martes, 2 de febrero de 2021

 

La internet de las cosas (sic.)

 

Todo iba bien con la interconectividad, hasta que se descargó de manera  automática la actualización b3867, en el sistema operativo central de mi domicilio impoluto.

Soy un hombre mayor que siempre lucha por adaptarse a los cambios, por más abruptos o complejos que estos sean. La tecnología es algo a lo que uno necesita acostumbrarse, después de las contrariedades de mi primer  matrimonio, la depresión y posterior suicidio  de mi segunda mujer, mi mente, que no claudica fácil ante la adversidad, ha intentado asimilar que el mundo se ha transformado en un lugar mejor para el ser humano. Que todo está pensado para hacerle la vida un tanto más sencilla a uno. Años atrás me pasaba horas ordenando y doblando mi ropa, para acomodarla en los estantes y en los cajones. Hoy, ese menester, lo hace mi ama de llaves robot, aunque, sinceramente, extraño esa terapia de las mañanas. Por la soledad me he vuelto algo obsesivo con el orden y la pulcritud, debo reconocerlo.

Les contaré acerca de esa tarde, cuando arribé y el portón del garaje no se abrió. Por alguna razón contraria a la realidad física, mi domótica vivienda sabía que mi auto aún estaba en el taller, a la espera de un repuesto.  Si aún estaba en reparación, era imposible que estuviese en el frente de la casa. Los sensores ópticos, confundidos ante tal supuesto gemelo decidieron no abrir. Sorprendido por aquello, yo suponía, que desde el taller robotizado habían llegado datos al computador de la vivienda, indicándole que mi vehículo estaba en su riel de reparaciones rápidas. De primera instancia, culpé al software antiguo de mi taller de confianza, basado en conversaciones holográficas que había tenido con el dueño, donde confesó no ser muy amigo de la tecnología y sus consecuencias.

«Sin duda, esta anomalía se corregirá en un instante» Pensé en ese momento, mientras tejía un abrigo de lana. Mi abuela me había enseñado algunos puntos crochet, en tanto que el auto se conducía por la ciudad, yo los practicaba. Si mi trabajo y sus problemas generaban algo de ansiedad en mí, ese pasatiempo me tranquilizaba.

Días después, como tejedor lento que era, fui hilvanando los sucesos de todo lo que me pasó esa tarde y al día siguiente. Durante la actualización b2999, la Inteligencia Artificial que controlaba casi todas mis pertenencias, excepto un caballito de madera, herencia de mi abuelo carpintero, una hamaca paraguaya en la que retozaba mis viejos huesos y otras nimiedades, había recibido un poderoso paquete de seguridad reforzada con factores de duda y comparación muy específicos, lo que le permitía tomar decisiones de último momento. Y no estaba nada mal, resulta que los malvivientes, a la orden de las circunstancias, replicaban rostros en sofisticadas impresoras 3d, para lograr sortear sensores biométricos simples. Con proyectores portátiles de  hologramas, instalados sobre los parabrisas, enmascaraban vehículos para burlar la vigilancia automatizada, y otros ingenios, que, si Leonardo Da Vinci viviese, estaría encantado de conocer. Como adinerado empresario inmobiliario que era, mi nivel de seguridad debía ser alto, la desigualdad y la pobreza hacían que la gente  cometa más delitos. No era mi culpa, pero muchas veces me preguntaba ¿Qué estaba haciendo yo para mejorar esa dura realidad? La cuestión es que el paquete de seguridad b2999 estaba muy bien, no así, la posterior actualización b3867, que tenía que ver con la IAG (inteligencia artificial general) de mi casa, y todos mis aparatos conectados. Las cosas se fueron complicando.

 

La cuestión era que no podía entrar a mi cómoda casa, pues la misma, me estaba protegiendo ante la duda. Pasaron unos minutos, el portón no se abrió. Cuando descendí de mi automóvil, una treintena de drones oscurecieron la escasa luz que provenía del cielo, traían mercadería de la distribuidora Belicor. Se detuvieron ante el perímetro defensivo de la alta valla que resguardaba mi morada y fueron comprobados por un escáner. Así lograron pasar al patio interior sin ser fulminados por un pulso electromagnético. <<Que demonios>> pensé yo,  en ese momento extraño y rascándome la cabeza. << ¿Será  mi heladera que ante un faltante de vegetales congelados hizo un pedido? ¿O los sensores del guardarropa, que ante mi pérdida de peso calcularon la necesidad de otra talla de ropa? ¡Treinta drones con paquetes es una compra desproporcionada! >> Gritaba en mi mente esa tarde, parado como un tonto en la entrada de mi domicilio inteligente. Recuerdo que intentaba no perder la compostura, pero esa situación se sentía como una intromisión a mi privacidad.

Por suerte el escaneo biométrico y digital de la puerta principal no falló, y pude acceder a mi vivienda, justo cuando veía a mi automóvil hacer marcha atrás y conducirse solo hacia un destino que desconocía yo. <<El taller>> pensé. << ¡Qué diablos, el auto sabrá! ¿Acaso no es un vehículo inteligente? >> Mi cabeza conjeturaba algunas cosas al respecto.

 Cuando el mi coche se perdió de vista, sentí que algo mordía el pantalón de mi traje. ¡Vaya susto! En un instante me encontré rodeado de mascotas robots que estaban recibiéndome con algarabía, al momento en que los drones levantaban vuelo y partían. A mis pies tenía una buena cantidad de perros droides de última generación, que mordisqueaban suavemente mis tobillos y movían sus colas saludándome. Nunca tuve problema con esas mascotas autómatas de interminable energía, ya que mi sobrina poseía dos y eran fieles y con diferentes estados de ánimo, que los volvían maravillosos compañeros. El problema  era que yo no había pedido tal cantidad de  mascotas, que además de caras ladraban, y menos que menos, dos tarántulas robots amigables, que saltaban a la altura de mi mano, ni la perfecta réplica sintética de lémur, que pretendía trepar por mi pierna, o esa clase de cerdito doméstico mecánico que  se había ensañado con mis geranios. << ¡Pero qué endemoniada cosa estaba sucediendo! >> Maldecía y refunfuñaba mientras intentaba quitar el lémur de mi cadera 

Hoy, en parte, me causa gracia todo aquel evento al recordarlo. Comprendí que haber adquirido un sofá con asistente psicológico, no había sido una buena  idea. El expeditivo sofá había evaluado mis conversaciones y escaneado las reacciones de mi organismo con todos sus sensores, en la evolución de cada charla, para luego considerar mi soledad como un problema existencial. Sus inteligentes algoritmos habían encargado las mascotas a Belicor, con el  afán de aliviar la falta de afecto en mí día a día.

Conté 27 alegres robots y después le di una patada al cerdo androide por haber destrozado mis flores, su ¡oink! fue menos convincente que los argumentos que utilizo para vender propiedades, el último día hábil de la semana, cuando mi mente ya no da más. Sin dudas, ese día, un manto negro se desplegaba sobre mi rutinaria vida para  voltearla como a un guante quitado a las apuradas. Algo andaba muy mal, una mascota podría ser un encargo lógico del sofá, pero no veintisiete. Hasta ese momento, en mi realidad cotidiana, la interconectividad de las cosas había respondido como lo esperado. Pero, parecía que un virus maléfico había entrado en el sistema operativo central y desquiciado a la Inteligencia artificial de los aparatos varios de mi hogar en permanente  conexión.

Todo fue in crescendo durante las horas siguientes, la pulsera estatal reglamentaria,  que escaneaba mis estado de salud y que no podía ser removida sin autorización del ente regulador, falló también. Se puso en rojo, y en escasos minutos un ulular de sirenas sonaban en el frente de mi casa. Ya en el exterior y con diligencia, fui abordado por médicos con trajes de contención biológica. Deduje que mi última lectura biométrica había sido negativa en extremo. Rodeado de mis perros robots y con el lémur pegado a mi espalda, fui conducido, casi en andas, hacia un camión de máxima seguridad. Allí, despojado de toda ropa, terminé en un tubo de cristal reforzado plagado de sensores, los cuales al cabo de pocos minutos y exámenes, determinaron que yo no era la amenaza biológica que mi pulsera manifestaba. Cuando ya oscurecía  en ese tremebundo día, uno de los médicos a cargo se disculpó ante el fallo de lectura de la pulsera. Me explicó, que por ser yo un buen ciudadano, habían movilizado sus unidades para la contención de patógenos hasta mi domicilio. Si hubiese sido otra persona, aún estaría aislado esperando ser atendido en un hospital de máxima complejidad. Después de tres palmadas en la espalda, todo el circo se retiró del frente de mi propiedad, con un importante despliegue de sirenas que fue acompañado por las miradas de los vecinos “solidarios”.

De todas mis nuevas mascotas, la única que entró a mi casa fue el lémur, las demás quedaron afuera, y por los chispazos azules, deduje que las arañas habían intentado pasar la alta valla del frente. El primate estrepsirrino robot se había ganado mi afecto, ya que había luchado ferozmente con uno de los  médicos, cuando pretendían quitarlo de mi espalda y meterme dentro del tubo. Parece que esa imitación natural cargaba una inteligencia artificial con una personalidad muy particular. Su cuerpo era de silicona hiperrealista y su pelaje blanco y gris se sentía muy suave.

Antes de ir a la cama, cada tanto, suelo inspeccionar la huerta interna que posee mi casa. Helga, mi ama de llaves autómata,  revisa los cultivos por mí cada  mañana, además de otras tareas que realiza con verdadero fervor robótico. Esa noche, fue extraño no verla en la cocina o en la sala de estar al ingresar, entonces deduje que ella andaría controlando el crecimiento de las lechugas, revisando la iluminación led, etc. Pero me llevé otra sorpresa más para mí desgracia. Al sortear la puerta del invernadero hidropónico, vi a Helga enredada y cubierta de vegetales, tijeras de podar en mano, intentando de manera repetitiva cortar un grueso tallo de hinojo. Atascada y moviéndose con mucha dificultad, con la estantería de las remolachas y las escarolas por detrás. Sus servomecanismos se habían trabado con el estropicio de hojas y pedazos de verduras, que había hecho durante el día, en un frenesí horticultor sin control alguno. Ante mis azorados ojos, un pandemónium se manifestaba en mi maravillosa huerta hogareña. Los leds titilaban como en un escenario horroroso, la robot en el medio, cubierta de verde, agitaba su largo brazo dando tijeretazos al aire y emitiendo un agudo chirrido. Ni un tomate quedaba en pie, eran un puré rojizo anaranjado debajo de las orugas de mi ama de llaves. Tanto cuidado y tiempo en la cinta hidropónica, alimentando a la fruta con disoluciones minerales y un extra de licopeno, para que esos enormes y rojizos tomates  terminen aplastados, por todo un sistema que había enloquecido. Después de desconectar a Helga, cuidándome de las tijeras que sacudía, terminé transpirado y agotado, durmiendo abrazado al lémur, al que, por si acaso, también le desconecte su batería interna. Las demás mascotas robóticas siguieron en el patio ladrando y corriendo, jugando entre ellas. Esa madrugada soñé con el contrahecho cerdo mecánico escarbando, con sus brillosas pezuñas  de aleación, el macetero de las hortensias. Fue un sueño horrible, afuera llovían dígitos en verde fluorescente, como una cortina imposible, que estallaba en gotas de números al golpear el piso de mi patio frontal. Y en el cielo oscuro y tormentoso, una desproporcionada nube con forma de algoritmo, amenazaba con desplomarse sobre mi impoluta casa.

Desperté temblando y sudado, agarrando las sábanas con fuerza entre mis dedos. Eran las seis de la mañana, y ni bien abrí los ojos se encendió la pared televisor de mi habitación en el canal de telenovelas. Jamás he mirado telenovelas, como tampoco programé mi pared televisor para encenderse a esa hora. Desde la planta baja, un aroma a café quemado subía escaleras arriba, la cafetera inteligente no solo estaba encendida y esperándome con el desayuno, sino que había hecho el peor café del universo. Mire al lémur robot que yacía a los pies de mi cama, y quede paralizado en un pensamiento. << ¿Que hago aquí en esta casa inteligente?>> Me repetía una y otra vez.  Miré mi pulsera estatal reglamentaria y agradecí que no estuviese en rojo de nuevo. Eso fue un alivio en verdad.

Esa mañana maldije a la internet de las cosas, que, por algún motivo, se había confabulado para complicarme la existencia, mientras tomaba el café poderoso, que mi inteligente cafetera me había preparado. Sereno, con la aceptación de un monje en su claustro, esperaba al técnico que me  iba a sacar de aquel suplicio tecnológico. Mis pensamientos estaban en una imagen, que colgaba en la pared de la cocina, en ella se veía a mi primera mujer. Era una  foto en nuestra antigua casa de campo, en los buenos tiempos, cuando se podía disfrutar del entorno natural, con el lago por detrás y toda esa belleza inconmensurable. Después del segundo reordenamiento urbanístico, y por cuestiones medioambientales, ya nadie más pudo habitar una casa en las afueras de las megaciudades. Por un momento, aquella mañana de melancolía, pensé en encender todas las hornallas eléctricas y causar algún tipo de cortocircuito para que todo se prendiese fuego, pero, de alguna manera,  mi vivienda domótica se defendería de las llamas, con sus extintores y sus colchones de espuma ignífuga.

Como relaté anteriormente, soy una persona mayor que siempre lucha por adaptarse a los cambios, supongo que por eso, esa mañana le hice caso omiso a mi vehículo autónomo, cuando regreso de su parranda y chocó contra el portón de entrada. Tampoco me inmuté al ver  una invasión  de drones de  Belicor cayendo por los pulsos  electromagnéticos de la valla, cuando los sensores de seguridad rechazaron las sucesivas  peticiones de entrada. Más tarde me enteraría, que en las cajas que traían los drones, había lencería de mujer de talla grande. Ropa interior que yo no había pedido, obviamente, y que quedó desparramada en el frente de mi casa, para la comidilla de mis vecinos “solidarios”. Esa mañana, minutos antes de que llegara el técnico, y se encargara del sistema operativo central de mi casa inteligente, tomé aire profundamente y me fui al patio a jugar con mis perros robots, que parecían estar vivos al verme, poseídos por almas reencarnadas de maquinas extintas. Hubo un momento extraño, cuando el cerdo escarbador de macetas se quedó quieto mirándome, estaba más allá, solitario. Qué más daba…ya habían pasado demasiadas cosas, sonreí y extendí mis brazos. El contrahecho cerdo robot corrió hacía mi para hociquear mis tobillos ¿feliz? Al menos lo parecía.

Pasó un tiempo, sigo  en mi casa inteligente, y mi auto no se ha vuelto a marchar solo por ahí, todo parece ir normal. Decidí quedarme con algunas mascotas, incluidas el lémur y el cerdo robot. Helga fue reparada y actualizada, ahora controla la cafetera, pues el café sigue saliendo fuerte como el eructo de un orangután. Con el tiempo descubrí dos cosas, una es, que la culpa de todo el descontrol de mi casa la tiene la actualización b3867, y la otra es aún más sorprendente. La caja con ruedas y múltiples brazos metálicos que solucionó rápidamente los problemas del sistema operativo central de mi vivienda, no es nada más ni nada menos que Juan Pablo, el técnico de siempre. Más bien, es su conciencia  insertada en esa caja perdurable, autónoma, que trabaja para Belicor, la multinacional que nos vende todo lo que necesitamos en nuestra alacena o guardarropas, y que garantiza el buen funcionamiento de toda la inteligencia artificial inherente a la internet de las cosas. Juan Pablo tuvo un serio accidente en su trabajo, que le costó la vida, por suerte su conciencia pudo ser salvada y reimplantada a tiempo. La filial uruguaya de la compañía había premiado a su competente operario con la prolongación de su existencia. Ahora Juan pablo trabajaba doce horas, y las otras doce restantes del día la pasaba con su familia, paseando al perro, jugando video juegos o sencillamente molestando, ya que, por estar contenido en una máquina, no necesitaba dormir. En mi costosa póliza de seguro tengo un contrato para la conservación de mi cuerpo y una posterior recomposición celular, de acuerdo a las normativas estatales de restauración biológica; prefiero un organismo mortal reemplazable y no ser parte de un aparato, como el técnico en cuestión. Solo estiraré un tiempo más la vida de mi carne, tanto como el dinero me lo permita.

Debo reconocer que, Juan siempre ha sido un ser muy amable y competente. Aquel día cuando terminó su tarea de reparación en mi casa inteligente y domótica, no le ofrecí un café, pues ya no tiene boca para ingerirlo, pero si tuvimos una amena conversación, de la misma manera afable que cuando poseía su cuerpo humano. Ahora es un engranaje más de la interconectividad, que trabaja para Belicor.