YORMAN J. D'AGUIAR
“Cincuenta mil años atrás en nuestra historia un hecho transcendental
redefinió el comportamiento humano, quizás las raíces de la sociopatía”.
Nunca
la naturaleza había creado un arco superciliar tan pronunciado en un cráneo de
neandertal. En cierta medida entorpecía algo de la visión al oscurecer los
ojos, a su vez sumaba un aspecto amenazador y espeluznante en aquel hombre
prehistórico. Él era una masa de huesos y músculos envuelta en pieles,
moviéndose constantemente por los valles agrestes, los frondosos bosques y
roquedales de la Alemania cuaternaria. Hielo y nieve una constante que debía
afrontar, moverse solo siempre ayudaba, sin la pesada carga de un grupo humano
con sus ancianos débiles y torpes niños.
Utuq, así lo había nombrado su padre, cazador natural como él. Por un capricho
del destino la soledad de Utuq era parcial, momentánea; dentro de él vivían
otros seres, en forma de voces y colores, apareciendo de repente en su mente y
ahogándolo.
El frío
era implacable, en sus hirsutos cabellos
oscuros y grasosos quedaban notables restos de escarcha. Su olfato era agudo,
en una nariz prominente como la suya, recibía de la naturaleza todo tipo de
olores. Podía distinguir fácilmente el excremento de los osos, la resina de los
troncos y el sudor de otros humanos cuando el viento soplaba hacia él. Era una
máquina de depredar y matar. Aferraba siempre su hacha de maxilar de jabalí
desgastado y afilado, entrelazado con tiras de cuero a un mango de dura madera.
Llevaba un cuchillo de obsidiana en una especie de morral al costado de su
cadera. Su habilidad única para elaborar diferentes armas y utensilios provenía
del entrenamiento de su padre y las voces de su mente. Esas que pedían siempre
sangre caliente para derretir los
hielos.
Utuq
viajaba por interminables días y noches, con los antepasados retumbando en su
cabeza, tanto desquiciándolo como ayudándolo. Solía golpearse con sus rudas manos
el cráneo intentando sacudirse esa molestia que lo acosaba de joven. Algo
distinto había en él, una oscuridad lejana a los neandertales de su época.
¿Estaría anticipando la cercana extinción de su estirpe? ¿Por qué debía oír
todos esos hablándole cuando el necesitaba silencio? En gran medida estaba
acostumbrado, curtido como los lobos a la tempestad y la nieve.
La sed
de sangre era como un volcán ardiéndole en su poderosa caja torácica a punto de
hacer erupción y reventarle las costillas con toda la ira contenida hacia el
exterior. Sagacidad y malicia se mezclaban en su conciencia primitiva. Si bien
podía mostrar características sociales, cuando la situación lo ameritaba y
transformarse en uno más, por lo general vagaba solo y desterrado de toda compañía
humana. En el bosque entre bestias y la naturaleza amenazante, él se sentía en
plenitud. Mantener despiertos los sentidos hacía que esa cacofonía de su cabeza
desapareciese. Las cuevas lo asfixiaban, si bien eran cálidas, un lecho de
hojas bajo las tupidas ramas de algún roble o arce blanco, para él era mejor.
Improvisaba una tienda para parar los vientos gélidos. Él era una masa
neandertal de músculo y pelos, cubierto por
abundantes pieles bien adaptado a la intemperie.
Después
de haber enfrentado y vencido a aquella masa imparable de más de tres metros de
altura, erguida en sus patas y sacudiendo sus brutales garras. El padre oso,
como Utuq lo llamaba. Y con la punta de obsidiana atravesar su vientre y
rajarlo en canal hasta desnudar las tripas, produciéndole así una muerte atroz
al desafiante animal. Nada en lo natural
podría hacer frente al salvajismo de Utuq. Él era un ser primordial, como un
dios de la devastación, con una sola visión de la existencia: la persecución de
la sangre. La antropofagia y la depredación de sus congéneres, era parte de su
ritual de caza. Ya los animales salvajes poco desafío le ofrecían. Los lobos le
temían, mostraban sus amarillos dientes y lo dejaban en paz. Utuq untaba las
pieles con que se vestía con un ungüento a base de grasas y algunas hierbas,
ese hedor fuerte confundía a algunos animales. Su padre también lo había usado,
hasta que demasiado confiado, fue despanzurrado por un tremebundo jabalí,
cuando Utuq era apenas un niño.
Las
voces, esos demonios en su interior, eran tan antiguas y primitivas como la
tierra por la que él vagaba, en una suerte de nómade de la muerte. El último
niño que había devorado con sus poderosos dientes, murió al masticarle la
garganta mientras su madre de una tribu escasa, le arrojaba rocas a la
distancia intentando en vano hacerle mella. Tenía buen sabor la carne de los
jóvenes, al saciarse las voces eructaban con él.
Su
comportamiento era inaudito, tan increíble como su tono muscular y el bronce de
la piel de su rostro que contenía interminables amaneceres. El reflejo del
hielo a veces le dañaba los ojos. En su peregrinar por la Europa paleolítica se
topó con un grupo de neandertales en plena
cacería de un mamut y la definió a favor de los hombres con un tremendo
golpe de su hacha arrojándola al ojo del animal. Fue aceptado de buen agrado en
las cuevas y al calor del fuego. Su dialecto no era entendible y ofuscaba a los
hombres; pero al ser tan hábil cazador le fue otorgada mujer, pieles y la mejor
ración de alimentos. Por algunas noches y días Utuq pareció hallarse entre
aquellos trece neandertales, entre adultos y niños. Sólo tres mujeres
comprendían esa madeja social, la más joven era el regalo del intrépido cazador
por ayudar a alimentar al grupo.
La vida en las cuevas se pasaba entre tareas
tales como coser con tiento el calzado de piel, despiojarse, pintar en las
rocas con pigmentos de hojas maceradas y tierras coloradas. Escuchar el relato
de los más viejos acera de osadas cacerías y tierras lejanas con hombre más
oscuros y pequeños, que eran una temible amenaza por su número. El fuego
ayudaría, si era un grupo que lo dominase. Afuera el hielo amenazaba con
devorarse el mundo, las copas de los árboles amanecían cubiertas de nieve y las
rocas heladas y resbaladizas.
Utuq
por las noches arrastraba a esa joven mujer a un sórdido y húmedo rincón de la
cueva donde los orines y desechos se arrojaban. En una cópula violenta la
desgarraba y laceraba. Los alaridos de la infeliz retumbaban por las rocas y
hacía que los integrantes de la tribu se arrebujaran con sus gruesas pieles
intentando no escuchar. Perder aquel formidable cazador podría significar
hambruna, ya que los hombres o estaban
severamente quebrados y mal curados o carecían de la experiencia de caza
necesaria. Así que el sadismo debía ser tolerado. Sólo conseguían piezas
pequeñas como conejos, ardillas, eventualmente un ciervo. Junto a las mujeres
recolectaban vayas u otros frutos por el bosque, entre los despeñaderos y
oquedades. Era una región agreste y los lobos habían matado a algunos
infortunados cazadores de aquel sufrido grupo neandertal.
Llegó
luego, una noche muy fria donde la mujer ya no gritó más. El bestial Utuq la
desangró con sus embestidas y su maltrato. Ella murió entre estertores con sus
ojos abiertos en el fondo profundo de la cueva. Utuq fue expulsado muy a pesar
de algunos miembros que solo pensaban en la propia subsistencia. Las anchas
caderas del salvaje y sus fuertes piernas volvieron a recorrer los bosques, los
senderos naturales, las laderas y las riveras. Aunque caminó por días en
círculos cubriendo territorio, esas
atronadoras voces en su prominente cráneo prehistórico no cesaban. Allí, en esa
cueva que lo había albergado, lo esperaba la carne. Reforzó el tallado de su
cuchillo de obsidiana, afiló contra una roca cercana a un riachuelo su hacha de
hueso. Elaboró una suerte de peto de doble piel, para proteger su frente de las
puntas de lanza y esperó por la noche. Doce seres en comunidad aguardaban su
muerte sin atisbarlo.
El
espíritu del padre oso vivía en Utuq y se regocijaba de entrañas expuestas. Las
voces se lo decían, siempre le murmuraban lo bien que lucían los charcos de
sangre a la luz de la luna llena. Esas voces que aparecían de repente y le
hablaban en dos o más formas diferentes,
como interlocutores que reñían en su cabeza y lo enloquecían. Le dolía allí en
la trepanación, en el agujero de su cráneo que le había hecho el viejo brujo
cuando recibió un piedrazo y su cabeza se inflamó. Dolía, dolía y las voces no
cesaban, hasta que Utuq golpeaba insistentemente con la palma de su mano el
lado de su cráneo y así, las callaba. A veces masticaba nieve y eso le
adormecía su boca y aquietaba, hasta llevar a un murmullo el ruido en su mente.
Al
amparo de la noche tenebrosa y cerrada, cuando los lobos aullaron, él dejó caer
una pesada roca sobre las cabezas de la pareja de hombres neandertales que
dormían abrazados, muy cerca del fuego. Entonces, ambos cráneos crujieron al
unísono. Por el ruido, dos más se despertaron en esas horas de sopor y
madrugada. El primero recibió tal hachazo en el cuello, que su cabeza apenas se
sostuvo de un colgajo de carne. El otro, bastante más pequeño que Utuq, terminó
sobre las llamas de la hoguera.
Todo
parecía diminuto ante Utuq. De alguna manera su demencia lo hacía un gigante
del cuaternario. Tres niños y dos mujeres huyeron de la cueva mientras los
hombres restantes enfrentaron al enardecido asesino. No eran ni la sombra de un
rival para el implacable neandertal, se movían con dificultad por sus huesos rotos
y mal soldados, resabios de cacerías malogradas. Ya viejos, los cazadores
asestaron golpes con sus lanzas al peto y a la pierna de Utuq. El que había
caído en la hoguera se revolcaba envuelto en llamas haciendo de ese cóncavo
escenario un caos sin igual. El peto grueso resistió los puntazos; sólo el
muslo del hombre se abrió un poco, su fibra muscular era como un tejido
abigarrado. La ofensiva que siguió fue muy desagradable, cargó con todo su odio
sobre sus oponentes. El más viejo murió primero al ser traspasado por el
cuchillo de obsidiana en su cuello. La sangre fluyó en arco por sus arterias
cercenadas. El segundo hombre fue desgarrado en sus ojos por los pulgares de
Utuq, quien no paró hasta hundirlos en las cuencas. Y el último de los
luchadores intentó huir, pero en la entrada de la cueva fue alcanzado por una
de las lanzas partidas y murió intentando en vano quitarse la madera incrustada
en su espalda.
El olor a carne quemada se volvió insoportable
cuando Utuq arrastró a los moribundos a las llamas, después de haberlos
desnudados de sus pieles. Quitaría lo chamuscado y cortaría de los rojos y
jugosos muslos o glúteos para reponer la energía gastada en la contienda. Una
de las voces le decía que la carne humana le fortalecía con el espíritu atrapado
de sus víctimas.
Afuera
de la cueva despuntaba un colorido amanecer, la cerrazón gélida tardaría en
elevarse ante el sol de la tierra prehistórica. En el bosque circundante, un
osezno extraviado olfateaba el rastro de su madre, mientras Utuq dormía con su
barriga llena, entre un lago de sangre neandertal y el tufo de los cuerpos
quemados.
El sol
emprendió su lento camino por el cielo, cuando el grupo de neandertales
iniciaba su labor de costumbre. Las mujeres siempre atendían a los niños y
recolectaban frutos, mientras que los hombres procuraban renovar el filo de sus
armas y de ser posible fabricarían más. Durante la mañana Mhak observó como esa
comunidad, de unas treinta personas, fluía en su armoniosa sinfonía dentro del
hostil ambiente en el que vivían. Ellos se mantenían en el mismo asentamiento
que sus antepasados usaron para soportar la penosa vida primitiva. Las
numerosas cuevas exhibían con orgullo las cicatrices que su pasado ha dejado en
forma de símbolos sobre la conquista y la supervivencia.
Aunque
el sol estaba en el punto más alto, el frío era inconcebible, Mhak propuso
aumentar la cacería para recolectar más pieles y grasa, en especial desde que
el hombre sanador que los acompañaba, después de beber del apestoso néctar líquido
de las semillas, advirtió que las estrellas le han hablado y comunicado que una
gran calamidad se acercaba. Si no eran cuidadosos, todos morirían.
Ellos
asociaron la advertencia al tremendo frío blanco que cubría más y más el suelo, ya no dejó que
lleguase el despertar de las hierbas. Recolectar solo era pérdida de tiempo,
las hierbas estaban muriendo y pronto lo harían ellos. Mhak vivió suficientes
lunas como para saber que bastaban solo tres lunas hasta que la muerte blanca
se marchase. De todas maneras llevaban lo que él considera como seis lunas.
Siete ancianos no volvieron a despertar y tres niños han muerto por el frío,
entre ellos su hijo. Por eso se vistieron con el doble de piel que siempre y se
han alejando del fondo de las cuevas donde el frío los muerde por las noches.
El fuego calentaba poco y el hambre los debilitó. Pero no era momento para
rendirse.
Cinco
fuertes cazadores salieron en busca de la supervivencia a la muerte blanca,
cargados con lanzas con puntas filosas, barrotes de madera y puñales de hueso;
juntos constituían un equipo extraordinario. La pericia los adiestró para
propiciar la muerte a las crueles y gigantescas bestias que azotaban esos
gélidos páramos o tupidos bosques, sea por donde fuesen a cazar. Cada uno
cumplía un rol y si todo andaba bien, nadie sufrirá suficientes heridas para
ser remplazado por alguien que rompiese con el adonis compás de la sangrienta
muerte.
Luego de
una tarde fructífera, lejos de fieras peligrosas y con la carne a cuestas de desnutridos come plantas, los
cazadores se movían por un sendero conocido. Sus presas ante la falta de
vegetación habían salido de sus escondites y fueron cazados por Mhak y su conglomerado de muerte. Los cinco
hombres se toparon con una mujer de alguna tribu vecina: las pieles no cubrían
bien todo su cuerpo y los aullidos que profería no eran entendibles por ninguno
de ellos. Entre muecas y gruñidos, la mujer les advirtió que una bestia
sangrienta caminaba como humano. Luego de eso, la misma cayó desmayada.
Raq,
uno de los cazadores, la pinchó con su lanza
intentando una reacción, pero la mujer no respondió, todos se miraron
confusos y decidieron abandonarla. Llevarla significaba dejar el botín para
cuidar a una desconocida. En algún momento Mhak habría mostrado una cara suave
y benevolente, pero ese no fue el caso. La dejó allí a la suerte del hielo y
todos lo siguieron. De pronto, un ruido los alertó.
Se
refugiaron entre el hielo del ambiente y con algunos simulados graznidos que
utilizaban como códigos se indicaron la estrategia. Ya estaban preparados para
atacar con todas las rocas que pudieron recolectar con sus poderosos brazos,
pero lo que vieron los detuvo al instante.
Venían acercándose a la mujer desmayada, tres
pequeñas criaturas en busca de calor. Eran pequeños y toscos de famélico andar,
se acurrucaron sobre la escarcha del suelo para estar cerca lo que podría ser
su madre o protectora. Ver a esos
pequeños le recordó a Mhak la imagen de su propio hijo y a los otros
jóvenes muertos recientemente. La crisis que enfrentaban los endureció tanto
como las rocas con las que mataban, pero no lo suficiente como para abandonar a
tres indefensos a la salvaje suerte de ese valle entre montañas y a la nieve
que sin duda los sepultaría.
Entre
todos gastaron las pocas fuerzas que tenían después de la jornada de caza, para
arrastrar a la pesada neandertal junto a ellos; mientras que Mhak guiaba a los
niños que estaban a punto del desmayo. Les dio de beber la espesa sabía de un
árbol, pero ni ese dulce les devolvió la
postura a las tristes criaturas.
El
paso al que iban los retrasó bastante. Ninguno de ellos estaba preparado para
pasar una noche en vigila en ese tenebroso bosque. ¿Acaso tenían otra opción?
Se acercaron lo más posible a unas rocas filosas que recortaban el suelo, era
necesario cubrir al menos un flanco del campo abierto. La noche era siempre
peligrosa, las bestias nocturnas estaban equipadas con armas y talentos que
ellos ni siquiera podían soñar. En el más pequeño descuido, escucharían un
ruego y el tronar de los huesos. Luego un charco de sangre atraería a bestias
más peligrosas.
Los
niños dormían exhaustos, y la mujer intentó despertar, pero luego cayó en sueño
profundo. Algo debió asustarlos, pues ellos son el único grupo que existe en
largas distancias, ella seguro vendría de algún lugar inexplorado. Tiraron más
pieles sobre ella y los niños para darles suficiente calor. Necesitan reponerse
si querían sobrevivir. Aunque ellos también necesitaban ese cobijo para
fortalecerse y defenderlos. Los niños siempre han sido la prioridad, aún en una
tierra prehistórica y brutal, los hombres daban la vida por sus familias.
Una
noche sin fuego era tenebrosa. Cada ruido que la naturaleza despedía, lograba
que los cazadores en alerta crujiesen sus fuertes mandíbulas, intentando
atisbar algo en la oscuridad. Los nervios los agotaban más de lo que ya
estaban. Tan cansados, hambrientos, nerviosos y expuestos. La oscuridad
constreñía todo, prácticamente cualquier cosa que moraba bajo el oscuro manto
de la noche, era capaz de asesinarlos
con el menor esfuerzo.
Sin
embargo, y contra todo pronóstico, la noche iba pasando. Ante los cielos
teñidos de un azul muy oscuro, el alba se alzó con sus colores majestuosos y
los incitó a ponerse en pie y quitar
toda la escarcha de sus pieles. Trataron
de despertar a la mujer y los niños, pero el frío los tenía en un letargo de
lucha entre vida y muerte. Y un sonido erizó el velludo cuerpo de los
cazadores.
Un
gemido agudo y estremecedor se coló entre ellos. Pocos habían escuchado un
sonido como ese, Mhak era uno de ellos. Por desgracia ya sabía que era muy difícil sobrevivir a eso,
al menos no todos.
La tierra tembló bajo sus pies, y un mamut
imponente se impuso ante ellos. Su
mirada estaba perdida. La lanuda criatura se retorcía entre los árboles
desnudos por la gélida intemperie. Esos animales eran muy iracundos cuando
entraban en celo. Los machos adquirían un extraño y sanguinario estado de
frenesí, la necesidad de descargar su verga los sometía a la irracionalidad más
cruda de la naturaleza.
Los
cazadores se encontraban tan extenuados que no eran capaces de componer su
estratégica formación. Pero aun así debían luchar contra el ímpetu del marfil.
Tomaron rocas grandes y las arrojaron a la criatura, pero el hambre actuó en
contra y las pesadas piedras se alejaron unos escasos metros. Poco para ahuyentar
al mamut, pero lo suficiente para captar su atención.
La
criatura los embistió, algunos lograron salir de su camino, golpeándose con
todo lo que se les oponía en su huida.
Todos intentaron escapar, menos la mujer desmayada que ya nunca despertaría de
su letargo. Los niños se salvaron de la mezcla de pieles, sangre y cuerpos
aplastados bajo la pisada del gigante lanudo. Ante el grito del animal,
despertaron de su hambre y pudieron apartarse.
Por
suerte el frenesí sexual del mamut no lo incitaba a luchar o comer. Solo
deseaba una cosa y se marchaba tan pronto como la conseguía. Poco tardaba para que se dejara de sentir el tambor del
miedo en el suelo.
Aun no
amanecía, pero debían ponerse en marcha. Faltaba mucho para llegar al resguardo
de sus cuevas. Tomaron las pieles como pudieron y los niños tocaron con lastima
los restos de aquella mujer que los protegió.
Se dispusieron a caminar, pero pronto buscaron refugio ante el cobijo de
un árbol hueco. Las pieles eran muy pesadas y los niños no lograban caminar por
sí solos. Era necesario comer parte de la carne que llevaban a la tribu, de no
hacerlo, no conseguirán las fuerzas para llegar a su destino. Por lo que
repartieron pedazos de carne entre ellos, usando las fuertes mandíbulas para despedazar
la carne cruda. Mhak masticaba algunos trozos
todo lo que podía y luego usaba sus dedos para darles a los niños que
estaban muy débiles y no comían por sí mismos. Los sobrevivientes al ataque del
mamut furiosos durmieron algo para poder recuperar la energía, mientras el sol
que se asomaba, despejó la bruma helada
de la noche aclarando la visión.
Utilizaron las pieles para formar un camuflaje entre el tronco y la
intemperie, todos se amontonaron dentro del árbol menos uno. Quién tomaría la
guardia mientras los demás reposaban unas horas después de tremenda huida.
Depositaron la esperanza en Mhak sosteniéndose en vigilia para permitirles
continuar el camino a casa. Lentamente el sol se iba levantando, en un amanecer
no menos frio. El cansancio pudo con todos.
El
abominable neandertal estiró sus brazos y bostezó. Se despertó con una erección
y con deseos de aliviar sus tripas. No
entendía cual de ambas cosas que le sucedían tenía prioridad. La fetidez de la
cueva era insoportable, sobre las brasas de la consumida hoguera descansaba un
pie humano reducido a huesos. Entonces lo vio.
Entre
el humo estaba el viejo lobo comiendo del cadáver, de soslayo miró con su ojo
bueno, el otro lo tenía seco; mostró sus amarillos y puntiagudos dientes y
prosiguió desgarrando la carne del cuerpo muerto. Utuq y el hirsuto animal eran
viejos amigos, por alguna razón natural, el hombre primitivo se sentía más
cercano a los lobos que a los de su especie de dos patas. Antes de dormirse con
su panza repleta de carne humana a medio cocer, quitó la lanza partida de la espalda del neandertal muerto y
afiló su punta para armarse de una buena pica. Despojó al infeliz de sus pieles
confeccionadas con pequeños retazos de animales pequeños del bosque. Miró las
costuras con atención, nunca había visto algo así. En ese momento de la noche
caviló que algo novedoso le estaba pasando al mundo. Además él conocía y
dominaba el fuego, pero sabía que otros nómades no lo habían visto o temían a
esa danza roja y amarilla que quemaba y escupía sus dardos ardientes.
La luz
de la mañana entraba por la boca ancha
de la cueva, así como el arrullo de algunas
aves atreviéndose al frio. Utuq aún tenía esos dos problemas que lo
molestaban, su miembro estaba tan duro como la pica que había construido, en su
trastornada mente sintió el aguijoneo de una de esas insidiosas voces de
siempre. «Hazlo, hazlo...no miran…hazlo». Por cierto, el viejo lobo con su ojo
bueno estaba en lo suyo, tironeaba, jadeaba y masticaba. Por lo flaco que se veía,
precisaría devorar todas las piernas disponibles, al menos. Era un lobo listo,
sabía que seguir el rastro del gigante neandertal era comida segura.
«Lobo
mañoso». Pensó Utuq mirando el cadáver del hombre bastante lampiño y decúbito
lateral. La voz no lo dejaba en paz, algo debía hacer. El lobo no miraba. Montó
sobre el hombre y lo penetró con la firmeza de un ariete, poca resistencia hizo
el rigor mortis ante su viril salvajismo. Necesitaba aliviarse como sea, luego
le tocaría a sus intestinos. El lobo observó con su ojo bueno la cosa extraña
que estaba sucediendo a su lado, pero como ya nada lo sorprendía siguió
masticando el jugoso muslo humano.
Saciado y aliviado Utuq emprendió la marcha siguiendo el rastro de los
niños y las mujeres que habían huido la noche anterior presas del pánico.
Destazaría a un niño y tomaría a una de las mujeres para sí. Podía hacer lo que
quisiese, el oso vivía dentro de él, se sentía dueño de los bosques y espíritu
de la montaña. Nunca otro hombre lo había derrotado ni bestia alguna doblegado.
Solo respetaba a los mamuts aunque no les temía, para eso la filosa pica, les
entraba por el costado hasta el corazón.
Un
paso tras otro por el pedregullo o la tierra escarchada, con sus botas de piel
bien atadas con tiento, sus armas y provisiones. Subió por una escarpada
ladera, atravesó una larga meseta nevada y bajó hacia un espeso bosque donde se
topó con un enorme ciervo de cornamenta magistral. El hombre miró a los ojos
del bello animal a la distancia sin moverse y logró entenderse. Tenía blanco el
lomo por el frio y una herida en su cuarto trasero. El ciervo se desenredó de
unas ramas y al caminar mostró al cavernícola un sendero entre el frondoso
bosque. Después de atravesarlo Utuq olfateó el olor típico de ese grupo de
neandertales que había masacrado, supo entonces que los niños y las mujeres
habían pasado cerca de allí. Comenzó un trote parejo con sus fuertes piernas y
lo sostuvo por más de dos horas hasta el atardecer.
Atravesó una planicie donde pudo divisar dólmenes y túmulos funerarios.
Las voces en ese lugar lo enloquecieron
como si un centenar de personas gritasen y se agitasen sin darle respiro. Tuvo
que acercarse a rastras hasta esas gigantescas rocas, al tocar esos monolitos
la locura cesó. Recostado sobre una fría losa vio pasar una manada de mamuts a
lo lejos, por lo verde de la planicie, mientras la tarde se vestía de
anaranjados y escarlatas profundos con un sol lejano pero presente. Aquellas
fornidas bestias oscilaban sus largas trompas emitiendo un sonido grave,
protegían a los más jóvenes al centro y entre la masa de pelos cobrizos poco se
distinguía más que los extensos y curvados colmillos. El bestial cazador quedó
maravillado ante esas prodigiosas criaturas altas como árboles, las aletas de
su nariz se abrieron a pleno y juntó todo el aire fresco de ese lugar en sus
pulmones. Estaba lleno de energía sus nudillos crujían al cerrar sus puños,
volvió a tener deseos de copular pero se dijo a si mismo que pronto lo haría.
No muy lejos se hallarían esas dos mujeres y los niños, buscando alguna cueva u
otro grupo humano que los acepte. No cesaría hasta hallarlos, con todo lo que
se le cruzase por el camino, él con su hacha de hueso arrasaría. Ajustó el
tiento de sus botas de piel y prosiguió su marcha contemplando a la distancia
poderosas montañas cubiertas de hielo.
No muy
lejos del poniente Utuq en su periplo, pasó al lado de un lecho de brea
burbujeante, con su pica recogió un poco de ese espeso líquido negro y sin
detenerse vio como esa mancha oscura se secaba rodeando el palo. «Puedo tomar
un niño como hijo» «Tendré mi familia». Utuq se golpeó su cabeza con el lado
del hacha y se sangró. Esos pensamientos le molestaban mucho, no sabía de dónde
venían. Si eran de alguna de las voces, pues no lo parecía. No era ruido,
estaban ahí, en su cráneo reverberando. Se restregó los ojos, sintió algo de
cansancio pero el viento le trajo unos olores reconocibles. Al trepar a un
árbol el cazador pudo divisar a lo lejos un grupo de personas avanzando, se
veían lejanos, algunos parecían más bajos. Tal vez niños.
Utuq
comenzó a correr después de bajar del árbol, le costaba por lo irregular del
terreno y lo filoso de las rocas que asomaban del suelo. Se estaba moviendo al
oeste y él sabía que alguna vez en su juventud, se había encontrado con los
hombrecitos negros. Solo que aquella vez se internó muy al oeste, donde esos
curiosos seres vivían. Eran agresivos y con mucho pelo negro, atacaban en
manada aunque no eran más que insectos para Utuq. Muchas espinas dorsales de
esos seres, sus rodillas habían partido. Nunca supo el aguerrido cazador que
esos individuos eran los cro magnon.
Utuq estrujó el mango de su hacha, tan fuerte que pudo haber partido el
palo. Estaba cerca gracias a sus zancadas, que por momentos se hundían en
bancos de nieve. Lo sabía. Lo presentía, esa noche comería la suave pulpa de un
niño y tomaría como esclava a una de las mujeres hasta que se cansase de
vejarla y la mataría arrojándola por algún despeñadero. Un hilo de baba caía
por la boca del brutal ser, la rabia se inyectaba en sus ojos, sentía la
posible lucha contra otros neandertales y eso lo excitaba. No lejos de allí el
viejo lobo seguía su carrera, el astuto animal no cazaba, ya sabía que por
donde Utuq pasase habría carne muerta en abundancia.
Un
sonido despertó a Mhak de un sueño extraño. Se encontraba en ese raro enlace
hipnótico entre la bestial realidad de su tiempo y la ansiosa tierra de los
sueños. Le tomó unos segundos sentir como una punta filosa se le hincaba en el
costillar. De no ser por la doble capa de pieles que lo abrigaban, posiblemente
estuviera sangrando.
Se
irguió sobre sus adormecidas piernas y logró entender la escena: Una criatura
alta y fornida lo amenazaba con una de sus propias lanzas de caza, al mismo
tiempo que levantaba de tirón, la improvisada tienda de pieles que habían
armado como refugio. Los demás compañeros dormían profundo confiados en
que Mhak vigilaba.
El
gigante ser clavó su mirada enloquecida en Mhak. Parecía que su prominente
cabeza no lograba entender como él seguía con vida. Eso lo enfurecía aún más.
Se le notaba en su respiración fuerte y agitada, a la vez que sus pies se hundían en la arena como si
estuviese pensando en fortificarse sobre su posición. De su garganta algo asomó
como un gruñido. Pero se contuvo y frunció su hundido y deforme ceño.
Mhak
estaba tan atemorizado, como débil. Con rapidez dirigió su mirada al suelo en
busca de algún arma, esto no le agradó mucho al intruso. Sin dudarlo, lanzó una
segunda lanza a Mhak. Esa vez si la sintió como un piquete cien veces más
fuerte que esos enormes insectos abundantes por la noche. Las piernas le
flaquearon, pero con su corazón de cazador se repuso. Con fuerza tiró de la
pica que lo hirió y la sacó de su carne con dolor y rasgó parte de sus pieles.
Mientras juntaba las fuerzas, escuchó los gritos de lo que restaba
de su equipo después del estropicio que
hizo el mamut. Se escucharon algunos lamentos y el choque de huesos contra algo
robusto. Con dificultad Mhak levantó la mirada para entenderlo. Sus compañeros
rodeaban ferozmente al intruso, lo golpeaban con sus manos juntas y las fuerzas
renovadas tras un sueño reparador. Aunque, a pesar de sus esfuerzos y múltiples
golpes, uno a uno iban cayendo al suelo con heridas mortales.
Mhak
se había puesto de pie para unirse a la contienda, aunque volvió a agacharse y
se llevó la mano al pecho, evitando moverse y deteniendo así la hemorragia. La
brutalidad de la contienda bajó la intensidad rápidamente y desde su posición
fue un triste espectador. Ese intruso iba ganando la batalla sin mucha
dificultad.
Uno de
los niños fue valiente y logró lo que ninguno de los hombres de Mhak fue capaz,
clavando un puñal de hueso en la espalda del enemigo. La bestia humana profirió
un grito inmenso cargado de dolor y furia. La herida lo enloqueció y terminó de
destazar los cuerpos de sus rivales. Al pequeño que lo hirió le clavó su hacha
tantas veces, que de aquel diminuto y famélico cuerpo solo quedaron restos
esparcidos. Tan solo una pila de carne deforme y sangrante sobre la escarcha
del suelo
En los
rostros de los hombres había una expresión de horror y dolor. La mente de Mhak
no podrá olvidar nunca esa mirada ida en los ojos de Raq, el cazador más joven
entre ellos. Mhak no quiso examinar más la escena, si alguno lograse sobrevivir
a esas heridas, la muerte blanca no tardaría mucho en dormirlos en un sueño
eterno. El crujir de las ramas le
indicó al este. Por allí debió marchar la criatura que destrozó la esperanza de
la tribu de Mhak por sobrevivir. En ese pensamiento se desplomó una vez más
sobre sus gruesas rodillas y dejó escapar un lamento de dolor, un sonido
profundo y duradero. Dio otra mirada a su equipo y notó que los otros dos niños
no estaban.
El
cerebro de Mhak no era tan hábil con los cálculos, pero bastó solo unos
segundos para que la adrenalina le hiciera entender que fue lo que pasó. La
mujer huía de algo y ese gigante asesino los alcanzó para reclamar a aquellos
niños vencidos por el frío. Si los hubiera dejado a su suerte habrían muerto,
mientras que él y su equipo estarían en
las cuevas dando de comer a los suyos.
Algo
dentro de él crujió y el sonido de su interior combinó con el lamento de su
garganta.. ¿Era la muerte de sus compañeros? ¿El peligro que esa bestia
representaba a su tribu? ¿Acaso lamentaba lo que aquella criatura salvaje haría
a los niños? ¿O era el recuerdo de su hijo muerto lo que tanto le dolía? Sin importar
la respuesta a estas preguntas. Mhak tomó las armas que pudo y emprendió la
rápida caminata en busca de algo tan primitivo con su contrincante: venganza.
Seguir
el rastro fue complicado, pero eso no
detuvo su incesante búsqueda. Mientras se adentraba a un bosque antiguo, el
suelo congelado lo hizo caer y resbalar por una pendiente. El golpe le rasgó la
pierna izquierda y lo obligó a cojear para soportar el dolor. Pero esto no lo
estancó. No.
Él estaba bebiendo de todo su dolor y exudando
venganza, esperando que las bestias de la noche lo guíen en su meta asesina.
Deseaba a toda costa ver los ojos opacados en
aquella frente protuberante.
Trató
de olfatear, pero de nada le sirvió. Su grupo no era tan bueno en esos
menesteres. Sus técnicas eran eficientes para la caza, usando nuevas
estrategias, sin duda allí se arrepintió de abandonar las viejas usanzas.
Necesitaba el olfato para rastrear y la agudeza de su visión. Su presa era muy
sigiloso y listo, no caería en una trampa fácilmente. Esa cosa debería ser
perseguida y aniquilada por el bien de todos.
Mhak
se paró un momento sintiendo soledad y dolor por sus heridas. Acomodó sus
pieles ya que el frio lo atacaba. Escuchó ruido a pocos pasos, por lo que
intentó calmar su corazón sediento de sangre, caminó despacio y aguantó el
aliento lo más posible para que la fauna no lo delatase. A lo lejos vio una
masa oscura y algo huesuda, un lobo anciano con un ojo apagado. La criatura se
paró firme y alzó su cabeza alargada, movió el hocico en varias direcciones.
«Está olfateando sangre». Mhak crujió los dientes y sus manos se aferraron con
fuerza a la pica y los puñales que lleva consigo. Reclamó a todas las deidades
consagradas que ese lobo siguiese el intenso rastro de su enemigo.
La
criatura aceleró el paso y Mhak se esforzó tanto como pudo para seguirla. «Ese
lobo es mi única esperanza». Confesó dentro de sí. Ignoró los dolores del
hambre, de la pierna herida y de su pecho perforado. Las pieles le retrasaban,
así que abandonó algo de peso y corrió guardando la distancia al animal
salvaje.
En lo profundo del bosque antiguo, donde la
bruma está cubierta de las esporas de cientos de hongos que infectan la flora,
Mhak vio a su presa: Una bestia, que viste como hombre, devora partes humanas
como si fueran golosinas y cada tanto arroja una furiosa mueca de dolor.
Mientras comía y masticaba cortezas jugosas, utilizó los restos de un niño como
desahogo carnal. La mirada del hombre bestia estaba perdida en su ardor, una pasión tan baja, que ninguna otra
criatura imitaría sin arriesgar la cordura. Y allí estaba Mhak, expectante del
momento en el que el ímpetu del bárbaro se calmase y tomarlo por sorpresa. No
muy lejos el tuerto lobo presenciaba la escena.
Cuando
la luna salió, el lobo se acercó al hombre y este lo recibió como su aliado.
Mhak se sorprendió del lazo parasitario que compartía esa pareja. El lobo se
dispuso a roer los huesos y despellejar lo que pudo de los restos de los niños.
Mientras su compañero humano seguía entretenido con un trasero, gastando
libido. Mhak se sintió asqueado y mareado, conteniendo la ira se mantuvo
observando esa escena a detalle esperando el momento perfecto para dar una
estocada.
El gigante herido se alejo de las armas y fue a
un rincón alejado de la comida para mear. Se veía dolorido por el corte
sangrante que tenía. Ese fue el momento cuando Mhak se aferró tan fuerte al
puñal de hueso filoso, que sintió como crujieron sus nudillos. Se acercó
corriendo, nada podría evitar tomar a su contrincante por sorpresa. Ya lo tenía
a tiro cuando el gigante se giró y el
puñal penetró de lleno el peto y el pecho. El lobo saltó en defensa de su
amigo, pero al verlo arrodillado y sangrando en perfecto silencio, guardó sus dientes
amarillos para regresar a un punto privilegiado del escenario y seguir
carroñando. Era un lobo viejo y astuto, conocía bien la muerte y sabía cuando
esperar.
El
hombre bestial aún herido, con un grito cavernario que emergió desde lo más
profundo del diafragma, se lanzó contra
Mhak hasta derribarlo. Usó su propia cabeza para golpearlo una y otra
vez. Todos los dolores volvieron a Mhak, cada embestida brutal de su
contrincante lo hacía ver colores entre la noche y el hielo reinante. Tomaron ocho
golpes con el prominente cráneo para que la bestia, aún sobre Mhak, se cansase
por tanta pérdida de sangre. Ese fue un golpe afortunado a favor de la
venganza.
Las heridas
de Mhak se había hecho más profundas por tantos golpes y el esfuerzo de
la lucha, su cráneo estaba abierto y todo se le nublaba. Sus pulmones dolían al
hincharse y lo hicieran temblar de la agonía al contraerse.
Mhak
se arrastró hasta que pudo usar una rama para ponerse en pie y caminó,
tambaleante y cojo, hasta tomar una roca que levantó con dificultad. Se acercó
a su enemigo que respiraba con apuro y sonreía con una demencia sin igual. Mhak
cerró los ojos y se desplomó por no poder tolerar un segundo más el peso.
Entonces, su corazón dejó de latir.
A
pesar de haberse creído invencible, ser el máximo cazador del mundo helado;
allí estaba Utuq jadeando con dificultad y muriendo. La pesada roca yacía sobre
su brazo derecho y un neandertal muerto entre sus piernas. Su respiración
era fatigosa y estaba entrando en shock
por el dolor y tanto frio. Se esforzó para levantarse, pero el brazo inmóvil,
la herida en su espalda y la otra en su pecho se lo impidieron.
Se
estaba desangrando y no podía hacer nada salvo esperar entre esa agonía y su
frustración. Mientras la sangre se escurría por la nieve formando un charco a
su lado, él seguía sonriendo y recordando todos los sabores de los que se deleitó. Además, su contrincante había
perdido, había muerto primero que Utuq y eso lo perpetuaría como la maquina
asesina que siempre fue.
«Has
caído, eres una vergüenza». Recalcó una voz áspera. «Morir ante la sangre de
tus enemigos es la forma más digna de morir». Reprochaba otra voz. ¿Era él
mismo dándose aliento? Eso no tenía importancia porque estaba muriendo. No
podía hacer nada para evitarlo. Las voces se irían con él para seguir
molestándolo más allá.
El
lobo se acercó a Utuq con la cabeza baja, olfateando hasta que encontró la
fuente de sangre y la lamió con especial dedicación. Sobre las piernas del
gigante estaba el hombre que había intentado matar con dos malditas lanzas
arrojadas al pecho, mismas que no lograron su cometido. «Aquí tienen a su
guerrero inmortal». Musitó Utuq a las voces en su cabeza, el lobo lo escuchó y
se acercó a su mano izquierda para que lo acariciase por última vez.
Cuando la respiración de Utuq se hizo lenta y
las voces en su cabeza fueron un eco ahogado en un mar intenso de dolor, el
lobo se puso de pie. Miró a Utuq con el ojo que le quedaba y mordió la garganta
de quien hasta ese momento había sido su proveedor de alimento. Luego de dar el
golpe final, el lobo se montó sobre los dos hombres muertos y aulló a la luna
que terminaba de elevarse en el cielo.