A
los saltos (por Daimon)
La comisión deportiva de Villa
Insatisfecha, un pueblo en el costado flaco de la Provincia de Buenos Aires, contrató
al turco, Abdul Demir, para organizar una competencia representativa. Debían
revitalizar la imagen de su terruño para motivar al turismo zonal.
El inmigrante, que estaba en el declive
su carrera profesional, era un septuagenario con cierta reputación por hacer de
Estambul un sitio reconocido por sus juegos primaverales. Pero, una cosa es
Turquía y otra, muy distinta, Villa Insatisfecha, donde las gallinas campean a
sus anchas sobre el pedregullo de los caminos y las loras abruman con sus
parloteos desde las copas de las palmeras, que el fundador del pueblo plantó,
con insidioso esmero, ciento veinticuatro veranos atrás.
Cosa distintiva son las comadres que
atacan como jejenes a los pocos viajeros que se desvían de la ruta
interprovincial para conocer el tranquilo pueblo, beber un refresco bajo el
alero del almacén de ramos generales y degustar una sabrosa picada de quesos y
fiambres locales.
La primera en avisparse de cada arribo
es doña América. Sin demoras, sale a barrer con su escoba de paja y se va
acercando a los turistas, despacito, como lince al conejo.
─¿De donde son ustedes?
¿Qué los trae por acá? ─Comienza su
plática con sutileza y persiste, lanzada y sin miramientos.
─Pero que guapa la buena
moza, parece Lady Di cuando estaba viva.
─¡Ay, Don, se le ha
caído el pelo! Un despelote la ciudad ¿no? Estrés le dicen. ─ asegura arrugando
la nariz, mientras se acomoda algún rulero flojo. La inquisidora mujer, de
vestido floreado y delantal, tiene bien estudiadas sus preguntas y, según la
cara de los visitantes, tantea con cuidado o dispara a mansalva.
─Quédense unos días en
la casa de Eulogia. Es como un hotel de pueblo, vio. Lo único molesto son los
mosquitos, a la noche, y los perros. Tiene ocho, pero son mansitos como agua de
tanque. El galgo tira a los garrones, si uno le pasa muy cerca, claro. Está casi
ciego de puro viejo y… algo trastornado. Quedó mal por un petardo en año nuevo,
pobrecito. Aquí le tenemos lástima. ¡Vamos, quédense!, les vendrá bien un
descansito. Si sigue así, Don, va a quedar liso de la cabeza como el de Rápidos
y Furiosos, ¡ja! Televisión satelital, no va creer. ¡Estamos al día acá, ja,
ja! ─insiste la chismosa y no suelta a su presa hasta
convencerla. En Villa Insatisfecha es conocido el arreglo que tiene con Eulogia
por cada huésped que llega a su hospedaje.
Ese año, el destinado al gran evento
deportivo que revitalizaría la imagen del pueblo, el calor estaba áspero como
chupetín de piedra pómez y el turco Abdul, como lo llamaban los parroquianos,
lo sufría terriblemente.
La temperatura agobiante, la escasa paga
del pequeño municipio, los pueblerinos, que revoloteaban a su alrededor con estúpida
curiosidad y que, encima, lo habían tomado de punto cuando aterrizaba por el
bar a jugar al truco. Todo eso, sumado, hizo crecer en él una suerte de
venganza creativa contra aquella camada de gente tosca que lo había contratado,
más por su bajo presupuesto, que por sus pasados logros.
Abdul tenía una obsesión con el truco.
Le encantaba ese criollo juego de naipes, pero era un karma que lo condenaba a
la cíclica humillación. No tenía la natural “viveza timbera” que era
indispensable para ganar al maravilloso juego. Por el contrario, el turco metía
la pata todo el tiempo, mentía mal y no le salían las señas con las que debía
informar a su compañero acerca de las cartas que tenía en su mano. Había
sufrido un pico de presión y una hemiplejia le había dejado secuelas en su
rostro. Se esforzaba para hacer las muecas correspondientes. Si un dos
equivalía a un beso, él parecía estar besando a una elefanta enamorada en la trompa,
todo fruncido e incómodo. Si le tocaba el siete de espadas, torcía los labios
hacia la derecha y se le trababa la boca. Los adversarios, sin poder contener
la risa, inmediatamente, descubrían las cartas que tenía. Para burlarse más de
él, daba la casualidad que siempre le tocaba de compañero el “chicato” Ruiz,
que tenía dos catalejos por anteojos y a pesar de que el turco Abdul se
despanzurraba con cada gesto el “cuatro ojos” no alcanzaba a distinguir.
Como colofón para las tardes de dinero
apostado y perdido, al salir del bar, Abdul
Demir solía tropezar con el galgo loco de Eulogia, que tenía la maña de
olfatear escarabajos por el pasto cuando los muchachitos traviesos dejaban de
tirarle piedras. El turco terminaba a los saltos esquivando los tarascones del
perro ciego y malhumorado y puteando en turco, que es lo mismo que maldecir en
sanscrito.
Se cree que lleva mucho tiempo para que
un volcán activo colapse y explote. En el caso de Abdul Demir, las capas
tectónicas de su paciencia se comprimían sin pausa y la catástrofe estaba a un
pelo de suceder. Si no hacía nada para aliviar su frustración, “el gran
diseñador de eventos” estallaría y perdería su trabajo. Pocos lo sabían, pero
era un hombre acabado, su cuenta bancaria estaba en rojo y no tenía muchas
opciones de empleo. Lamentaba que sus huesos hayan terminado en un lugar
alejado de la gracia de Dios, como aquel.
Cuando el turco presentó la carpeta con
la ”original” competencia a la comisión de Villa Insatisfecha, los organizadores
quedaron perplejos por lo extraño y novedoso de su propuesta. La reputación del
hombre les hizo confiar y dispusieron todo para realizar el evento. El ”baisano” venido a menos, que de tanto truco
alguna picardía había aprendido, apuró la cosa y dejó poco margen para el
entrenamiento de los improvisados deportistas; apostaba todo para divertirse a
lo grande con ellos. Lograr que esos criollos, matungos y panzones como bagres
de laguna reservada, hicieran cualquier movimiento gimnástico, era igual de
complicado que hacerle tira de cola y cavado a un búfalo. Varios quisieron
participar, solo por estar aburridos y pasados de caña con ruda.
En el hospedaje de Eulogia, unos recién
llegados estiraban las piernas sentados en las reposeras junto a los malvones,
mientras alimentaban al galgo demente con Criollitas y bizcochitos de grasa. El
pobre animal, que por la dejadez de su dueña comía a los saltos, meneaba la
cola como si le hubiesen otorgado el nobel al perro perdicero. Entre los
visitantes había un reportero del Heraldo Sureño, un semanario medio pelo y
sensacionalista que cubriría el evento trascendental del pueblo, hecho que se
había anunciado, con bombos y platillos, por toda la zona. Dustin, así llamaba
al galgo nervioso, el muchacho reportero. Aseguraba que el hirsuto y mal
querido perro tenía el rostro de Dustin Hoffman con un ataque alérgico.
El domingo, temprano, arrancó la innovadora
competencia en equipo: carrera de embolsados con copiloto. Los vehículos eran
dos arpilleras grandes, cosidas a la par. El embolsado de la derecha, mandaba y,
el de la izquierda, acompañaba con la hoja de ruta. El circuito era estrecho,
ripioso y bastante irregular. Por el lado izquierdo, estaba el zanjeo que
drenaba el canal seis, con poca agua y muchos mosquitos; por el derecho, la
estancia de Casimiro Cuevas y el feed lot
del frigorífico Sur. El olor a bosta y barro pisoteado era insoportable y, para
colmo de males, gran parte del trayecto era una pendiente de unos veinticinco grados.
Once equipos competían en el tremebundo
rally y el lugar rebalsaba de gente. Antes del disparo de largada no volaba una
torcaza, el aire estaba tenso como novio de visita y los corredores estiraban
el cuello como, si por ello, hubiera un impulso extra al largar. Cuando tronó
el escopetazo y salieron atropellando en un frenesí de grotescas sirenas en
arpillera; el equipo de la Garza Estigarríbia y el Pelado Nahuel, picaron en
punta. Iban a los saltos, sujetando bien las bolsas, como pistones de un motor aceitado.
La gente, enloquecida, alentaba al extraño espectáculo. El problema, para el
equipo puntero, era la Garza. Un tosco gigante que medía cincuenta centímetros
más que el pelado; por lo tanto, el desesperado copiloto, se descocía saltando
para emparejar a su largo compañero. En la primera curva, el pelado no dio más
y se fue de bruces al zanjón, arrastrando con él al orgulloso piloto, que
aleteaba como loco, enredado en la arpillera e intentando, en vano, evitar el
apocalipsis de mosquitos que se los iba a comer.
─¡Eso te pasa por
trampear al mus! ─le gritó el Roncha
Martínez, del equipo que les pisaba los talones. Venían embalados, como
canguros escapando del fuego. Pareja de la timba, se conocían bien. Saltaban
parejito y comían terreno como en la rayuela. Ni las boinas se les volaban; los
morochos iban de cara al viento, saboreando la victoria. Una pinturita, hasta
que el copiloto piso una espina de tala, aguda y larga, como el remate de una
soprano en el Colón, que le traspasó la alpargata de yute y, por poco, le
desinfla el alma. ¡Cómo puteaba ese cristiano! En pampeano, en guaraní y en
arameo antiguo, saltando en una pata y sin soltar la arpillera. Sumó tres
zancadas martirizantes y clavó el ancla, ahí nomás.
─¡Jodéte por guampudo! ─Le
gritó el piloto del equipo de atrás, el tercero contando con el de la malograda
Garza. Al instante y, por pésimos deportistas, fueron atropellados por los gorditos
Popovich. Los panza de agua venían rodando
cuesta abajo y, por desgracia, otro par de paisanos: el Colorado Manrique y
Obdulio Valdez, también cayeron en la embestida, masticando polvo y pedregullo,
en un amasijo de criollos, arpilleras y pañuelos al cuello, que daba gusto ver.
Rodaron como un ovillo de lana, levantando abrojos y topando cardos por la banquina
derecha, pelándose hasta los huesos. “Si no fuese por el alambrado, todavía
estarían dando vueltas”, dijo un viejito en la panadería, días después.
A todo este desatino, el manco Cárdenas,
se las arreglaba como podía para sujetar su bolsa mientras que, su copiloto, el
matemático Estrada iba compenetrado en la hoja de ruta.
─¡Larga tres derecha, no
te pases… tres izquierda… se cierra…, ojo… ¡Cuidado, vizcacha! ─gritaba
desaforado y saltaba a la vez, pegado a su compañero.
A pocos metros, el “vasco” Fernández, con Benítez, el
talabartero del pueblo, venían incómodos y complicados como rengo con diarrea, porque
se les descocían las bolsas. La cara del vasco lo decía todo, tenía una sola y
tupida ceja, ¡la envidia de cualquier ciclope!, que llevaba fruncida a más no
poder. Sabía que se le venía la catástrofe… y así fue. Las bolsas se abrieron
al medio y Benítez se fue al zanjón escarbando el aire como el hombre araña
cuando se queda sin tela. Por su parte, el vasco se llevó, con el último manotazo,
al manco Cárdenas y de un tirón. En el violento viraje, al copiloto Estrada se
le terminó la cháchara y pasó por encima del alambrado cabeceando un nido de
hornero. La explosión de barro hizo que los
restantes competidores pararan a ayudar; menos, el “finoli” de Julito
Reyes y Poroto Nader, su copiloto. Siguieron solos, saltando como ranitas y
buscando la meta. Por malos compañeros, a Poroto se le acalambró un femoral y,
ambos, tuvieron que salir de sus arpilleras para estirar las piernas; en ese
instante, el galgo esquizoide de Eulogia, con tanto alboroto cruzó por debajo
del alambrado y empezó a repartir tarascones, en un justo desapruebo de
competidores. Luego. Iluminado por algún dios perruno levantó una de las bolsas
cosidas con el hocico y fue disparado hacia la meta. Hay algunos espectadores
que aseguran que el perro loco corrió como chita prendiéndose fuego todo el
trayecto hasta cruzar la línea.
Al mediodía, el turco Abdul Demir,
después de revolcarse de la risa, coronó a al único competidor que pasó, embolsado, por línea de
meta: el galgo ciego y volado. Por suerte, ahora tenía un nuevo dueño que lo
había bautizado: Dustin.
Nota
del autor
Este relato es muy simpático. Comenzó
siendo más breve, destinado a un concurso humorístico. Lo malo de los concursos
son sus limitaciones y lo bueno, es que invitan a la reescritura de los
relatos. Este fue ampliado y mejorado.
En un primer plano podemos apreciar el
cómico acontecer de la vida en Villa Insatisfecha y malintencionado/gracioso
concurso de embolsados. Con ello, ya tememos bastante entretenimiento. No
obstante, en un segundo plano, el relato nos cuenta acerca de los perdedores y
como, éstos, se desenvuelven. El turco que está resentido por su realidad y
pergeña una venganza curiosa, el galgo que es cascoteado, mal alimentado y se
la pasa mordiendo como manifestación por su desdicha y, hasta la misma América,
que no le queda otra que chismorrear y conseguir alguna ganancia en lo limitado
de ese pueblucho alejado y aburrido.
Por último, casi como una moraleja, el
relato nos habla de que los últimos pueden ser los primero. Léase: Dustin
llegando a la meta, mientras los demás han quedado en la rodada, y con la
suerte de tener un nuevo dueño, más amigable.
Tal vez lo notaron o tal vez no, pero al
perro lo humanicé a través de citar diferentes formas de locura. Cosa que lo
acerca a cada uno de nosotros. Y, para acompañar al título, los protagonistas, en
algún momento están “a los saltos”.