sábado, 29 de marzo de 2025

 El néctar de las mujeres


I.


La primera mujer fue un nicho de ilusiones, el melancólico refugio de mi corazón adolescente. Vivía a un par de cuadras, que parecían estirarse con cada paso que daba y, por lo general, en su casa, que era acogedora y tenía la forma de una canción, los atardeceres se debatían entre la amistad y el aleteo de un beso.

Sucede que al recordar la pulcra plenitud de sus cabellos, vuelve a mis sienes el pulso, desbordado, de esos momentos.

Entonces...

¿Había un gato persa encima del sillón? Apenas alcanzo a vislumbrar; aunque achico los ojos y, a lo lejos, creo sentir sus colores té con leche y marmolada crema de la mañana. Su ronroneo aparece por el falsete del pensamiento; es una grieta que se abre ante la inclemencia de los mudos intentos, de ese amor de salón de clases y recreo que se volvió brisa.

El gato, si acaso existió, fue inmensamente bello y, además, el testigo de mis dedos que perseguían la paz en las mejillas de esa suave chica de séptimo grado. 

Después de un año de acudir a su perfume, solo se sucitaron algunos roces. Sus ojos azules desconocían a mi alma, mientras su risa llegaba como el río rápido a deshacer las piedras de la ansiedad.

Yo sé que nuestras madres, también lo intentaban, complices de las monografías y los ritos del té, pero desistí para verla crecer y envolverse en su alegría. Ella, de rubia serenidad, descansaba el chal de la vida en sus desinhibidos hombros y seguía ajena al llanto que rompió dentro de mí en una noche callada.