sábado, 29 de marzo de 2025

 

El néctar de las mujeres


III.



Para hablar del tercer amor es mejor pedir perdón a sus amplios bucles, a

sus ojos apache y al fútil acné de su inocencia.

Aquellos pechos con penínsulas fueron hermanos míos en la penumbra, cuando la carnosa boca cedió una infancia al caramelo del hombre.

Debo decir que se dejó ir por la cascada del cuerpo, a sus catorce y pico. Cayó a la deriva del deseo y perdió la olimpiada de sus sentidos en el abecedario de mis promesas.

Lloró, quebrada por fuera y avergonzada por dentro, mucho después de que los cuerpos desnudos se hilaran en la rueca del destino. Mucho después del martilleo de mi voz en sus instantes esquinados y, 

aún después, de mil tazas de café para los desenlaces de las tardes de ardor y en el calmo espejo de pie que nos encontrara, comunmente, abrazados desnudos y sin dolor.

Era una preciosa flaca de los orgasmos, verdaderas odas desatadas, vendavales de placer de su garganta impulsada, de sus dedos apretados, de sus ojos en blanco atizando el lomo del diablo.


Aún así la dejé, por una cobardía con forma de prudencia y, cada vez que la pensaba, el sudor me aventaba al desierto del alma.


En los noventa la flaca buscó el suicidio, como el lobo jóven que ha extraviado a su manada en la nevada cuesta de su desdicha. Ella dice que no lo halló aunque, al cruzarla en el presente, para comprender a su mirada debo armar rompecabezas con las piezas que no encajan.

 El néctar de las mujeres


I.


La primera mujer fue un nicho de ilusiones, el melancólico refugio de mi corazón adolescente. Vivía a un par de cuadras, que parecían estirarse con cada paso que daba y, por lo general, en su casa, que era acogedora y tenía la forma de una canción, los atardeceres se debatían entre la amistad y el aleteo de un beso.

Sucede que al recordar la pulcra plenitud de sus cabellos, vuelve a mis sienes el pulso, desbordado, de esos momentos.

Entonces...

¿Había un gato persa encima del sillón? Apenas alcanzo a vislumbrar; aunque achico los ojos y, a lo lejos, creo sentir sus colores té con leche y marmolada crema de la mañana. Su ronroneo aparece por el falsete del pensamiento; es una grieta que se abre ante la inclemencia de los mudos intentos, de ese amor de salón de clases y recreo que se volvió brisa.

El gato, si acaso existió, fue inmensamente bello y, además, el testigo de mis dedos que perseguían la paz en las mejillas de esa suave chica de séptimo grado. 

Después de un año de acudir a su perfume, solo se sucitaron algunos roces. Sus ojos azules desconocían a mi alma, mientras su risa llegaba como el río rápido a deshacer las piedras de la ansiedad.

Yo sé que nuestras madres, también lo intentaban, complices de las monografías y los ritos del té, pero desistí para verla crecer y envolverse en su alegría. Ella, de rubia serenidad, descansaba el chal de la vida en sus desinhibidos hombros y seguía ajena al llanto que rompió dentro de mí en una noche callada.

 El néctar de las mujeres


II.


El tiempo siembra caprichos en las canciones del disco que más se ha deseado, para florecer en el rebaño de los surcos melodías de deliciosas corcheas y fotografías de ella, con el lacre de su cintura bajo la falda de tweed.

Vino, después del primer amor fallido, a calmar la infinita sed de caricias que traían mis manos de anaqueles, abrumadas por la melancolía de los libros y el resplandor del insomnio.

Ella llegó decidida a ofrecer su boca, con un préstamo a corto plazo y una refriega de labiales inventados en invierno.

Se arrojó a mis brazos, después de un día apagado y con pátinas de abril. Temblaba, igual al pichón del nido más alto, como los versos de un loco que ha abandonado el hospicio donde encadenó su corazón.

Fue la primera vez que alguien me dijo: ¡te amo! y la última que sonó a promesa.


Esto es demasiado hermoso para una breve evocación y a veces pienso que debería ser contado por otro, un sujeto distante que se atreva a lucir mi pellejo y asumir que pasaron los años. Temo volver a enamorarme de algún paseandero fantasma de los recuerdos.


Si aprieto los ojos y suspiro, casi seguro la puedo oler, porque su aroma persiste en los muebles y en las calas de los maceteros, un petricor que ha dejado, siempre, la tormenta de su atrevido paso.


Tenía medias tres cuartos capaces de lucir sus rodillas, sin miedo, y una cara estilizada en tiza.

Tenía ojos de almendra y la piel tostada que abrigada a sus sueños, con un ombligo intachable coronando la leve meseta de su vientre de almizcle.


En el descanso de la escalera o encima de la tapa del piano, hubo besos que abrevaron de los silencios y dieron hijos de pasión con amplias alas de luna.

La última vez que la ví, saludaba desde el rellano y con muchas ganas de decir algo, pero una mano inmutable cerró la maldita puerta de cedro con una familia, llena de sí, que la alejó para siempre.