Oráculo de los colores
No hay
noches azabaches sin el manto de la muerte arropando ilusos.
Ni pieles prietas en la sabana sin soles
ardiendo de amarillos despiadados.
Violáceos y
anaranjados entronizando atardeceres
para la posteridad de un lienzo;
por la mano
hereje del pintor consumido en la hoguera de los tiempos grises ceniza.
No hay tono
más terrenal que el pardo en la pereza del pensamiento.
¿Acaso el ocre otoñal se hastía de tanto hombre
a la deriva por sus errores?
El rojo nunca
es tan rojo como al fluir incesante la sangre,
del tintero
volcado de un cuerpo decapitado, cuando la hoja
salpicada de
escarlata destella en lo alto de cara al sol. Siempre
aullando el
gentío ante lo grotesco del desnudado
carmesí.
Jamás será
el negro tan profundo como el plumaje de un cuervo, ni en
lo sombrío
de su graznido lunar o el infinito sin pausa de sus ojos.
Y entre el
dorado esbelto de los dioses encuadernados de epopeyas;
se evoca el
argentum de sus petos, escudos y lanzas. Destellos atemporales.
Nunca las esmeraldas tuvieron tanto de verde como en tu mirada
entre
penumbras, mi amada; ni tan glaucos tus
ojos en la plena luz, hada fugaz.
Aceitunado
folklore mío, tan pendiente de horizonte como anhelante de tormentas.
Arcoíris es
Amir, herido por las balas plomizas del prejuicio de Hilary, redimida
por la paz
conservada en el ámbar eterno de Felipe José; sostenido en
los brazos
cálidos de Nieves, quien perpetúa la
rosada inocencia del niño recién nacido.
Caleidoscopio
de la geometría de las dudas y la incierta tonalidad de las decisiones.
Blanco es a donde
vamos sin prisa o con ella, leche tibia de madre del túnel más allá.