la tribu de los
lobos nómadas? ¿O todos los mundos que has visitado junto a los profundos? —La
vaporosa mujercita hablaba haciendo dibujos en el aire con sus manos.
— ¡De qué me sirve haber vivido tanto, si no tengo con quien compartir
mis aventuras! —Dejó escapar un bufido, y arrugó la cara—. Debo sanar mis
heridas yo mismo, y no tengo razón para volver a casa. Lo que cocino sabe a
cenizas, porque no tengo para quien esmerarme. —El mago se lucía verdaderamente
derrumbado, como un castillo castigado por catapultas certeras.
—Lo que pides, querido Melkiades, está fuera del brillo de mi poder.
—Eso es lo mismo que siempre dices
cuando lo que pido no es algo que enriquezca tu vanidad, no comprendo
donde radica tu amistad hacia mí, me haces sentir un desechable servidor a tus
propósitos. —El mago recobraba sus fuerzas y se enardecía.
El brillo de la etérea figura de Luna se desvaneció tras un grito
mágico. Luego la esfera regresaba a su lugar en el cielo y la noche volvió a tener luz. De
pronto, y como una centella, emergió un grito enojado y cargado de soberbia:
'Si alguien te tiene que amar, ¡Ya lo sabrás!, Solo tendrás que saber
reconocerlo'. La voz recia de Luna retumbó entre los árboles, cascadas y
montañas; los animales se agitaron, y las aves nocturnas revolotearon
asustadas.
Melkiades, insatisfecho por el repetido consejo, alzó su báculo y
maldijo en varios idiomas al mismo tiempo. Después de liberar toda la ira que
tenía en su interior, se dispuso a observar con cierta lastima, la obra que
hizo para tener tan infructuosa conversación con la luna, su única amiga. El
sacrificio para invocarla, es el mismo que se describe en el libro sagrado
“Susurros de la noche”, dónde se detalla la cantidad exacta de animales crepusculares,
y la colocación precisa de las vísceras de esos animales en determinados
conjuros. Todas serán hembras, y ninguna deberá estar en gestación. Luego de
contemplar el horror y avergonzarse de sus acciones, abandonó el lugar para no
volver hasta pasados tres meses, cuando
el ritual pueda ser efectuado nuevamente.
Mientras caminaba por la rivera, escuchaba como los lobos astutos se
daban un banquete con las sobras de lo que fue su ritual. Suceso que siempre le
recuerda el equilibrio de la naturaleza, ese delgado y frágil hilo que debe
proteger.
Cuando llegó a su torre vacía, no pudo soportar por más tiempo el dolor
de su corazón y se dejó caer en el suelo ante su escritorio con cientos de
frascos y herramientas. Tras un ataque frenético, él se alejaría de su báculo,
en un intento torpe por abandonar la magia que lleva siglos en su sangre. Se
alejó lo suficiente, y se recostó en la pared de piedra de su habitación, no
podía hacer nada más que llorar. Las lágrimas corrían por todo su rostro
goteando desde el mentón, pero su pena no disminuía ni un ápice de dolor. ¡La
carga sobre sus hombros era desgarradora e insoportable! En un arrebato de
locura, arrasó con todo lo que pudo, arrojó libros, pateó diales, y rompió
artefactos… se sentía asqueado de la magia, pero más sentía asco de sí mismo y
de la promesa que hizo ante Luna cuando apenas era un joven ambicioso.
Se quitó las ropas negras de la Orden de la Luna y las dejó caer sobre
la hoguera con tanta fuerza como podía con sus músculos cansados. Se destacaba
un símbolo que llevan los ropajes de lino en las mangas y en el cuello, los
cuales arderían.
En ropas menores y a paso firme el mago se alejó de la torre en un
intento de dejar todo atrás. Luego se arrojó al río, y dejó que la corriente lo
arrastrara sin rumbo fijo. Durante su travesía a la deriva, recordó lo que se
hallaba olvidado en las cámaras más antiguas de su memoria. Sus padres,
hermanos y antiguos amigos, aquellos que ya no estaban... Tantos siglos habían
pasado y nunca había dedicado verdadero tiempo para añorar su niñez y su
mortalidad. Tanto era su dolor extrañando esas tristes tardes de domingo en las
que iban en familia a la capilla del poblado, donde el fraile Juan iniciaba los
sermones con las aburridas charlas de la creación, el génesis del mundo
conocido. Esa fabulada historia de cómo se construyó la tierra y toda la vida
en una semana. En su niñez, él jamás creyó aquella historia sostenida por los
pelos, y ya de anciano, con tantos conocimientos, le parecía un absurdo
absoluto. «Los humanos no pueden construirse de barro y con soplidos… ¿O sí? » Se dejaba ir en esos pensamientos que no lo
conducían a nada.
Al comprender su paradero
después de un buen rato de ser arrastrado por la constante corriente del rio,
descubrió que estaba en la región sur del bosque, un tranquilo paraje donde los
osos determinan la suerte de sus habitantes.
Melkiades nadaba y nadaba contracorriente buscando la tierra, rodeaba
las rocas que salpicaba agua en todas direcciones. Una camisola fina, larga y
desgastada le cubría su anciano cuerpo. Tan empapado estaba que sus piernas
esqueléticas temblaban por el frío en esos lugares donde pronta llegaría el
alba. Un oso guardián lo vigilaba desde algunos metros, eran custodios de todo
lo que acontecía por aquellos recovecos de la rivera.
Caminando por la orilla, usó su energía poderosa para hacer vibrar su
aura y calentar su cuerpo. Luego buscó una zona de buena arcilla para edificar
en barro a su propia Eva, renegado de todo haría uso de todas sus fuerzas
restantes aunque acelerara su deceso... Rasgó parte de la humedecida camisola
blanca para vestir a la escultura de barro y colocó pequeñas piedras coloridas
para esbozar partes como ojos, nariz, pezones, vagina, ano y uñas. Colocó sus
manos sobre la escultura, cerró los ojos y conjuró con frases oscuras, fuerzas
tenebrosas. Su voz se hizo profunda y densa, alcanzando al oso, merodeándolo.
Sumido en un encantamiento y erguido como un coloso en sus dos patas, se acercó
al mago y con el filo de su garra rasgo su pelambre y carne, hasta bañar con
sangre la estatuilla de barro que Melkiades, con afán, había elaborado. La
figura dio signos de movimiento y el oso guardián aturdido huyó del lugar. El
mago sonreía con delirio y puro agotamiento admirando su obra, su cuerpo
parecía haberse contraído y chupado ante tanto inusitado despliegue de magia
vital.
La Eva de arcilla, que en la transformación había desarrollado el tamaño de una mujer de baja estatura y unas formas femeninas muy
ajustadas, intentó dar un paso al frente a los brazos del hechicero. En ese
instante sus ojos de verdes esmeralda se abrieron asombrados y su carne
chocolate se cuarteó, un millar de fisuras aparecieron en la tierra que formaba
su cuerpo, su rostro transmutó a una vasta expresión de dolor y desesperación;
para que al final, se volviera fragmentos y arcilla ante el mago anciano. Quién
una vez más era vencido por la desesperación y la angustia ante la soledad de
su corazón. Tomó entre sus dedos el polvo de la mujer que intentó crear para
él, y mientras caía desde sus manos al
lecho de la rivera pensó en internar sus huesos de mago anciano en el
bosque profundo y languidecer en soledad allí, entre las criaturas y sus leyes.
II. El bosque desnuda
sus misterios
Melkiades arrastró su miseria fuera de la orilla del río, buscando el
cobijo del bosque. Sólo cubría su cuerpo una sedosa camisola larga, con
cordones cruzados, que ascendían desde el plexo solar hacia el cuello. Sus
largos cabellos ceniza caían en cascado por debajo de sus hombros, haciendo de
su rostro agudo un espectáculo tenebroso cuando la Luna lo alcanzaba con su
brillo en las noches. Ante él se mostraba un bosque cerrado de coníferas
portentosas, arrayanes como venas desnudas buscando el cielo e imponentes
secuoyas más adentro. Un bosque poderoso y encantado digno de las leyendas más
audaces.
El mago abatido avanzaba torpemente sintiendo a las ramas castigarle el
cuerpo. Tropezaba con las raíces y sentía frío, su aura estaba baja y ya no
protegía su cuerpo. La congoja tenía a mal traer toda la humanidad remanente en
el cuerpo de Melkiades. Al llegar a un claro en horas de la siesta, se tumbó
sobre una lisa y plana roca calentada
por el sol. Estaba exhausto y con un
nudo en su garganta. Fue ahí que el mago en el bosque encantado lloró, siendo
tan agónico su sufrimiento que gráciles cervatillos, un casal de mapaches y un
buen puñado de ardillas coloridas lo
cercaron de inmediato para darle energía, ya que él era protector de toda
especie encantada. Al rodearlo los animales emitieron fulgurantes luces que, al
igual que pilas de carne y hueso, lo recargaron al instante. El contacto sexual
con las ninfas para Melkiades era una fuente poderosa de energía, pero no
estaban cerca y no acudirían a ayudarlo. Eran seres bellos y fríos que jamás
despertaron en el mago ningún sentimiento cercano al amor. Así eran las ninfas,
seres hermafroditas que se auto complacían si era preciso o invitaban a los viajeros a sus bacanales en
las aldeas rodeadas de plantaciones de hongos alucinógenos. Muchos humanos
habían muerto en esas fiestas de imposible descripción, ahora sus huesos sirven
como abono de los sembradíos de hongos.
Gran parte de la magia de Mellkiades se encontraba en su báculo el
cual, ante la desazón del momento, fue abandonado en los aposentos protegidos
del castillo. Él había intentado una especie de suicidio arrojándose a las
corrientes del río, como un reflejo de su antigua mortalidad. Aún así, el destino del Mago estaba atado a su promesa
y a una centuria más de servicio. Si bien podría morir ante poderes malignos o
un conciliábulo de criaturas mágicas que se rebelasen contra él, no estaba en
sus posibilidades quitarse la vida.
Melkiades recuperó su tono muscular y varias arrugas desaparecieron de
su cara. Con una rama de tejo improvisó un bastón y retomó su periplo por el
bosque. Su aura lo volvía a proteger a modo de escudo ante el frio y cualquier azote.
Una cohorte de grifos oscureció el cielo. Pasaron raudos y tan juntos
que rozaban sus alas. Hacía más de diez años de la tregua con los humanos, en
las últimas batallas por territorios habían sido diezmados. Se recuperaban
rápido, los grifos eran seres alados imponentes y feroces, pero los humanos
poseían armas novedosas y una astucia que no medía consecuencias. El mayor
enemigo de Melkíades era la Orden de los Alquimistas de las colonias del norte,
quienes, situados más allá de las montañas, intentaban reinar los bosques
mágicos desde tiempos inmemoriales. Tanto Melkiades como los magos anteriores,
uniendo las fuerzas naturales, soportaron el embate de la Orden centuria tras
centuria. El verdadero mal siempre acechaba y los magos, más las criaturas
nobles de los bosques encantados, eran sus rivales a vencer.
La tarde se mostraba benigna y con brillos sanadores cuando el mago
halló varios árboles frutales. Se detuvo
a comer granadas y peras gigantes, disfrutó de esas pulpas jugosas como
el mayor manjar de su existencia. Masticó y chupó hasta saciarse. Su aura se
fortalecía y el poder mágico retornaba a él como un bálsamo.
Sintiendo el bramido de un arroyo cercano, se dirigió hacia allí
internándose en una espesura de árboles bajos, matorrales y zarzas. El viento
de la tarde era suave y templado y los pájaros trinaban y reclamaban sin pausa.
El verde de las hojas era pleno y la algarabía del bosque total.
Al desembarazarse de los matorrales y aparecer en un terreno despejado
cercano al arroyo, Melkiades quedó
azorado ante una visión demasiado maravillosa para ser real. Allí delante, a
unos veinticinco pasos, estaba la
criatura más esquiva del bosque asombroso. Se podía ver sobre sus rodillas,
inclinada como en una reverencia bebiendo agua fresca del cauce. Toda blanca como un tazón de
leche, el hada poseía unas enormes alas plegadas hacia arriba, cuatro en total,
dos nacidas de la zona entre la columna y la escápula y otras dos más chicas
debajo de éstas. Eran alas membranosas y delgadas como las de una libélula.
No fueron las bellas alas lo que dejó estupefacto al mago, ni los
custodios del hada blanquecina: un alce enorme con una cornamenta brutal y
largos penachos cobrizos cayéndole por toda su anatomía o el tigre de dos
cabezas que rugía espantando todo ser vivo. Nada de eso, Melkiades yacía
paralizado por la postura del hada y su desnudez. Ella tenía su cola alzada y
le estaba mostrando su bella intimidad femenina sin quererlo. Toda esa cadera y
muslos blancos contrastando con un bellos púbicos dorados y húmedos destellando
con los haces de luz del sol de la tarde. Esa visión natural y hermosa encendió a Melkiades y su entero
ser; por un poderoso golpe de testosterona, se rejuveneció con la fuerza del
aura y la magia vital. Su corazón se aceleró como el de un depredador en
carrera tras su presa y su piel recobró la tersura en su rostro y manos. En ese
momento no pensó en las bestias que custodiaban al ser más esquivo del bosque y
dio pasos imprudentes acercándose. Fue entonces cuando, del agua brava del
arroyo, surgieron horrendos tentáculos con bocas dentadas como ventosas y
atacaron a los tres seres que estaban en la orilla. El hada alzó vuelo tan
velozmente que el movimiento pareció una desmaterialización. El alce se irguió
en sus patas traseras y con las delanteras pateó con fiereza dos de los
tentáculos que buscaban enrollarlo. El tigre bicéfalo no tuvo nada de suerte y
quedó apresado por uno de los brazos babosos y horrendos, mientras las bocas
con forma de ventosas lo desgarraban. Sus rugidos se fueron ahogando conforme
la lucha se perdía en el agua.
El hada agitaba sus alas rápidamente y más fugaz que un parpadeo se
lanzó desde las alturas, cercenando dos tentáculos que amenazaban al enorme
alce. No necesitó más que su extrema velocidad y sus brazos delgados
extendidos, los cuales actuaron como cuchillas para rebanar a la criatura
monstruosa del río. No obstante, la bestia surgió de las espumosas aguas
mostrando una cabeza lenticular protuberante, plagada de ojos oscuros y
sobresalientes. Sus fauces eran verdaderas repugnancias, entre sus enormes
dientes se veían restos del tigre despedazado. Mientras el hada contemplaba
desde arriba esquivando los tentáculos, el gigante alce emitió un agudo tono de
su garganta poderosa y como una onda de choque dirigida, logró estallar varios
de los ojos de la tremebunda criatura acuática. Melkiades apareció en escena y
con un gesto de sus manos, como quien arroja dos discos medianos desde su
cintura, envió un hechizo en forma de viento gélido que penetró por la boca
abierta del infernal ser y salió por detrás de su cabeza arrastrando materia
verduzca y huesos consigo. La criatura aterradora se desbarató entre la espuma
creando olas en todas direcciones. Pronto la corriente arrastró el tentacular
ser que, sin duda, sería devorado por otras bestias del bosque
encantado.
—Lo has hecho muy bien, mi fiel Adrián…—dijo el haba posando sus
pequeños pies sobre la grava de la orilla. El alce desinfló sus pulmones.
Adrian era un cantante como pocos en el bosque y su voz tenía un registro tan
bello como mortal.
— ¿Quién eres tú, forastero? ¿Acaso el Gran Mago de quien todas las
criaturas hablan? Soy un hada joven que florecí hace veinticuatro primaveras
atrás y como tú sabes no es fácil verme. —La voz del hada se arrastraba por
momentos como una melodía baja que penetraba la carne.
El mago no articulaba palabra, su garganta se había cerrado y su pecho
golpeaba como padrillo ante una tropilla de yeguas corriendo por la planicie.
No podía creer que estaba ante esos ojos de ámbar anaranjado, profundos y
vibrantes, coronados por pestañas tan largas y esplendorosas como ninguna otra
criatura pudiese lucir.
Para Melkiades aquella era la más dulce mirada que en toda su vida
jamás había conocido. Era tan apasionado ese sentimiento que no cabía en él.
Esa hada espigada y blanca como el algodón, de grandes alas de membrana
transparente, con cabellos dorados y penachos cobrizos hasta la cintura, había
flechado su corazón como si una tribu de cupidos lo hubiese usado de diana en sus ejercicios. Su aura estaba tan
encendida que él no lo notó, pero había rejuvenecido notablemente. Sus cabellos
estaban oscurecidos y no mostraba casi arrugas su anguloso rostro de nariz aguileña.
De alguna manera el amor había retornado su potente porte de hombre y su imagen
volvía a ser imponente como en los viejos tiempos.
La boca rosada del hada se movió hacia un lado con la comisura hacía
arriba, en un gesto particular que la embellecía aún más. Ella pensaba algo muy
gracioso « Este tonto tiene ante sí toda mi desnudez, mis tres pechos turgentes
y mi vientre anhelante y esta clavado a mis ojos, sólo a mis ojos »
— ¡Vaya criatura interesante eres tú, gran Mago! —exclamó ella,
agitando su cabellera bicolor al viento
de la tarde maravillosa. Reía. Ambos reían felices.
—Llámame Melkiades, hoy y siempre mi señora. — contestó él mostrando
todo sus dotes de caballero. Entre ambos las miradas eran tan fuertes que
podían derretir el hielo de las montañas del norte hasta hacer cataratas interminables.
Los pájaros cantaban y reclamaban y las hojas de los vastos árboles vibraban de
vida verde, ante un sol que pronto caería en el horizonte violáceo.
Desde ese mismo momento, el hada y el mago quisieron estar solos los
dos en el bosque, amándose siempre y en todo
lugar…El problema era Adrián. Estaba de espaldas contemplando el río, sentado y
con sus patas delanteras cruzadas sobre su pecho y silbando una melodía
bastante particular. Una canción tan veloz y universal que sólo un alce
asombroso y cantante como él podía pronunciar.
III. Regreso al castillo del mago
— ¿Cómo puedo llamarle mi señora? —preguntó Melkiades avergonzado ante
la belleza abrumadora que tenía frente a
sí.
—Llámame simplemente Hada. —Ella se encogió de hombros y sonrío con
gracia.
—Entiendo que quieras mantenerte en anonimato… pero no debes temer de
mí. —Melkiades aclaró su garganta para intentar tapar el nerviosismo que
sofocaba sus pensamientos y se manifestaba físicamente. Hizo una pose gallarda
y prosiguió— Soy el Mago de la Orden de la Luna. Guardián de este bosque y sus
criaturas.
El hada sonreía, achicó sus ojos al mismo tiempo que negaba con la
cabeza. Luego de la sutil negativa, aclaró:
—Mi nombre no puede pronunciarse en lengua común, ni por un vocablo
entendible a los comunes. Solo las hadas somos capaces de proyectar esos
fonemas mágicos de los que depende nuestro mundo. Es por eso, Gran Mago de la
Orden de la Luna, guardián de este bosque y sus criaturas. —Hada remedaba al mago con una voz gruesa y una pose de fortachón
robusto en su diminuta figura. —
Llámame Hada, y con eso será suficiente para mí —concluyó y se acercó a él.
Un silencio se formó entre ellos y la pequeña proximidad que los
separaba. Las tonadas del alce, quien mantenía un paso gracioso, flotaban como
una dulce melodía acunando al tenue sol cayendo tras un paisaje rojizo y
violeta. A medida que la luz se desvanecía, el rostro aguileño de Melkiades se
hacía sobrio y misterioso. Cosa que al hada le generaba extrañas mezclas de
sensaciones dispares como miedo y seguridad, antojo y deseos de volver a sus
dominios ocultos. Algo fascinante que nacía como un hormigueo en los muslos,
cosquillas en las alas, y terminaba como una marea cálida y suave que viajaba
desde su estómago a su entrepierna. Por otra parte, Melkiades no deseaba
pestañar para no perderse la acción de luz en la piel blanquecina del hada;
cuando la oscuridad se instauró, la piel de la hermosa hada resplandecía como
un brillo de luciérnagas, y en sus ojos, aquellos hermosos luceros de miel y
mandarina, reflejaban las estrellas de una forma tan sutil, que no puede ser
comparado con ningún fenómeno mágico o mundano conocido.
El alce Adrián se puso en guardia, y se preparó para acercarse más a la
pareja. A pesar de conocer que estaba interrumpiendo los límites de
acercamiento de su protegida, la noche se estaba haciendo tenebrosa, y ahora
ante la usencia del tigre bicéfalo, la carga de su deber se incrementó
considerablemente. Cuando llegó dónde su señora, descubrió un acto incómodo: el
mago y el hada se estaban besando con ternura. Bastó con raspar el suelo con
sus patas, y acercar su aterciopelada cornamenta a la pareja, para dar a
entender que el tiempo de júbilo había terminado y el deber tenía que
interponerse ante todo.
— ¡Adrián! —Reprochó ella con el cariño que una hija le reclama a un
padre, o un abuelo—. Espero que nos disculpes Melkiades. Pero tenemos cosas que
hacer.
—Discúlpame a mí, gentil hada, yo soy quien está importunando tu labor.
La voz de Melkiades se hizo algo turbia y mezquina, le enojaba
considerar alejarse de aquella hermosa criatura. Sentía que si no estaba junto
a ella, el aire le quemaría los pulmones y sus fuerzas se podrían mermar. Esa
hada maravillosa lo insuflaba de un poder nunca antes sentido en lo profundo de
su cuerpo.
— ¡Oportuna fue tu presencia!, Gran Mago Melkiades. Y te agradezco por
ello. —Ella se acercó a su guardia, y le acarició lentamente la frente. — Pero tenemos ocupaciones que responder, y
reconocemos que tu labor en los bosques encantados te desvía de nuestro camino.
Adrián respondió a la caricia con un suave bufido, y una reverencia
colmada de admiración y gusto. Luego se levantó y se acercó con orgullo a
Melkiades, quien intentaría sobarlo, pero la criatura retrocedió tres pasos de
inmediato.
—Le has caído bien, ¡Adrian es un amargado! — El alce elevó su porte, y
se mantuvo atento con sus oscuros ojos abiertos. Hada se acercó con un suave
vuelo a su servidor y los tres senos en su pecho se pasearon turgentes y
desafiantes con la brisa nocturna. —Me
parece que él se sentiría más seguro si nos acompañas, poderoso mago. — dijo Hada sabiendo que ella también se
sentiría mucho más protegida por aquel hombre que le cortejaba.
Estás últimas palabras desataron una miríada de pensamientos y pasiones
en Melkiades. Él ya había pergeñado una forma de seguirlos y cuidarlos de
manera oculta. Sentía la necesidad de rendir todos sus poderes, pasiones, y
deberes, a Hada: quién había despertado a su corazón por siempre dormido.
—Sería un placer. ¡Pero debo vestir para la ocasión! Si me acompañan a
mi castillo, podré… — De la emoción las palabras y la galantería se le estaban
dificultando al mago, falto del ejercicio del amor.
Adrian asentó con la cabeza, a lo que el hada respondió con una gentil
mirada y se acercó a Melkiades para susurrarle un húmedo y lento gracias al
oído. El mago se sentó de inmediato para tapar la influencia del hada sobre su
cuerpo, para disimular tomó un puñado de la tierra y pretendió dejarla correr
al viento.
—Esta arena me indicará dónde está mi castillo, me siento algo
confundido —mintió él para disimular.
Hada sonrió, le besó la mejilla y con su pierna rozó la entrepierna del
mago intencionalmente. Luego de comprobar su teoría, parada frente a él,
permitió que el rejuvenecido anciano pudiera observar a plenitud el brillo de
sus curvas que se contoneaban con desfachatez ante la noche. Cuando él intentó
tocarla, ella emprendió el vuelo de inmediato y se materializó junto a su
guardián. Tan fugaz fue su movimiento que el mago quedó acariciando el aire.
Durante el camino, Melkiades sentía una vigorosidad que su cuerpo no
había experimentado desde su humana juventud, ya no tenía dolencias y estaba
sonriendo, gesto que ya habían olvidado los músculos de su rostro. No le era
necesario el bastón que improvisó con aquellas ramas de tejo, pero seguía
aferrado a él para demostrar un porte elegante, como de esos caballeros y
señores de ampulosos títulos entrando en las cortes de los hombres. Melkiades
estaba dispuesto a todo lo que estuviese a su alcance para enamorar a Hada, y
hacerle entender que gracias a ella, él sentía todas aquellas sensaciones que
eran propias del amor, vedadas para él por centurias.
Adrián, como buen escolta, no se encontraba al lado del hada, siempre
se le veía de pronto como un celaje a través de los frondosos árboles; tan así
como se le veía, de pronto desaparecía, era parte de su magia como cada
criatura del bosque encantado. Momento que Melkiades aprovechaba para cautivar
a su hermosa acompañante riendo de gozo con las historias que él le narraba,
ella cerraba los ojos con miedo y batía las alas con rapidez en los clímax de
sus desventuras. Si la noche se los permitía, aprovechaban el cobijo de algún
árbol, arbusto o roca, para que sus labios se juntasen y ambos compartieran un
lazo cálido que se hacía cada vez más fuerte para ellos. Las caricias no se
hacían esperar, y entre cada tanto, Melkiades dedicaba unos segundos a apreciar
esos ojos ámbar con rayas y matices naranjas dónde se reflejaba el brillo de
las estrellas del firmamento. Era como una llama que estremecía sus sentidos,
desbocaba su corazón y purificaba su mente de cualquier pensamiento impío. El
mago solo quería que estuvieran solos los dos en el bosque, para amarse siempre
y en todo lugar.
Al acercarse al castillo, un puñado de murciélagos recibieron a
Melkiades chillando con desespero. Los agudos de las criaturas alteraron a
Hada, quien arrugó un poco los ojos y respingó la nariz. El mago agitó su mano
con fuerza y el chillido de los murciélagos enmudeció al instante, algunos
chocaron en su vuelo y cayeron confundidos.
—Ya volví mis pequeños amigos, pero no sean impertinentes. ¿No ven que
lastiman a nuestra acompañante? —
No fue hasta que el hada y el mago ingresaron al castillo, que el sonar
de las criaturas nocturnas volvió para su orientación. Luego, el imponente alce
se sentó frente a la entrada del castillo y dejó escapar hermosos versos que
embriagaban y arrullaban a otros seres naturales que estaban durmiendo.
A medida que caminaban, Melkiades prendía las antorchas del castillo,
la luz del fuego se batía por las cámaras y se apreciaba nuevamente la olvidaba
belleza del pasado de la Orden de la Luna, en todo su esplendor y
magnificencia. Por los imponentes y abovedados pasillos un interminable sequito
de armaduras variopintas escoltaba a la pareja en su solemnidad estática. En la
cámara principal, donde se alzaban cinco chimeneas y nueve escaleras, un tapiz
colgaba con grabados de plata donde se esbozaban las diferentes facetas de la
luna y numerosas runas explicativas.
— ¿Estos han sido tus antepasados? —preguntó Hada con gentileza y
respeto.
—Todos los que han sido Magos del bosque encantado están aquí.
—respondió él con orgullo.
La mano de Melkiades vibraba y todos los bustos de piedra se iluminaron
con el fulgor del la luna. Se podían contar una treintena de esculpidos: todos
sabios y poderosos sirvientes del astro que vigila desde el cielo. En ese
momento una lechuza de gran tamaño descendió y le entregó el báculo, aquél que
Melkiades arrojó con desdén la noche anterior. Al tomarlo, su rostro puntiagudo
se iluminó en contraste a la luz del fuego, luego la camisola que vestía quedó
oculta ante el ropaje negro de su Orden ancestral.
Ante aquella imagen imponente, el hada no podía hacer otra cosa que
contonear su figura y agitar sus alas con soltura, era un acto involuntario, un
reflejo seductor matizado con un dulce pestañar de su mirada. Tan pronto como
Melkiades se había vestido, fue arrebatado de sus ropajes por una seductora
hada atrapada por el deseo y el frenesí de su corazón tan agitado que, más que
un pulso, parecía un ronroneo incesante.
Pronto, el hada y el mago estuvieron sobre el tejado del castillo,
bañados por luz de luna, sus cuerpos desnudos se acurrucaban para sentirse,
ella era entibiada por el aura poderosa del mago y el viento frio resbalaba sin
efecto. Y así transcurrió la noche bajo el manto de la sinfonía nocturna,
acompañada por las melodías de Adrián; que pastaba y cantaba desde los establos.
Cuando el alba se asomó a lo lejos, trajo sorpresas que no podrían ser
evitadas.
IV.
Tormentas de acero
Un solitario trovador llegó a las puertas del castillo a lomos de una
mula de pelaje marrón oscuro y largo. Traía consigo un laúd de doble mástil a
su espalda y un sombrero con un ala larga y en punta, luciendo en su copa una
pluma de faisán muy vistosa.
Era un hombre de mediana edad, alto y delgado, de cabellos azabaches
casi a la cintura y mirada templada. Se notaba cansado bajo los rayos del sol
que despuntaba resplandeciente. Melkiades lo observaba intrigado, sin decir
palabra mientras un ogro sirviente conducía a la mula tomándola de rienda
corta. El animal era manso, pero nunca se sabía con las criaturas del bosque
encantado.
—Soy Walter, el trovador, y vengo de tierras lejanas, ya he cruzado por
los dominios de los hombres. Me temo, mi señor, que traigo malas noticias —El
rostro del músico y cantautor de
historias épicas se mostraba muy compungido.
—Melkiades, se que eres el mago que mantiene en equilibrio a las
poderosas fuerzas del bosque encantado. Que ordenas a sus criaturas y te
manifiestas como un juez de estas tierras mágicas. Gran mago, vengo ante ti
preocupado, una tormenta de ira se aproxima y será devastadora si no tomas recaudos.
—Las últimas palabras de Walter, el trovador, se acentuaron y ese énfasis llego
de pleno al corazón de Melkiades. Presintió una nube negra de muerte cruzando
las montañas, desde las colonias del norte.
Los alquimistas y sus huestes humanas intentarían una vez más avanzar
sobre el bosque encantado para dominarlo.
Walter sentado a la mesa de Melkiades comía de los manjares que un
matrimonio de ogros les servía. Aquellos torpes pero dedicados sirvientes
enanos estaban acompañando al Mago muy
de cerca y desde varios decenios atrás. Cuidaban del castillo manteniendo
lustrosas y aceitadas las abundantes armaduras, revisando las defensas
mecánicas del castillo y además, de todos los quehaceres que implicaban ciertas
rutinas del mago.
Cuando el trovador solitario describió en detalle todo el ejercito que
se avecinaba y como se habían estado preparando por meses, Melkiades quedo
abrumado. Ciertamente la Orden de los Alquimistas estaba al corriente de la
carcoma que horadaba al mago desde hacia tiempo y como eso lo debilitaba.
Valiéndose de uno de los tantos grifos que visitaban el castillo del mago, los
alquimistas lograron untar el alfeizar de las ventanas de los aposentos
principales con el ungüento de la desazón. Esa era una forma de magia muy
oscura que deprimía y secaba el alma del ser al que iba dirigido. Esa cosa
extraña había absorbido la energía vital del mago sumada a su falta de amor, la
receta resultante había sido espantosa. Melkiades no solo bajó de peso y se
envejeció con el paso de los años sino que su aura perdió un gran porcentaje de
su fuerza renovadora. Por eso su magia se empobrecía con el tiempo, y su
corazón se arrugaba en la miseria de su soledad; una desesperación que socavaba
hondo y se reflejaba en la mediocre proyección de Melkiades al intentar invocar
a Luna, su maestra.
Los alquimistas calcularon un posible momento en donde el mago estaría
muy débil, prepararon su ejército para atacar y doblegar al bosque. Ese momento
había llegado según todo lo relatado por Walter, un increíble ejército ya
bajaba de las montañas arrasando el terreno a su paso, como la masa humana imparable que era.
Si bien la amenaza se cernía imponente y en pocos días estaría a las
puertas del castillo, si no se le salía al choque. Algo que desconocía la Orden
de los Alquimistas era el repentino, pero intenso y verdadero, enamoramiento de
Melkiades que trajo consigo la milagrosa restauración de su aura mágica.
El mago, presa de la pasión, se sentía mucho más poderoso que nunca
antes y cuando escuchaba al trovador contar detalles del ejército acercándose,
su puño se cerraba con tanta fuerza, que los nudillos le crujían como ruedas de
carro sobre un empedrado. Melkiades demostraría que la furia de un ser mágico
como él no era para tomar a la ligera.
Días después que los alfeizares fueran limpiados del ungüento maligno,
varios ogros soplaron los colosales cuernos desde las almenas del castillo. Y
con ese profundo sonido las criaturas maravillosas del bosque fueron alertadas
del peligro inminente.
Una avanzada de grifos acudió al llamado y el chillido irregular que
brotaba de sus picos abiertos avisaba lo dispuestos que estaban para la
batalla. Aquellas bestias de los cielos mitad león, mitad águila asustaban en
verdad. Poseían garras capaces de partir a un humano en dos sin mucho trabajo y
picos tan fuertes y puntiagudos que traspasaban escudos y armaduras como un
abrelatas sangriento.
Cada defensa del castillo había sido revisada varias veces y un
centenar de ogros arqueros fabricaban con prisa un refuerzo de flechas de largo
alcance, mientras otro grupo de elite afilaba hachas y alabardas. Estos últimos,
eran los que se infiltraban en las líneas enemigas en ataques sorpresa causando
confusión. Los ogros eran por lo general menores a un metro cincuenta de estatura,
robustos y aguerridos, portaban una coraza de acero reforzado y mágico que
soportaba interminables embates del enemigo. Eran de número reducido los ogros,
comparados a los miles de humanos que se avecinaban, aunque su valía en combate
estaba bien demostrada. Esta vez los humanos traían novedosos ingenios de
asedio y destrucción, el bosque encantado sufriría la contienda más brutal en
centurias.
El primer enfrentamiento se llevó a cabo una mañana brumosa, cuando
despuntaba el alba, entre una avanzada de reconocimiento de un centenar de hombres
bien pertrechados, contra una de las tribus de lobos nómadas, acampados en un
claro extenso del bosque.
Los lobos sorprendidos recibieron una andanada tras otra de dardos
largos de los ballesteros, mientras se agrupaban y erguidos en sus dos patas
arremetían contra los soldados humanos. Aquellas bestias de pelaje duro e
hirsuto de casi tres metros de altura con dientes irregulares, amarillos y
filosos como cuchillas, hacían retroceder a los soldados espantados, siendo
alcanzados en su desprolija huida, por los zarpazos y dentelladas de los depredadores.
Solo algunos canidos terminaron muertos sobre el terreno, los que
tenían tantos dardos clavados como pelos en su cuerpo. Los soldados se
mostraban abiertos en canal por las
garras, y decapitados sin clemencia. El repentino baño de sangre no terminó
bien para ningún bando. Los lobos nómadas estaban en clara desventaja numérica
y las espadas de los hombres y sus arcabuces de múltiples caños fueron mermando
el ataque de los lobos enardecidos. Treinta minutos después la primera
escaramuza de lo que sería la más brutal
batalla del bosque encantado, había concluido con un puñado de hombres apenas
sostenidos en sus piernas temblorosas
y bañados en sangre, con restos de carne
hachada resbalando por sus armaduras verde oliva. La nube de humo que la
pólvora había dejado, sumado al vapor ascendente de la mañana, era tan vasta
que cubría más de la mitad del
descampado. Cuando el grueso del ejército humano llegó al lugar, supo que la
conquista del bosque encantado, como siempre, sería una empresa harto
complicada, a pesar de sus nuevos artilugios mortales.
Un Profundo, en su forma inmaterial y desde un enclave cercano,
contemplaba lo que acontecía. No se acercaba, porque a pesar de su
invisibilidad, su hedor a pescado rancio lo delataría ante los humanos, no así
ante los ogros, que eran seres de muy pobre olfato. Siempre jugando a la neutralidad
y mediando entre planos dimensionales, Los Profundos podían, si lo deseaban, absorber
el espíritu de casi cualquier ser vivo y conducirlo a otros planos diferentes
de existencia; aunque esas prácticas estaban vigiladas por los sentidos alertas
del Gran Mago Melkiades, quien los
destruía sin miramiento si advertía una violación a ciertos tratados milenarios,
que impedían a los Profundos crear un mundo de cascaras vacías, y otro de entes
etéreos, flotando confundidos ante su nueva realidad. No obstante, Los
Profundos, movidos por una idiosincrasia inquieta, propia de su especie,
robaban almas cada vez que podían y la enterraban en planos dimensionales
retorcidos, tan solo para saciar su
morbo y su crueldad.
Algo que jamás había contemplado un profundo era la maquinaria de la
muerte que flotaba bastante por encima de los batallones interminables de
hombres avanzando.
Parecían pequeñas islas sobre un disco sostenido por nubes iridiscentes
que eran surcadas por relámpagos y las hacía ver asombrosas. Sobre esos discos
había soldados preparando cañones de dimensiones nunca vistas. A los lados
varias catapultas dispuestas de manera escalonada se tensaban conteniendo
calderos de fuego, listas para el asedio.
Las incontables cohortes de soldados caminaban con un paso que
retumbaban la tierra y sus largas lanzas las hacían ver como un cepillo de
acero descomunal moviéndose por el terreno. Según la necesidad, unas colosales
topadoras con palas filosas, arrancaban los árboles de cuajo, muchos de los
cuales eran procesados por la retaguardia fabril, tanto para leña de las
fogatas nocturnas como para armas portátiles o ingenios de asedio. A su paso el
bosque encantado quedaba por completo arrasado, los animales y criaturas
mágicas huían de aquel desastre. Una caballería de un millar de soldados, marchaba
por detrás y al centro de la masa de los demás hombres, divididos entre: los
ligeros para ataques veloces por los flancos con lanzas y artilugios de humo, y
una cuarta parte de caballos con cotas de malla y pecheras de láminas de acero
superpuestas. Eso caballeros lucían armaduras destellando al sol, como
diamantes pulidos, verlos en un ataque en terreno llano era sentir como un rayo
refulgente se avecinaba presto a abrazarlo todo.
Bastante por detrás del ejercito humano, cinco arañas descomunales
traían en sus lomos a los castillos de invasión, con sus almenas y sus torres,
sus barracas y herrerías. Cada vez que los soldados conquistaban un territorio
estas bestias panópticas, con peludas patas como columnas si fin, se echaban a
dormir dejando a los castillos erigidos sobre promontorios de carne oscura. Los
alquimistas habían creado esas horrendas criaturas en sus laboratorios arcanos,
y las manipulaban a gusto.
Los 9 miembros de la Orden de
los Alquimistas de las colonias del norte, montados en sus gárgolas de piedra,
se distribuían en las divisiones del vasto ejército, siendo Elitreuk Sedious el
gran líder. Un meta humano de dos metros cincuenta de estatura, con una enorme
joroba que lo hacía ver fiero y encorvado. Siempre encapuchado, de rostro torvo
y ojos cómo brasas, con cuatro brazos, dos de los cuales eran injertos
mecánicos. Poderoso como la más escabrosa montaña, nadie se atrevía a
contradecirlo, ni siquiera los otros ochos miembros de la Orden. A su vez, la
gárgola que montaba doblaba en tamaño a las otras, sus pares.
Elitreuk, con determinación de acero, había logrado unir a la gran
mayoría de las mega ciudades de los hombres, con el único fin de expandir a la
humanidad por las tierras mágicas, esclavizar a las criaturas del bosque
encantado y por sobre todo dominar a Los Profundos, para poder así entrar a los
planos de existencia que estos manipulaban a su antojo. Se decía que tras esos
telones de la realidad se hallaban los prodigios más insospechados, tanto como
atrocidades impensadas e indescriptibles. Para La Orden de los Alquimistas
conquistar esos poderes era todo un reto, y en esta oportunidad, venían a por
todo.
Grupos de ninfas acompañaban al
ejército, ellas no tenían amo ni moral alguna, su instinto era lujurioso y
perverso. Tanto podían estar de un bando como del otro, asegurando su
supervivencia y persiguiendo intereses creados. Por las noches bailaban
desnudas alrededor de las hogueras, y al cobijo de las tiendas, las orgías se
desataban sin freno. Algunos de los tantos hombres que sucumbían al inacabable
apetito sexual de estas imponentes hembras, terminaban como abono de sus
plantaciones de hongos. Esos cuerpos eran el tributo por los servicios
maravillosos que las ninfas le daban al ejército de los humanos, quienes
habiendo saciado su carne con sexo y sus estómagos con hongos alucinógenos, se
entregaban a la batalla buscando la muerte gloriosa.
Llegó una tarde, cuando las primeras filas del aterrador ejército
escalaron a la parte alta de una colina, habiendo dejado atrás kilómetros de
destrucción de un bosque sin igual. En la cima las cosas se pusieron candentes,
una hilera de animales y criaturas del bosque aguardaban para arremeter contra el
frente de sus enemigos con determinación.
Los soldados recibieron el embate furioso de centenares de megaterios y
tigres dientes de sable, montados por ogros con largas picas o mazos de piedra,
que no paraban de sembrar el terror entre los hombres. Aquello fue una tremenda
pelea, los soldados una vez recobrados del primer embate, cercaban a los
enormes megaterios y los hincaban sin descanso con las filosas lanzas, mientras,
y sin desmontar, los ogros impiadosos aplastaban cráneos y arrancaban miembros
con imparables golpes de sus mazos. Otros animales del bosque arremetían sin pausa,
nubes de cuervos se descolgaban desde los cielos con un gesto de Melkiades que
los dirigía como un gran general, estos picoteaban los ojos y rostros de los
soldados hasta desfigurarlos y cegarlos, los cuales terminaban deambulando
perdidos y aturdidos por el campo de batalla, que se extendía por más de un
kilómetro.
Por su parte, el general Elitreuk Sedious sobrevolaba con su gárgola
arrojando lanzas sobre las bestias mágicas con sus cuatro brazos, luego bajaba y
las recogía de los cuerpos y las volvía arrojar sin descanso, matando alces,
ogros, tigres dientes de sable u osos pardos enardecidos. Si alguien
contemplaba ese campo de batalla desde el cielo, lo que vería sería un manchón
de sangre y cuerpos despedazados, entre el polvo y el humo de la batalla.
Desde los discos volantes, soportados por nubes iridiscentes, los
cañones bramaban y sus obuses caían en la retaguardia de las criaturas del
bosque encantado, haciendo saltar por el aire partes de hienas de fauces
aterradoras, lobos nómades y castores con el tamaño de vacas y dientes como
guillotinas, todos tan despedazados por las explosiones. Como cometas de muerte,
los calderos de fuego, no paraban de salir expulsados por las catapultas desde
las alturas, a los que Melkiades enfrentaba con sus disparos certeros de viento
gélido, desde sus manos a la altura de la cintura, estallándolos en el aire, el
fuego líquido resultante caía sobre enemigos y amigos en el extenso escenario
de batalla. Dos miembros más de La Orden de los Alquimistas se sumaron a la
batalla en el frente causando estragos con las garras rasantes de sus gárgolas
graníticas, eso, más el empuje imparable de las lanzas de los soldados, quienes
avanzaban como hoplitas griegos formando un puercoespín de puntas brillantes.
El avance de los hombres empujó a las criaturas mágicas y a otras bestias
contra los flancos abundantes de árboles y allí, apretados contra troncos y
ramas entreveradas, muchas vidas terminaron aplastadas.
Melkiades lanzaba rayos de su báculo contra las formaciones humanas
abriendo canales de cuerpos quemados hasta ennegrecerlos como carbón, mientras
bandadas de grifos atacaban la mortal maquinaria voladora de los hombres,
logrando silenciar varios cañones. Muchos cayeron abatidos por lluvias de
flechas provenientes de las guarniciones custodiando las catapultas.
El gran Mago luchaba sin descanso usando el poder de su aura como
escudo, y sabiendo que Hada y Adrian custodiaban las murallas del castillo,
algo lejos de la cruenta batalla.
—Esta vez lo veo mal, mi señor Melkiades, muy mal…—Tan preocupada
sonaba la voz del ogro lugarteniente, que logró preocupar al Gran mago. El sol había pasado su cenit
entre las escasas nubes, y buscaba
escabullirse hacia el poniente sin perder fuerza. Por esto la miríada de aros y
argollas, que atravesaban la piel ocre del rostro curtido del ogro, relucían
dándole un aire de altivez. La punta de sus colmillos inferiores rozaba sus
pómulos al hablar.
—Debemos darles tiempo a los duendes grises, ellos montando libélulas
podrán enfrentar a la enorme caballería humana, mi fiel compañero— dijo
Melkiades rascándose el largo mentón. Tenía fe en las criaturas del bosque
encantado y en su renovado poder, aunque, por más altura a la que se elevase,
usando su magia o los ojos de un águila real como suyos propios, no lograba
distinguir el final de la horda humana en kilómetros. Era una visión abrumadora
y desesperanzadora, solo su corazón enamorado podía resistir tal desgracia
arremetiendo como un ciclón de muerte.
— ¡Mira mi señor, los soldados superaron nuestras fuerzas y avanzan a
la carrera sobre nuestras segundas líneas! ¡Sus caballos ligeros atacarán los
flancos! —El ogro se desesperó, como pocas veces había pasado, ver como perdía
la compostura un ser tan duro y ajado en batalla. Realmente aquello pintaba muy
mal, los alquimistas sobre sus gárgolas aterrorizaban y abrían criaturas como
panes de manteca bajo hierros ardientes.
En ese intenso momento de la salvaje contienda, cuando unos cientos de
alces valientes eran arrasados por los soldados humanos con el filo de sus
hachas o lanzas, en el fragor de los arcabuces, y ante una imagen dantesca de
un bosque orgulloso y mágico ardiendo en llamas y derrumbado; en ese instante
de angustia desgarradora, apareció el trovador transformado en una elegante
figura de capa larga al viento y cabellos negros flotando como las víboras de
una medusa. Su lenta y peluda mula se había vuelto una gorda y gigantesca Rata
Blanca corriendo a toda marcha por el llano y hacia la batalla. Walter, el vistoso trovador, ahora semejaba a un héroe
reluciente dispuesto a morir si era preciso. Impetuoso, iba parado a lomos de
la rata descomunal, las riendas se sujetaban de su cintura y con sus hábiles
dedos ejecutaba una veloz melodía alternando ambos mástiles de su laúd
particular. Esa música exquisita obró prodigios, abriendo grietas abismales en
el terreno de donde brotaron enormes manos rojas de uñas negras, de esos
demonios devastadores del núcleo del planeta. Entre nubes de azufre, chispas y
lenguas de lava, se alzaron hacia el cielo, y cayeron tremebundas y pesadas
sobre los soldados de los alquimistas, aplastándolos como cucarachas. Mientras
otras tomaban puñados de caballería ligera y los estrujaban hasta escurrir
sangre y restos por debajo. Las manos infernales no eran tantas pero la
destrucción y el espanto que causaron sobre los hombres los hizo retroceder y
replantearse como volverían a atacar.
La enorme rata hizo lo suyo también, pudiendo abrir su boca como si de
un cocodrilo descomunal se tratase, tragaba hombres enteros con sus
cabalgaduras y lanzas inclusive, su pelaje blanco era tan grueso que los
disparos de arcabuces no le hacían mella.
— ¡Vaya con este amigo nuevo mi Señor, nos ha salvado el día! —exclamó
el ogro recuperando toda compostura.
—Así es mi gran soldado, aunque temo que el poder de su música es
finito, como toda magia deberá recargarse para ser usada de nuevo. Es el
destino, un trovador y una rata blanca colosal han dado vuelta la batalla. —Luego
de esto Melkiades permaneció en silencio, su amada hada estaba a salvo en el
castillo, pero ante él había un rio de sangre, cuerpos y destrozos. El bosque
encantado mostraba heridas profundas y
no era más que el comienzo de la brutalidad.
Mientras los hombres se retiraban golpeados a reagruparse y descansar,
el sol comenzaba su lenta caída junto con las lágrimas del gran mago.
V. Decisiones desesperadas
Durante la noche la batalla fue más horrible que durante el día. La matanza
cobró tal horrenda magnitud, que la luna lloraba en el cielo; y la tormenta de
su pesar se hacía lluvia que lavaba los cuerpos de los caídos en el extenso y
quemado campo de batalla. Corría la sangre tanto de humanos como de criaturas
mágicas. Aún en los estados más tristes y oscuros, aquel cuerpo celeste, no podía
ser imparcial ni selectivo, tan solo debía observar en lo alto como el juez
omnisciente que solía ser.
Desde su torre Melkiades observaba a los castillos
de los alquimistas, reclamando la batalla sobre esas lomas de carne peluda de
las arañas. Los edificios de piedras generaban corrientes eléctricas que se dispersaban
entre la lluvia, lo cual le brindaba el medio idóneo para que los rayos
pudieran cubrir amplios radios con el fulgor de la electricidad, iluminando la
noche e intimidando a las bestias fantásticas de los bosques: cosa que alentaba
a los corazones de los hombres para seguir la cruda batalla. La Orden de los Alquimistas
del Norte y los reinos de los humanos eran una alianza letal; se combinaban los
estudios arcanos y prohibidos de la Orden, aunados al ingenio maquiavélico y la
codicia de los humanos. Juntos habían llevado al Mago de los Bosques al límite
de sus posibilidades.
Cada
tanto montado en una quimera horrorosa,
Melkiades sobrevolaba aquel caos de cerca, rozando las copas de los árboles, y
cubriéndose con los mismos mientras cuantificaba la masacre y estimaba un plan
de contingencia. Pero, por más que se esforzaba… ¡Nada le surgía! El cáncer de
la batalla era vasto, y su dolor por el bosque, su bosque, le arrugaba el corazón
de una manera tan aguda que lo dejaba sin aliento. Pero no era momento para
flaquezas, de hacerlo, todo ese sacrificio habría sido en vano. Lucharía por
todo lo que se mantenía en pie en el mágico bosque, y por Hada, la dueña de su
corazón.
De pronto, el mago tuvo una idea interesante mientras se alejaba del
campo de batalla. Después de un viaje no muy largo, espolió suavemente a la
quimera y la obligó a descender; una vez en el suelo se paseó con cautela por
los abonados jardines de las ninfas; y con su magia hizo
emerger decenas de hongos de pálidos
colores, elevó tantos como su hechicería se lo permitía; luego instó a Colagris,
su grotesca quimera, a que lo guiara en un vuelo osado hacia las cercanías de las montañas peludas. El anciano cerraba sus
ojos y se dejaba guiar por el gélido viento de la tormenta que comenzaba,
confiando en su bestia fiel, y, con decididos movimientos de sus dedos,
arrojaba cada uno de los hongos que flotaban detrás de él. Al mago no le hacía
falta ver, pero las pálidas setas impactaban contra los arboles más viejos de
esos bosques. Luego de agotar las setas, Melkiades usó su voz más fuerte y
resonante para lanzar maldiciones que viajaban en el aire como una vibración que se colaba entre los huesos de todas las
criaturas, hombres y bestias por igual; él se aferró a su báculo con tanta
fuerza que temía partirlo, pero eso no lo detuvo hasta que el hechizo ya estuvo
listo: de los árboles más ancianos emergía una espesa bruma cargada de un
lamento pesado nublando la mente de los soldados. Esto le sirvió también, como
cortina para desplazarse entre los campamentos del ejército.
Sin dificultad atravesó el asentamiento de los
hombres, y a medida que podía saboteaba a las guarniciones, o encantaba las
armaduras para que se volvieran contra sus propios dueños; sin embargo, ninguna
de estas tretas de mago improvisado lo acercaba a la victoria, pero servían
como distracción hasta acercarse a una de las ocho columnas negras y velludas.
Él desmontó la quimera y tocó la pata de la colosal araña, digna de llamarse
hija Ungoliant, y lo que sintió fue un pavor tortuoso que circulaba por la
criatura como sangre.
— ¡Qué horror Colagris! —exclamó el anciano al
saborear todo el dolor e irá de la criatura a través del tacto—. Estás
criaturas han tenido peor suerte que ustedes, en sus peores tiempos de
esclavitud.
La quimera arrugó, en un gesto incómodo y
torcido su rostro de león y escarbó con sus patas de cabra la tierra.
—Malditos… humanos. Libe-rar-la, libe-rar-la.
— ¡Calma guerrero volador! Entiendo tu posición en
ésta lucha titánica, luego de que tu
especie fuese creada por los alquimistas y sus experimentos. Pero esta no es
igual a tu pueblo, Señor de Quimeras… ¡Aquí no hay más que ira! No hay
pensamiento positivo ni comunión con lo natural.
La criatura se retorció nuevamente, luego
serpenteó la cola gris característica de su nombre. Meditó unos instantes y
respondió.
— ¡Salvarla... mago! —rugió como un lamento de
su interior más piadoso.
La quimera y sus hermanos alguna vez fueron conejillos
de indias de los alquimistas. Ellas eran testigos vivientes de las atrocidades
que aquellos blasfemos eran capaces de procurar, persiguiendo sus malditos
objetivos. Colagris fue uno de los que lograron la Revolución de las Quimeras
hace dos centurias, y se liberaron del yugo de la Orden de los Alquimistas del
Norte. Los valerosos seres prometieron unir y alzar en revuelta a todos
aquellos que estuvieran bajo el influjo de esos nigromantes impiadosos.
El estruendo de la voz de Colagris alertó a los hombres que custodiaban la zona,
y una decena de estos se dispusieron a tantear la niebla para asegurar el
perímetro. Cuando se acercaron lo suficiente, uno a uno fueron muriendo; de entre
la niebla emergía una criatura que mordía las armaduras de los guerreros, rasgándolas
como si fueran hojas secas en del otoño, y así devoraba su carne, bocado tras
bocado.
Luego de que la bestia regresara a Melkiades hartada de sangre humana, sin
medias tintas siguió su protesta y petición.
— ¡Es imposible, Colagris! Lo que pides no está
al alcance de mi poder. —Decir esa frase le trajo el amargo recuerdo de todas
las veces que cuestionó a su maestra por pedirle cosas que ella no podía
hacer—. Esta carne peluda y maciza no tiene alma, se mueve por el flujo de la
ira, la magia negra y el poder arcano.
—Entonces… destu-yela —dijo Colagris entornando
sus ojos, mientras lamía la sangre sobre su cuerpo.
Melkiades asumió una postura complicada al torcer
la posición de sus piernas y manos, así concentró ambos puños en el lateral
derecho de su cintura, cargándolos de energía los usó para golpear la columna
negra. En la misma, empezaron a aparecer
betas azules que se abrían paso ascendiendo, hasta perderse de vista; lo que era
un negro azabache cubierto de pelo, se hizo pardusco y luego pálido. ColaGris
usó el poder de su cola para golpear la columna y esta se destrozó ante ellos.
De inmediato emprendieron el vuelo, a su vez que emergía un grito de dolor, la imposible
araña trató de acomodar su descomunal masa, para tambalearse y sacudirse. El
castillo se mecía en las alturas tormentosas y los hombres caían de las torres;
en ese tremendo instante los rayos eléctricos surgían del edificio hasta
disiparse. Todo transcurrió de manera caótica hasta que la araña cesó en su martirio, para
caer y cerrar sus patas restantes con fuerza. Una vez que el castillo estuvo en
el suelo, de este tronó un tambor grave y poderoso, lo que retomó el poder para seguir alimentando el
influjo mortal de sus rayos. Destruir las abominaciones era necesario, a
cualquier precio.
Cuando Melkiades regresó al castillo la consternación en su mirada no le dio buena
espina a su ogro acompañante.
—¿Aún queda esperanza?—preguntó el sirviente
buscando aliento.
Melkiades intentó ignorar a la enana criatura,
pero este le hizo frente esperando respuesta de su amo.
—No —respondió lleno de incertidumbre.
Melkiades empezó a agitar sus brazos y las nubes
del firmamento emprendieron un lento y
constante movimiento con la brisa, en menos de una hora el cielo nocturno
estuvo cubierto de nubarrones densos que concentraban la lluvia sobre el
inmenso bosque. Solo los fenómenos de los alquimistas propagaban luz por la
zona, el resto era absoluta oscuridad.
El mago sacudió sus ropas con fuerza, como
quitándose el miedo de si, luego empezó
una búsqueda entre el centenar de cosas mágicas que guardaba en la torre más
alta. Sus sentidos estaban aturdidos por los tremebundos acontecimientos, pero sus manos hurgaron firmes hasta encontrar un
monolito en piedra cuya figura era un imposible. Su cuerpo tembló y vaciló. Tomó aquel artilugio, cerró los
ojos, suspiró con fuerza y salió al balcón donde dirigía la batalla.
—¡Señor! —gruñó el ogro— ¡No puede cambiar un
mal por otro!
—¡Este fue vencido una vez! —dijo Melkiades con
una seguridad fingida, pero sus piernas temblaban incontrolables.
— ¿A qué precio? Esas leyendas aún se cantan y
se transmiten de abuelos a nietos… Mi Señor, Melkiades; no puedo permitir que…
Con un gesto firme de su mirada, el mago alejó
con magia al ogro, entonces montó a Colagris que lo esperaba impaciente. Pero
antes de partir, el ogro guerrero logró decir algo más:
—Piense en Hada, señor… quizás Luna no está viendo
la locura que hace, ¡pero yo sí!, Se lo imploro… ¡¡Piense en Hada!!
— ¡Eso hago! —Los ojos de Melkiades se hicieron
tristes y sombríos. Bajó la cabeza para meditar con rapidez. — Si no hacemos
esto… estamos perdidos —afirmó y luego partió al cielo.
Después de abandonar aquella triste frase en el
aire, la quimera y el mago volaron hasta lo alto dónde las nubes los tapaban y
la brisa los sacudía con fuerza. El corazón del hechicero latía con desesperación
y los terrores se le cruzaban; «Momentos desesperados precisan acciones
desesperadas». Se consoló a sí mismo. Debía destruir los castillos desde donde
se conducía a las tropas de los hombres y en donde los Alquimistas usaban su magia
maldita para sostener la guerra hasta vencer. Él no podía solo, y las criaturas
del bosque estaban concentradas en detener el paso de los hombres. Necesitaba
caos, algo tan fuerte que destruyera todo a su paso.
Cuando ya estaba
lo suficientemente alto, y en el centro en dónde las arañas se habían postrado;
dejó caer la estatuilla, y por primera vez en el tiempo que llevaba de vida, le
rezó al Dios de sus padres.
Él regresó a su castillo y desde allí
contempló en una espera tortuosa. Algunos ogros que le servían lo habían
abandonado presa de la desesperación, y sus defensas estaban debilitadas, pero
eso, ya pronto, dejaría de ser importante. La batalla pronto llegaría a su fin.
Melkiades no culpó a los ogros sirvientes por abandonarlo, pues él también
hubiera hecho lo mismo ante tanto abrumador enemigo. De pronto, emergió un
rugido que oprimía el pecho de quienes lo escuchaban y una llama violeta
envolvió un cuerpo imponente y monstruoso que se erigía más alto que los árboles más
longevos y crecidos del bosque. Patas largas y tentáculos babosos, desde un
abominable tronco, estaban destrozando todo lo que estuviera a su paso. El
Mago, ante la desesperación, había despertado un horror tan antiguo que el
temor a esa cosa había logrado
desaparecer su nombre. Pocos lo recordaban, pero nadie se atrevía a decirlo:
Zevach el Insepulto, Dios de toda miseria, amo de la pudrición. Su carne fétida
y babosa se alimentaba de la vida que succionaba por las ventosas de sus
tentáculos fangosos e irregulares, y los que perecían por él, se volvían
bestias putrefactas que quedaban en un letargo de idiotez y servidumbre, para luego
dispersar la peste de los no muertos.
Muchos magos sucumbieron intentando
aprisionarlo, pero el caos que la cosa abominable desplegó, no se comparaba con
lo que la Orden de los alquimistas podía alcanzar siquiera. Melkiades necesitaba
un aliado poderoso contra Elitreuk Sedious y ya no había oportunidad para
arrepentirse. Zevach era la perfecta criatura de la destrucción, sin principios
ni amos. La podredumbre magna había sido liberada en el campo de batalla.
El Antiguo atacaba y destruía a los hombres y
sus maquinarias de guerra con su tromba de tentáculos pegajosos y pestilentes acercándose
a uno de los castillos. De estos mismos empezaron
a germinar colores y luminiscencias al firmamento, como prismas dominados por luces. Las nubes se corrieron lo
suficiente para que Luna viera a la monstruosidad liberada. De pronto comenzó una
tormenta inclemente, cuya lluvia caía acida y pesada como bulones de hierro,
escupidos desde las nubes. Melkiades se
refugió en su torre intentando acallar los crujidos de la muerte. Lejos de la
vergüenza que sentía por su truculenta y desesperada solución.
— ¿Que ocurre allá afuera, Gran Mago? —preguntó
Hada observando lo estático del ser que amaba, temiendo que la fuerza pudiese
abandonar al cuidador del bosque encantado.
— ¿La victoria es digna cuando no es justa?
—preguntó él sin moverse.
—No existe ni bien ni mal, solo caminos opuestos
—respondió ella mientras daba sutiles pasos en la oscuridad.
— ¿Entonces porque Adrián está llorando en su
canto? Puedo oírlo.
—Él es muy sensible, una criatura sin igual… y
presiente que algo devastador pasará, aún más terrible de todo lo que hemos
visto.
— ¿Acaso existe algo peor que la destrucción de
nuestro hogar, nuestro bosque amado?
— ¿Qué clase de preguntas son esas? —cuestionó
ella— ¿Que está ocurriendo, Melkiades?, ¡Me estás asustando!
Las pisadas nerviosas del hada cesaron y ella
voló hasta posarse junto a su amado, quien volvió a mirarla con dulzura. Los
ojos de Hada eran mar de miel y mandarina capaces de calmar un volcán.
Melkiades giró su rostro agudo por un segundo y una lágrima rodó por su
mejilla.
—Si me cuentas que ocurre, puedo ayudarte, puedo
guiarte… consolarte. —Hada tomó el rostro del mago entre sus diminutas y tibias
manos, y sus miradas se juntaron en un lazo hermoso y reconfortante.
—Mi único consuelo es que estamos bien, y lo
seguiremos estando… todo lo que hago, es por tí, por mí, por nosotros.
De pronto se escuchó un portazo y la brisa fría
recorrió los pasillos del castillo apagando las antorchas una a una, dejando un
eco tenebroso flotando en el aire, pregonando que el mal acechaba. Una tonada
tétrica y disonante viajó con el viento y un Walter famélico con ojos blancos y
facciones congeladas se presentó ante ellos. Detrás de sí, una figura fornida
se ocultaba en la oscuridad, y una pestilencia latente se acrecentaba en el
castillo.
—Debo reconocerlo, mago. Has dado pelea durante
mucho tiempo. —De la oscuridad surgieron cuatro brazos que controlaban a Walter
como un títere colgando sin oposición alguna
— ¡Pero ya es hora de que esto acabe! —gritó con furia.
Elitreuk arremetió contra Melkiades, al mismo
tiempo que controlaba con su malévola magia al trovador para que atacara al
hada. Colagris intentó entrar por la ventana, pero una gárgola arremetió contra
él e iniciaron una lucha en el aire. A pesar de los esfuerzos de la fornida
masa que era Elitreuk Sediuos, Melkiades, desesperado por proteger a su amada,
se valía de una fuerza inigualable de hechizos y astucia, sus pases mágicos
eran certeros, rápidos y fluidos. Adrian, el poderoso alce de penachos rojos, entró
a galope y golpeó al alquimista en la joroba, pero éste lo tomó por su
cornamenta y lo arrojó contra los estantes como si lanzará un guijarro
insignificante. Hada volaba y esquivaba a Walter, se hicieron amigos y no podía
hacerle daño… en eso, la Rata Blanca, cabalgadura del trovador, emergió de las
sombras y mordió los brazos de carne y metálicos del alquimista, para liberar
al hombre del influjo que lo había esclavizado.
Después de liberar a su títere embrujado y al tener las cuatro manos libres, Elitreuk Sedious
se volvió un contrincante aún más atroz. Luchaba contra Adrián, Melkiades, el
hada y la Rata Blanca al mismo tiempo. El alquimista arrojó unos frascos que
explotaron y unos ingenios mecánicos, cual máquinas de vapor articuladas, surgieron
del humo mágico con gestos lentos y pesados. Eran varias y lograron inmovilizar
a la rata a fuerza de descargas eléctricas de sus extraños cuerpos; luego tres
de ellas tomaron y doblegaron al alce, dos a Hada, pero Melkiades seguía en
lucha. El alquimista sacaba todo su poder a relucir, sus trucos eran vastos.
—Solo vine a observarlo con mis propios ojos… ¡Y
es cierto! —Una carcajada retumbó en las paredes como un contrabajo endemoniado
que retuerce los corazones—. Así que el gran Melkiades ha logrado aumentar su
poder…
Ambos rivales invocaron elementos de la nada
misma que chocaban y revoloteaban entre ellos.
—Así que no he venido solo… ¿reconoces ese
aroma? —dijo el alquimista con gesto malicioso.
Melkiades se detuvo un instante en la lucha,
apuntó el báculo a su enemigo y empezó a saborear el aire… «Pescado podrido…». Se
dijo mentalmente.
— ¡Ustedes no pertenecen a ningún bando! —gritó
Melkiades y se materializaron siete profundos con sus ojos amarillos y su piel
fangosa y fétida, sus cuerpos iban y venían entra la realidad del momento y las
otras dimensiones.
—Nadie es imparcial es tiempos de crisis,
Melkiades. Ellos obedecen a sus antiguos amos… ¿y que más antiguo que el
Insepulto?
Adrian emitió un grito que pulverizó a las
máquinas que lo oprimían; pretendió arremeter contra el gigante jorobado
alquimista, pero el mago lo frenó.
—¡¡Zevach no obedece a ningún amo!! Una vez
liberado solo persigue la destrucción que esté al alcance de su
brutalidad. —espetó Melkiades mientras
recuperaba su energía.
— ¡No lo hacía!, Pero ahora es mío… y sus
sirvientes responden ante mí. —El gigante alquimista dejó caer una bola de cristal
con betas rosadas, la esfera rodó y se acercó a los pies de Melkiades. — Desde
allí puedes ver cómo Zevach está aprisionado dentro del sello arcano. Los cinco
castillos que los miembros de la Orden hemos colocado no han sido al azar. ¡Esperábamos
este momento! ¡Y ahora tendré el control sobre todas las dimensiones!
Controlando al Insepulto y sus esbirros, los profundos. —continuó entusiasmado.
Melkiades apartó la esfera que mostraba a Seviche
encerrado en segmentos de estrellas coloradas que surgían de los cinco
castillos.
—¡Lárguense a las profundidades! —Melkiades
torció su lengua para a invocar frases
gangosas e inentendibles, intentando devolver a los asquerosos profundos a sus
fétidas dimensiones.
Los seres de amarillos ojos iridiscentes se alborotaron,
pero segundos después se arrodillaron ante Elitreuk Sedious. Melkiades apuntó a
uno de ellos con la gema de su báculo, pero ellos sostenían la postura ante el
jorobado gigante.
—¡Mi plan era destruirte!, no lo negaré. —Su
sonrisa siniestra emergió de su cara inexpresiva—. Pero luchaste con fuerzas
renovadas por el ¿amor? —Se burló, mientras arremetía con una mirada lasciva contra la
desnudez de Hada
— Sabía que en caso de que sobrevivieras al poderoso ungüento que
coloqué en tu castillo, lucharías decidido, y como última opción ante nuestro
poder, despertarías algo tan peligroso como destructivo… por eso vine
preparado. ¡Ahora, por tu arrogancia, serás testigo en tu carne de una tortura
eterna! —El alquimista mayor, se regocijaba sin medida, esta vez saboreaba el
triunfo en su paladar.
Elitreuk Sedious, el gigante de cuatro brazos, tremebunda forma del mal que siempre existió,
entendía que mientras el amor de Melkiades alimentase su aura, la contienda
sería compleja. Con su odio atacó y con el enérgico movimiento de un solo dedo, bastó para que los
profundos se acercaran al hada aprisionada. Melkiades agitó su báculo sin
vacilar y tres profundos estallaron regando vísceras y piel de pescado por
todos lados, Adrian abatió a tantos como sus patas se lo permitieron, mientras
la Rata Blanca destrozaba a uno de los ingenios mecánicos surgidos del vapor,
pero, a pesar de la resistencia que todos daban, los profundos sobrevivientes absorbieron
el alma de la hermosa Hada para aprisionarla entre dimensiones inexploradas. Fue
un jalón espectral terrible, al alma arrancada del cuerpo bello sin
misericordia alguna. Melkiades estiro sus brazos intentando de manera
desesperada tomar esa delicada esencia vital, para solo alcanzar a sostener el
cuerpo inerte de su amada. Desde lo profundo de su desgarrado corazón e
interior el Gran Mago del bosque encantado, abrió su boca como si no tuviese
articulación alguna, en vez de un alarido de dolor, broto una ráfaga de
ardientes luces, que incineraron todo lo maligno a su paso. Elitreuk, el
alquimista y general del ejército de los hombres quedo envuelto en llamas
pegajosas, que en vano intento luchaba por quitarse de su cuerpo. Corrió presa
del ardor buscando huir y atropellando a Walter el trovador que había vuelto en
sí. Arrojándose por una alta ventana abovedada aterrizó en el lomo de su
gárgola y aún entre llamas se perdió en los cielos nubosos. Fue tan
atormentador el dolor del mago, que el grito se transformó en un arma
devastadora y lo dejó extenuado, junto a Adrian el alce, quien intentaba con su
aliento, revivir a su ama el hada. La Rata Blanca se sacudió restos de cenizas
de los ingenios mecánicos pulverizados y se acerco, como fiel cabalgadura, al
trovador.
La inteligencia maligna siempre ha sido poderosa,
cosa que Melkiades subestimó, la Orden
de los Alquimistas del Norte jamás había cesado en sus intentos por destronar
al mago de su reinado del bosque mágico, ahora, con astucia y malevolencia, el
alma pura del ser más bello había sido raptada. Mientras un poderoso mago se
desgarraba, un alce descomunal se sentía vulnerable, y un trovador hacía sonar
una melodía triste en su laúd, los profundos arrastraban su botín a las
catacumbas de lo desconocido. La noche se tornaba tenebrosa y envolvía el
castillo del mago en sombras apagadas, todo esto sucedía mientras en el campo
de batalla la sangre se volvía ríos espesos y calientes…
El amor no
logró sobreponerse al mal… Y así, el hada cayó en ese sueño fatal de no sentir.
VI.
Sepulcro en
vida
Ni en los tiempos remotos se dudó de la
brutalidad devastadora de Zevach, el insepulto. Tampoco de su inmortalidad. Era
la bestia del inframundo más repugnante y aterradora que haya asolado los
dominios humanos, el bosque encantado y más allá. La pestilencia que
arrastraban sus tentáculos perduraba en la mente de los sobrevivientes, por eso,
y otras terribles calamidades, invocarlo no era una opción, ni para el más
arrogante mal.
Si
Sedious creyó haberlo apresado, y dominado con la fuerza de sus conjuros y su
arcana alquimia, pues no pudo estar más equivocado. El general agonizaba junto
a su pétrea gárgola, en un lecho cercano al campo de batalla, junto a otros
alquimistas que velaban por él. Moriría en las horas del ocaso, quemado por las
llamas de Melkiades, fuego que aún no
terminaba de apagarse de su cuerpo y lo consumía hasta los huesos. Por su
parte, Zevach, no solo se liberó del enclave entre castillos, sino que destrozó
a las arañas que los soportaban, y pulverizó las murallas de las portentosas
edificaciones. La bestia arrogante de
poder se arrastraba arrasando todo lo que le hacía frente, mientras se dirigía
a la fortaleza del mago que la había invocado, no precisamente para agradecerle
el llamado a ese plano de dimensión, al cual no pertenece.
Melkíades
por completo aturdido, ahogaba su dolor en un mosto macerado y atiborrado de
alcohol, que ni vino humilde era. Del laúd del trovador, una melodía densa y
triste surgía, la cual compungía a los fieles ogros que permanecían en el
castillo. Todas las criaturas lloraban, ya sea por el dolor de la guerra, o por
la música del trovador adornada con un lamento, en una vibración única, que
Adrián entonaba desde un iluminado recinto, mientras acompañaba el cuerpo sin
vida de su protegida.
La
devastación en los alrededores era absoluta, tanto por las batallas como por el
Insepulto desatado. Ya no había ánimo de pelea y ante la muerte del general
Sedious, los demás alquimistas sintieron que lo mejor era dejar todo en tablas.
Lo que pudiese quedar de las huestes de Melkiades, Zevach, hambriento de
destrucción, lo acabaría.
Fue
por la tarde, cuando el sol moría en el anaranjado horizonte, y el silencio que
traía la muerte era tan profundo como el gañote de una vaca; así, en el ocaso,
apareció Zevach para azotar el casillo con sus fétidos tentáculos. Con cada
golpe de la abominación la mampostería se desprendía en trozos enormes, y las
columnas y murallas comenzaban a ceder. Ogros y otros seres del bosque
arremetían y morían intentando detener al Insepulto, solo la brutal Rata Blanca
lograba sangrar el cuerpo del monstruo con cada dentellada.
Hasta
se usaron las catapultas de los ingenios humanos descolgados de los cielos,
para arrojar calderos con fuego sobre la cabeza de la criatura. Los leales a
Melkiades se valían de cuanto cosa tuviesen a su alcance para abatir a Zevach,
pero este bufaba como un minotauro y derrumbaba las torres del castillo una a
una.
Adrián,
el magnífico alce de voz encantada, susurró al oído del mago una melodía que
invocaba la fuerza de los bosques, el caudal de los ríos, el aleteo constante
de las aves y el espíritu de los osos. Esto logró restablecer algo del aura de
Melkiades y su poder. Y en memoria de Hada recobró sus fuerzas, lanzando un
hechizo por las temblorosas galerías, que aún se mantenían enteras en el
castillo. De repente, cientos de armaduras que descansaban sobre las paredes de
piedra, cobraron vida. Provistas de filosas alabardas, alfanjes y mazos
saltaron por las abovedadas ventanas hacia el cuerpo del Insepulto, y en esa
caída fugaz, las armaduras se volvieron rojo ardiente. Algunas atravesaron la
carne horripilante de la bestia del inframundo, produciendo tremendas heridas
humeantes. Otras, caminaron por sobre el cuerpo de Zevach infringiéndole heridas
con sus armas, brotaba un zumo maloliente y negro de cada tajo, y la criatura
se revolvía en sí misma. Sería inmortal, pero aquello le estaba doliendo. Cada
vez que una armadura era aplastada por un tentáculo, casi al instante, esta, se
reconstruía y continuaba la lucha. Aprovechando el asedio al tremebundo
monstruo, Walter, con su laúd, invocó una vez más a los demonios de la profunda
tierra. Desde cráteres circundando al castillo, aparecieron las manos
aterradoras que apresaron a Zevach y lo
arrastraron a un pozo en las entrañas del mundo. Para esto Melkiades uso todo
su poder mágico restante, envolviendo al insepulto en nubes de moscas que lo
enloquecieron y atormentaron. Siempre se dijo, en torno a hogueras, que para
espantar la sola imagen del Insepulto, lo mejor era pensar en moscas.
Cuando
todo acabó, el restante ejército de los hombres se marchaba lejos del bosque
encantado, y todo lo que se podía observar en kilómetros era la danza de la
muerte y la miseria de los cuerpos destazados por la tierra. El castillo de
Melkiades apenas se sostenía en pie y una Rata Blanca había regresado a su
forma de mula para reponerse de las heridas. Los ogros cargaban el cuerpo
inerte de Hada por los jardines interiores, hacia un lugar donde velarlo por
siempre. Su espíritu vagaba apresado en dimensiones que solo los profundos
dominaban, su rostro seguiría hundido en el sueño de los mártires.
Y entre tanta
mortandad y dolor, las odas surgieron por los rincones de aquel mundo en
conflicto, donde la ambición y la guerra no daban tregua a la esplendida magia
de la vida multicolor. Aún con el paso del tiempo, las osamentas y las
armaduras herrumbrosas, aterraban a los viajeros, mercaderes y curiosos, que
cruzaban el bosque encantado. Mucho tardó el verde en superar el bermellón de
la sangre, y mucho padecieron los árboles para sanar sus quemaduras. Después de
tanta ave carroñera, hasta el arcoíris temió en mostrarse, y la luna lloró sin
consuelo por el quebranto de sus amadas criaturas encantadas. En su argentum piadoso,
contuvo las interminables lágrimas de Melkiades, el mago, quien, en
su castillo pasaba las noches buscando el poder, que devolviera a su Hada. Su
amor, su mirada tan dulce de ayer. Y no paró, desde entonces, buscando la forma
de recuperar a la única, que aquel día,
en medio del bosque por fin pudo amar.
Y hoy sabe qué es el amor, y
que tendrá fuerzas para soportar aquel conjuro. Sabe que un día verá su dulce
Hada llegar, y para siempre con él se quedará.
Fin.