martes, 2 de febrero de 2021

 

La muerte se consume en latas

 

En un futuro remoto, donde las multinacionales tienen potestad sobre la vida y el destino de los hombres. Bendecidas por  eclesiásticas manos doblegando al mundo, en doctrinas para la despersonalización. Empresas erigidas como dioses de la prosperidad, donde la marabunta laboral humana cribaba sus sueños y su voluntad para morir como recipientes vacios en un baldío.

Argentina, después de la devastación,  acumulaba millones de almas en pocas megaciudades. Formosa  era una, allí el régimen un tanto permisivo;  los moralistas se entreveraban con degenerados y  ascetas de lo ajeno.  La escoria de otras regiones más pulcras  del país eran exiliados al confinamiento aterrador y aplastante, contenidos en los inexpugnables  muros de la aquella urbe.

En ese tremebundo contexto eructaba a la vida un ser  achatado, obsesivamente prolijo, de saltones ojos abulonados; vejado de mejillas, con una imperturbable  frente pelada y lisa de obstinado chapista.  Solitario como las babosas que no encuentran las hojas frescas y deambulan por el patio para terminar en alguna pila de basura. 

Abstraído en el trastero de su tienda de objetos pasados de moda, desperdicios ya sin alma, arrojados de otras épocas, a los que él dogmáticamente nombraba como antigüedades.

Tras la insistente  invasión de voces, a la que era sometida su cabeza después de sobar una chapa, besar el aluminio, adorar la plateada lámina y su llavecita. Esforzarse para comprender la  sofocación  mental  a la que lo sometían  los atormentados espíritus. 

Clamándole, susurrándole, desvelándolo día tras día. Avocado a una tarea rudimentaria, como lo hubiese hecho un guerrero sarraceno, afanosamente afilaba una y otra vez, cien veces más  el borde de una  lata de corned  beef.  Con manía compulsiva alistaba su herramienta del martirio, báculo de la muerte, exterminador de toda luz y gracia.

Cuando parpadeaban indiferentes  las luces en la desalmada megaciudad formoseña, entre jaurías de perros hirsutos babeando hambreados y seres andrajosos perdidos en  recuerdos de cosas que jamás pasaron.  Elías, ese  achaparrado anticuario, mecenas de la muerte insondable, acechaba, indagaba, reptaba y  asestaba. 

Sus manos de largos dedos crujientes y enraizados tenían la fuerza de una amasadora industrial. Su boca cargada por  labios gruesos y dientes absurdos, siempre amarillentos, era el espanto mismo. Una anatomía que invitaba a mirar hacia el piso.

 Huérfano como un descolado alacrán del infinito Sahara, lejano a la realidad y a la sociedad. Solo ventas eventuales  de alguna antigüedad lo acercaba a la humanidad. Era tan hábil para hacer buena diferencia de dinero como desgarrar la carne con su lata afilada.

 

Así asediaba desde adentro, ésta ansiosa  bestia, como un virus ascendiente  en el  plasma arterial del  corrompido cuerpo de la metrópolis.

Si este repulsivo ser, poseído por esos clamores psíquicos acosándolo; durante  su nocturna transformación  alcanzaba a su víctima, toda suerte estaría echada.  Se ahogaría el grito del desafortunado ante tal desbordante espanto, colapsaría su esfínter en un mar de vergüenza, retumbarían las sienes por  un truculento  dominó en espiral cayendo  estruendosamente  uno contra otro.  Se moriría del espanto antes de haberse derrumbado en súplicas.

No hay mayor temor que observar  aterido, imposibilitado de acción, el devenir del dolor ante el brillo refulgente del filo inclemente, esmerilado para la desgracia de la carne,  en una fiera lata de corned beef  portadora del sangriento destino.

Se partirían  uñas rascando paredes, intentando enmendar asfixiantes  pecados en inútiles oraciones. Absurdo  tratar de animar en la  mente una imagen de cualquier misericordioso santo o intentar dar vacíos argumentos,  para terminar desbaratándose  ante el  inminente final.

Nada, nada, absolutamente nada podrá detener el  engranaje encendido, el buster que recibe esa misántropa señal de los abismos fabriles,  desencajando el cerebro del anticuario Elías.      El portador de la desdicha, implacable sembrador de enrevesadas  teorías populares. El,   transcurriría  matando entre sutiles pausas con su temible lata de corned beef. Para el beneplácito y la enmendación de todas las guturales voces.

Imposible poder  definir  el atroz tormento de tres centímetros de afilada e indoblegable lata, poseída por la potencia de mil espíritus  penetrando en el cráneo. El apagón de sentidos irrumpiendo después de un  estallido de agonía.

Cayendo tan burda y pesada  como una bolsa de papas, aquella víctima alcanzada por el motivado Elías, tendrá el beneplácito de una  última visión: Las tenis roídas manchándose  con sangre del  imperturbable anticuario, hacedor de tan incomprendido suplicio.

Ningún final más irracional que el de un espíritu arrancado violentamente de un cuerpo. Ascendiendo a los cielos o quien sabe a dónde,  viendo  mientras se aleja  de su receptáculo  material , una frente incrustada  por una fiera lata de corned beef, afilada por el mismo Satán.

Y a ese ser vil, de cerúlea gabardina, cuello de resorte de feria;  allí tan devoto a su obra, contemplando los estertores finales de su víctima; saboreando el hedor acre de la sangre  derramándose desde la cabeza,  por el cemento hasta sus tenis.

Formosa  lo sufrió por lustros, cuando las luces caían, las abigarradas  prostitutas dudaban, los chulos escupían maldiciones, los policías hocicos de cerdo,  olfateaban el excremento de los ladrones. Él y la esculpida forma de su  muerte proseguían  rondando  de todas maneras.

En cada farola de inciertas esquinas, en cada zigzagueante  pingüino tremebundo con forma de hombre, en cada posible victima moviéndose apopléjica  de su casa al kiosco jugando a la lotería con su destino.

No hay más belleza para el anquilosado de brillantina, prisionero de otras desvanecidas épocas y sórdido anticuario Elías, que las personas arrogantes de vida, se aventurasen en la retorcida  noche  arrastrando sus invisibles ataúdes.

Nada más divino para sus imparables latas que terminar vaciando entrañas, conversando  cara a cara, con la resignada masa encefálica. En esta realidad demencial de un descalibrado  planeta donde los cadáveres son comidas para los que serán cadáveres.

La impenetrable oscurantista y renacida Swift X, ascendida a compañía multinacional, emperatriz del jamón del diablo y el corned beef, abarrotaba sus galpones con cuerpos. Pilas interminables hasta las vigas de los techos, degradándose, supurando mares de asquerosidad por  los pisos.

Toda carne descompuesta, más esqueléticas reses de descarte,  arrojadas con su último aliento  a una enorme trituradora. Entre balidos desgarradores, hedores dantescos y atronadores ruidos de maquinaria.   Aquel leviatán  industrial machacaba huesos, grasas, carne y vísceras para ser hervidas a cientos de grados y finalmente presentada enlatada  en atiborradas góndolas serviles a las masas mal nutridas.

No obstante la vastedad de la comida enlatada, las hambrunas y la desigualdad eran moneda corriente en un mundo de cyborgs policías y ciudadanos desencajados. La desesperación brotaba de las grietas sociales como la resina en una conífera desgajada a hachazos.

En esta triste situación alimenticia, el hábil anticuario Elías, al devorarse su pan de carne, recibía en esa molienda de amarillenta pastosa grasa, blancas pecas de hueso hervido y amoratados grumos de carne destazada, una importante cantidad de alma torturada y desolada. Toda la desgracia y desesperanza de aquellas vidas  olvidadas  sin apropiada extremaunción o entierro,  que a favor del progreso y el engranaje productivo, con sus anatomías muertas alimentaban a los vivos.

Elías, antena receptora de la angustia del inframundo, desvelado y furtivo en esas interminables noches;  mataba empuñando el ataúd al vacío de todos esos desdichados cadáveres cocinados. Una afilada lata de corned beef, tan poseída como implacable.

Hinchando de atrocidad a la futurista Formosa hasta aplastarla contra sus murallas. En un sinfín de muerte, por el solo hecho de acallar y compadecer el  intermitente tañir de las voces fantasmales. Cada vez que ingería, como muchos otros hambreados, las sucesivas porciones  de macerada carne enlatada.

Él era la antena, el gran receptor de la frustración de esas almas retorcidas en sus purgatorios. Para su justicia y locura, la afilada lata de corned beef causaría más y más estragos.