La internet
de las cosas (sic.)
Todo iba
bien con la interconectividad, hasta que se descargó de manera automática la actualización b3867, en el
sistema operativo central de mi domicilio impoluto.
Soy un
hombre mayor que siempre lucha por adaptarse a los cambios, por más abruptos o
complejos que estos sean. La tecnología es algo a lo que uno necesita
acostumbrarse, después de las contrariedades de mi primer matrimonio, la depresión y posterior
suicidio de mi segunda mujer, mi mente,
que no claudica fácil ante la adversidad, ha intentado asimilar que el mundo se
ha transformado en un lugar mejor para el ser humano. Que todo está pensado
para hacerle la vida un tanto más sencilla a uno. Años atrás me pasaba horas
ordenando y doblando mi ropa, para acomodarla en los estantes y en los cajones.
Hoy, ese menester, lo hace mi ama de llaves robot, aunque, sinceramente, extraño
esa terapia de las mañanas. Por la soledad me he vuelto algo obsesivo con el
orden y la pulcritud, debo reconocerlo.
Les contaré
acerca de esa tarde, cuando arribé y el portón del garaje no se abrió. Por
alguna razón contraria a la realidad física, mi domótica vivienda sabía que mi
auto aún estaba en el taller, a la espera de un repuesto. Si aún estaba en reparación, era imposible
que estuviese en el frente de la casa. Los sensores ópticos, confundidos ante
tal supuesto gemelo decidieron no abrir. Sorprendido por aquello, yo suponía,
que desde el taller robotizado habían llegado datos al computador de la
vivienda, indicándole que mi vehículo estaba en su riel de reparaciones
rápidas. De primera instancia, culpé al software antiguo de mi taller de
confianza, basado en conversaciones holográficas que había tenido con el dueño,
donde confesó no ser muy amigo de la tecnología y sus consecuencias.
«Sin duda, esta anomalía se
corregirá en un instante» Pensé en ese momento,
mientras tejía un abrigo de lana. Mi abuela me había enseñado algunos puntos
crochet, en tanto que el auto se conducía por la ciudad, yo los practicaba. Si
mi trabajo y sus problemas generaban algo de ansiedad en mí, ese pasatiempo me
tranquilizaba.
Días
después, como tejedor lento que era, fui hilvanando los sucesos de todo lo que
me pasó esa tarde y al día siguiente. Durante la actualización b2999, la
Inteligencia Artificial que controlaba casi todas mis pertenencias, excepto un
caballito de madera, herencia de mi abuelo carpintero, una hamaca paraguaya en
la que retozaba mis viejos huesos y otras nimiedades, había recibido un
poderoso paquete de seguridad reforzada con factores de duda y comparación muy
específicos, lo que le permitía tomar decisiones de último momento. Y no estaba
nada mal, resulta que los malvivientes, a la orden de las circunstancias,
replicaban rostros en sofisticadas impresoras 3d, para lograr sortear sensores
biométricos simples. Con proyectores portátiles de hologramas, instalados sobre los parabrisas, enmascaraban
vehículos para burlar la vigilancia automatizada, y otros ingenios, que, si Leonardo
Da Vinci viviese, estaría encantado de conocer. Como adinerado empresario
inmobiliario que era, mi nivel de seguridad debía ser alto, la desigualdad y la
pobreza hacían que la gente cometa más
delitos. No era mi culpa, pero muchas veces me preguntaba ¿Qué estaba haciendo
yo para mejorar esa dura realidad? La cuestión es que el paquete de seguridad
b2999 estaba muy bien, no así, la posterior actualización b3867, que tenía que
ver con la IAG (inteligencia artificial general) de mi casa, y todos mis
aparatos conectados. Las cosas se fueron complicando.
La cuestión
era que no podía entrar a mi cómoda casa, pues la misma, me estaba protegiendo
ante la duda. Pasaron unos minutos, el portón no se abrió. Cuando descendí de
mi automóvil, una treintena de drones oscurecieron la escasa luz que provenía
del cielo, traían mercadería de la distribuidora Belicor. Se detuvieron ante el
perímetro defensivo de la alta valla que resguardaba mi morada y fueron
comprobados por un escáner. Así lograron pasar al patio interior sin ser
fulminados por un pulso electromagnético. <<Que demonios>> pensé yo,
en ese momento extraño y rascándome la
cabeza. << ¿Será mi heladera que
ante un faltante de vegetales congelados hizo un pedido? ¿O los sensores del
guardarropa, que ante mi pérdida de peso calcularon la necesidad de otra talla de
ropa? ¡Treinta drones con paquetes es una compra desproporcionada! >>
Gritaba en mi mente esa tarde, parado como un tonto en la entrada de mi
domicilio inteligente. Recuerdo que intentaba no perder la compostura, pero esa
situación se sentía como una intromisión a mi privacidad.
Por suerte
el escaneo biométrico y digital de la puerta principal no falló, y pude acceder
a mi vivienda, justo cuando veía a mi automóvil hacer marcha atrás y conducirse
solo hacia un destino que desconocía yo. <<El taller>> pensé. <<
¡Qué diablos, el auto sabrá! ¿Acaso no es un vehículo inteligente? >> Mi
cabeza conjeturaba algunas cosas al respecto.
Cuando el mi coche se perdió de vista, sentí
que algo mordía el pantalón de mi traje. ¡Vaya susto! En un instante me
encontré rodeado de mascotas robots que estaban recibiéndome con algarabía, al
momento en que los drones levantaban vuelo y partían. A mis pies tenía una
buena cantidad de perros droides de última generación, que mordisqueaban
suavemente mis tobillos y movían sus colas saludándome. Nunca tuve problema con
esas mascotas autómatas de interminable energía, ya que mi sobrina poseía dos y
eran fieles y con diferentes estados de ánimo, que los volvían maravillosos
compañeros. El problema era que yo no
había pedido tal cantidad de mascotas,
que además de caras ladraban, y menos que menos, dos tarántulas robots amigables,
que saltaban a la altura de mi mano, ni la perfecta réplica sintética de lémur,
que pretendía trepar por mi pierna, o esa clase de cerdito doméstico mecánico
que se había ensañado con mis geranios. <<
¡Pero qué endemoniada cosa estaba sucediendo! >> Maldecía y refunfuñaba
mientras intentaba quitar el lémur de mi cadera
Hoy, en
parte, me causa gracia todo aquel evento al recordarlo. Comprendí que haber
adquirido un sofá con asistente psicológico, no había sido una buena idea. El expeditivo sofá había evaluado mis
conversaciones y escaneado las reacciones de mi organismo con todos sus
sensores, en la evolución de cada charla, para luego considerar mi soledad como
un problema existencial. Sus inteligentes algoritmos habían encargado las
mascotas a Belicor, con el afán de
aliviar la falta de afecto en mí día a día.
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alegres robots y después le di una patada al cerdo androide por haber
destrozado mis flores, su ¡oink! fue menos convincente que los argumentos que
utilizo para vender propiedades, el último día hábil de la semana, cuando mi
mente ya no da más. Sin dudas, ese día, un manto negro se desplegaba sobre mi
rutinaria vida para voltearla como a un
guante quitado a las apuradas. Algo andaba muy mal, una mascota podría ser un
encargo lógico del sofá, pero no veintisiete. Hasta ese momento, en mi realidad
cotidiana, la interconectividad de las cosas había respondido como lo esperado.
Pero, parecía que un virus maléfico había entrado en el sistema operativo
central y desquiciado a la Inteligencia artificial de los aparatos varios de mi
hogar en permanente conexión.
Todo fue in
crescendo durante las horas siguientes, la pulsera estatal reglamentaria, que escaneaba mis estado de salud y que no
podía ser removida sin autorización del ente regulador, falló también. Se puso
en rojo, y en escasos minutos un ulular de sirenas sonaban en el frente de mi
casa. Ya en el exterior y con diligencia, fui abordado por médicos con trajes
de contención biológica. Deduje que mi última lectura biométrica había sido
negativa en extremo. Rodeado de mis perros robots y con el lémur pegado a mi
espalda, fui conducido, casi en andas, hacia un camión de máxima seguridad.
Allí, despojado de toda ropa, terminé en un tubo de cristal reforzado plagado
de sensores, los cuales al cabo de pocos minutos y exámenes, determinaron que
yo no era la amenaza biológica que mi pulsera manifestaba. Cuando ya
oscurecía en ese tremebundo día, uno de
los médicos a cargo se disculpó ante el fallo de lectura de la pulsera. Me
explicó, que por ser yo un buen ciudadano, habían movilizado sus unidades para
la contención de patógenos hasta mi domicilio. Si hubiese sido otra persona,
aún estaría aislado esperando ser atendido en un hospital de máxima
complejidad. Después de tres palmadas en la espalda, todo el circo se retiró
del frente de mi propiedad, con un importante despliegue de sirenas que fue
acompañado por las miradas de los vecinos “solidarios”.
De todas mis
nuevas mascotas, la única que entró a mi casa fue el lémur, las demás quedaron
afuera, y por los chispazos azules, deduje que las arañas habían intentado
pasar la alta valla del frente. El primate estrepsirrino robot se había ganado
mi afecto, ya que había luchado ferozmente con uno de los médicos, cuando pretendían quitarlo de mi
espalda y meterme dentro del tubo. Parece que esa imitación natural cargaba una
inteligencia artificial con una personalidad muy particular. Su cuerpo era de
silicona hiperrealista y su pelaje blanco y gris se sentía muy suave.
Antes de ir
a la cama, cada tanto, suelo inspeccionar la huerta interna que posee mi casa.
Helga, mi ama de llaves autómata, revisa
los cultivos por mí cada mañana, además
de otras tareas que realiza con verdadero fervor robótico. Esa noche, fue
extraño no verla en la cocina o en la sala de estar al ingresar, entonces deduje
que ella andaría controlando el crecimiento de las lechugas, revisando la
iluminación led, etc. Pero me llevé otra sorpresa más para mí desgracia. Al sortear
la puerta del invernadero hidropónico, vi a Helga enredada y cubierta de
vegetales, tijeras de podar en mano, intentando de manera repetitiva cortar un
grueso tallo de hinojo. Atascada y moviéndose con mucha dificultad, con la
estantería de las remolachas y las escarolas por detrás. Sus servomecanismos se
habían trabado con el estropicio de hojas y pedazos de verduras, que había
hecho durante el día, en un frenesí horticultor sin control alguno. Ante mis
azorados ojos, un pandemónium se manifestaba en mi maravillosa huerta hogareña.
Los leds titilaban como en un escenario horroroso, la robot en el medio,
cubierta de verde, agitaba su largo brazo dando tijeretazos al aire y emitiendo
un agudo chirrido. Ni un tomate quedaba en pie, eran un puré rojizo anaranjado
debajo de las orugas de mi ama de llaves. Tanto cuidado y tiempo en la cinta
hidropónica, alimentando a la fruta con disoluciones minerales y un extra de
licopeno, para que esos enormes y rojizos tomates terminen aplastados, por todo un sistema que
había enloquecido. Después de desconectar a Helga, cuidándome de las tijeras
que sacudía, terminé transpirado y agotado, durmiendo abrazado al lémur, al que,
por si acaso, también le desconecte su batería interna. Las demás mascotas
robóticas siguieron en el patio ladrando y corriendo, jugando entre ellas. Esa
madrugada soñé con el contrahecho cerdo mecánico escarbando, con sus brillosas
pezuñas de aleación, el macetero de las
hortensias. Fue un sueño horrible, afuera llovían dígitos en verde
fluorescente, como una cortina imposible, que estallaba en gotas de números al
golpear el piso de mi patio frontal. Y en el cielo oscuro y tormentoso, una
desproporcionada nube con forma de algoritmo, amenazaba con desplomarse sobre
mi impoluta casa.
Desperté
temblando y sudado, agarrando las sábanas con fuerza entre mis dedos. Eran las
seis de la mañana, y ni bien abrí los ojos se encendió la pared televisor de mi
habitación en el canal de telenovelas. Jamás he mirado telenovelas, como
tampoco programé mi pared televisor para encenderse a esa hora. Desde la planta
baja, un aroma a café quemado subía escaleras arriba, la cafetera inteligente
no solo estaba encendida y esperándome con el desayuno, sino que había hecho el
peor café del universo. Mire al lémur robot que yacía a los pies de mi cama, y
quede paralizado en un pensamiento. << ¿Que hago aquí en esta casa
inteligente?>> Me repetía una y otra vez. Miré mi pulsera estatal reglamentaria y
agradecí que no estuviese en rojo de nuevo. Eso fue un alivio en verdad.
Esa mañana
maldije a la internet de las cosas, que, por algún motivo, se había confabulado
para complicarme la existencia, mientras tomaba el café poderoso, que mi
inteligente cafetera me había preparado. Sereno, con la aceptación de un monje
en su claustro, esperaba al técnico que me
iba a sacar de aquel suplicio tecnológico. Mis pensamientos estaban en
una imagen, que colgaba en la pared de la cocina, en ella se veía a mi primera
mujer. Era una foto en nuestra antigua
casa de campo, en los buenos tiempos, cuando se podía disfrutar del entorno
natural, con el lago por detrás y toda esa belleza inconmensurable. Después del
segundo reordenamiento urbanístico, y por cuestiones medioambientales, ya nadie
más pudo habitar una casa en las afueras de las megaciudades. Por un momento,
aquella mañana de melancolía, pensé en encender todas las hornallas eléctricas
y causar algún tipo de cortocircuito para que todo se prendiese fuego, pero, de
alguna manera, mi vivienda domótica se
defendería de las llamas, con sus extintores y sus colchones de espuma ignífuga.
Como relaté
anteriormente, soy una persona mayor que siempre lucha por adaptarse a los
cambios, supongo que por eso, esa mañana le hice caso omiso a mi vehículo
autónomo, cuando regreso de su parranda y chocó contra el portón de entrada.
Tampoco me inmuté al ver una
invasión de drones de Belicor cayendo por los pulsos electromagnéticos de la valla, cuando los
sensores de seguridad rechazaron las sucesivas
peticiones de entrada. Más tarde me enteraría, que en las cajas que
traían los drones, había lencería de mujer de talla grande. Ropa interior que
yo no había pedido, obviamente, y que quedó desparramada en el frente de mi
casa, para la comidilla de mis vecinos “solidarios”. Esa mañana, minutos antes
de que llegara el técnico, y se encargara del sistema operativo central de mi
casa inteligente, tomé aire profundamente y me fui al patio a jugar con mis
perros robots, que parecían estar vivos al verme, poseídos por almas
reencarnadas de maquinas extintas. Hubo un momento extraño, cuando el cerdo
escarbador de macetas se quedó quieto mirándome, estaba más allá, solitario. Qué
más daba…ya habían pasado demasiadas cosas, sonreí y extendí mis brazos. El
contrahecho cerdo robot corrió hacía mi para hociquear mis tobillos ¿feliz? Al
menos lo parecía.
Pasó un
tiempo, sigo en mi casa inteligente, y
mi auto no se ha vuelto a marchar solo por ahí, todo parece ir normal. Decidí quedarme
con algunas mascotas, incluidas el lémur y el cerdo robot. Helga fue reparada y
actualizada, ahora controla la cafetera, pues el café sigue saliendo fuerte
como el eructo de un orangután. Con el tiempo descubrí dos cosas, una es, que
la culpa de todo el descontrol de mi casa la tiene la actualización b3867, y la
otra es aún más sorprendente. La caja con ruedas y múltiples brazos metálicos
que solucionó rápidamente los problemas del sistema operativo central de mi vivienda,
no es nada más ni nada menos que Juan Pablo, el técnico de siempre. Más bien,
es su conciencia insertada en esa caja perdurable,
autónoma, que trabaja para Belicor, la multinacional que nos vende todo lo que
necesitamos en nuestra alacena o guardarropas, y que garantiza el buen
funcionamiento de toda la inteligencia artificial inherente a la internet de
las cosas. Juan Pablo tuvo un serio accidente en su trabajo, que le costó la
vida, por suerte su conciencia pudo ser salvada y reimplantada a tiempo. La filial
uruguaya de la compañía había premiado a su competente operario con la
prolongación de su existencia. Ahora Juan pablo trabajaba doce horas, y las
otras doce restantes del día la pasaba con su familia, paseando al perro,
jugando video juegos o sencillamente molestando, ya que, por estar contenido en
una máquina, no necesitaba dormir. En mi costosa póliza de seguro tengo un
contrato para la conservación de mi cuerpo y una posterior recomposición
celular, de acuerdo a las normativas estatales de restauración biológica;
prefiero un organismo mortal reemplazable y no ser parte de un aparato, como el
técnico en cuestión. Solo estiraré un tiempo más la vida de mi carne, tanto
como el dinero me lo permita.
Debo
reconocer que, Juan siempre ha sido un ser muy amable y competente. Aquel día
cuando terminó su tarea de reparación en mi casa inteligente y domótica, no le
ofrecí un café, pues ya no tiene boca para ingerirlo, pero si tuvimos una amena
conversación, de la misma manera afable que cuando poseía su cuerpo humano. Ahora
es un engranaje más de la interconectividad, que trabaja para Belicor.