El néctar de las mujeres
II.
El tiempo siembra caprichos en las canciones del disco que más se ha deseado, para florecer en el rebaño de los surcos melodías de deliciosas corcheas y fotografías de ella, con el lacre de su cintura bajo la falda de tweed.
Vino, después del primer amor fallido, a calmar la infinita sed de caricias que traían mis manos de anaqueles, abrumadas por la melancolía de los libros y el resplandor del insomnio.
Ella llegó decidida a ofrecer su boca, con un préstamo a corto plazo y una refriega de labiales inventados en invierno.
Se arrojó a mis brazos, después de un día apagado y con pátinas de abril. Temblaba, igual al pichón del nido más alto, como los versos de un loco que ha abandonado el hospicio donde encadenó su corazón.
Fue la primera vez que alguien me dijo: ¡te amo! y la última que sonó a promesa.
Esto es demasiado hermoso para una breve evocación y a veces pienso que debería ser contado por otro, un sujeto distante que se atreva a lucir mi pellejo y asumir que pasaron los años. Temo volver a enamorarme de algún paseandero fantasma de los recuerdos.
Si aprieto los ojos y suspiro, casi seguro la puedo oler, porque su aroma persiste en los muebles y en las calas de los maceteros, un petricor que ha dejado, siempre, la tormenta de su atrevido paso.
Tenía medias tres cuartos capaces de lucir sus rodillas, sin miedo, y una cara estilizada en tiza.
Tenía ojos de almendra y la piel tostada que abrigada a sus sueños, con un ombligo intachable coronando la leve meseta de su vientre de almizcle.
En el descanso de la escalera o encima de la tapa del piano, hubo besos que abrevaron de los silencios y dieron hijos de pasión con amplias alas de luna.
La última vez que la ví, saludaba desde el rellano y con muchas ganas de decir algo, pero una mano inmutable cerró la maldita puerta de cedro con una familia, llena de sí, que la alejó para siempre.