martes, 23 de enero de 2024

 

A los saltos   (por Daimon)

 

 

La comisión deportiva de Villa Insatisfecha, un pueblo en el costado flaco de la Provincia de Buenos Aires, contrató al turco, Abdul Demir, para organizar una competencia representativa. Debían revitalizar la imagen de su terruño para motivar al turismo zonal. 

El inmigrante, que estaba en el declive su carrera profesional, era un septuagenario con cierta reputación por hacer de Estambul un sitio reconocido por sus juegos primaverales. Pero, una cosa es Turquía y otra, muy distinta, Villa Insatisfecha, donde las gallinas campean a sus anchas sobre el pedregullo de los caminos y las loras abruman con sus parloteos desde las copas de las palmeras, que el fundador del pueblo plantó, con insidioso esmero, ciento veinticuatro veranos atrás.

Cosa distintiva son las comadres que atacan como jejenes a los pocos viajeros que se desvían de la ruta interprovincial para conocer el tranquilo pueblo, beber un refresco bajo el alero del almacén de ramos generales y degustar una sabrosa picada de quesos y fiambres locales.

La primera en avisparse de cada arribo es doña América. Sin demoras, sale a barrer con su escoba de paja y se va acercando a los turistas, despacito, como lince al conejo. 

¿De donde son ustedes? ¿Qué los trae por acá? Comienza su plática con sutileza y persiste, lanzada y sin miramientos.

Pero que guapa la buena moza, parece Lady Di cuando estaba viva.  

¡Ay, Don, se le ha caído el pelo! Un despelote la ciudad ¿no? Estrés le dicen. ─ asegura arrugando la nariz, mientras se acomoda algún rulero flojo. La inquisidora mujer, de vestido floreado y delantal, tiene bien estudiadas sus preguntas y, según la cara de los visitantes, tantea con cuidado o dispara a mansalva.

Quédense unos días en la casa de Eulogia. Es como un hotel de pueblo, vio. Lo único molesto son los mosquitos, a la noche, y los perros. Tiene ocho, pero son mansitos como agua de tanque. El galgo tira a los garrones, si uno le pasa muy cerca, claro. Está casi ciego de puro viejo y… algo trastornado. Quedó mal por un petardo en año nuevo, pobrecito. Aquí le tenemos lástima. ¡Vamos, quédense!, les vendrá bien un descansito. Si sigue así, Don, va a quedar liso de la cabeza como el de Rápidos y Furiosos, ¡ja! Televisión satelital, no va creer. ¡Estamos al día acá, ja, ja! ─insiste la chismosa y no suelta a su presa hasta convencerla. En Villa Insatisfecha es conocido el arreglo que tiene con Eulogia por cada huésped que llega a su hospedaje.   

Ese año, el destinado al gran evento deportivo que revitalizaría la imagen del pueblo, el calor estaba áspero como chupetín de piedra pómez y el turco Abdul, como lo llamaban los parroquianos, lo sufría terriblemente.

La temperatura agobiante, la escasa paga del pequeño municipio, los pueblerinos, que revoloteaban a su alrededor con estúpida curiosidad y que, encima, lo habían tomado de punto cuando aterrizaba por el bar a jugar al truco. Todo eso, sumado, hizo crecer en él una suerte de venganza creativa contra aquella camada de gente tosca que lo había contratado, más por su bajo presupuesto, que por sus pasados logros.

Abdul tenía una obsesión con el truco. Le encantaba ese criollo juego de naipes, pero era un karma que lo condenaba a la cíclica humillación. No tenía la natural “viveza timbera” que era indispensable para ganar al maravilloso juego. Por el contrario, el turco metía la pata todo el tiempo, mentía mal y no le salían las señas con las que debía informar a su compañero acerca de las cartas que tenía en su mano. Había sufrido un pico de presión y una hemiplejia le había dejado secuelas en su rostro. Se esforzaba para hacer las muecas correspondientes. Si un dos equivalía a un beso, él parecía estar besando a una elefanta enamorada en la trompa, todo fruncido e incómodo. Si le tocaba el siete de espadas, torcía los labios hacia la derecha y se le trababa la boca. Los adversarios, sin poder contener la risa, inmediatamente, descubrían las cartas que tenía. Para burlarse más de él, daba la casualidad que siempre le tocaba de compañero el “chicato” Ruiz, que tenía dos catalejos por anteojos y a pesar de que el turco Abdul se despanzurraba con cada gesto el “cuatro ojos” no alcanzaba a distinguir.

Como colofón para las tardes de dinero apostado y perdido, al salir del bar, Abdul  Demir solía tropezar con el galgo loco de Eulogia, que tenía la maña de olfatear escarabajos por el pasto cuando los muchachitos traviesos dejaban de tirarle piedras. El turco terminaba a los saltos esquivando los tarascones del perro ciego y malhumorado y puteando en turco, que es lo mismo que maldecir en sanscrito.

Se cree que lleva mucho tiempo para que un volcán activo colapse y explote. En el caso de Abdul Demir, las capas tectónicas de su paciencia se comprimían sin pausa y la catástrofe estaba a un pelo de suceder. Si no hacía nada para aliviar su frustración, “el gran diseñador de eventos” estallaría y perdería su trabajo. Pocos lo sabían, pero era un hombre acabado, su cuenta bancaria estaba en rojo y no tenía muchas opciones de empleo. Lamentaba que sus huesos hayan terminado en un lugar alejado de la gracia de Dios, como aquel.

Cuando el turco presentó la carpeta con la ”original” competencia a la comisión de Villa Insatisfecha, los organizadores quedaron perplejos por lo extraño y novedoso de su propuesta. La reputación del hombre les hizo confiar y dispusieron todo para realizar el evento. El  ”baisano” venido a menos, que de tanto truco alguna picardía había aprendido, apuró la cosa y dejó poco margen para el entrenamiento de los improvisados deportistas; apostaba todo para divertirse a lo grande con ellos. Lograr que esos criollos, matungos y panzones como bagres de laguna reservada, hicieran cualquier movimiento gimnástico, era igual de complicado que hacerle tira de cola y cavado a un búfalo. Varios quisieron participar, solo por estar aburridos y pasados de caña con ruda.

En el hospedaje de Eulogia, unos recién llegados estiraban las piernas sentados en las reposeras junto a los malvones, mientras alimentaban al galgo demente con Criollitas y bizcochitos de grasa. El pobre animal, que por la dejadez de su dueña comía a los saltos, meneaba la cola como si le hubiesen otorgado el nobel al perro perdicero. Entre los visitantes había un reportero del Heraldo Sureño, un semanario medio pelo y sensacionalista que cubriría el evento trascendental del pueblo, hecho que se había anunciado, con bombos y platillos, por toda la zona. Dustin, así llamaba al galgo nervioso, el muchacho reportero. Aseguraba que el hirsuto y mal querido perro tenía el rostro de Dustin Hoffman con un ataque alérgico.

El domingo, temprano, arrancó la innovadora competencia en equipo: carrera de embolsados con copiloto. Los vehículos eran dos arpilleras grandes, cosidas a la par. El embolsado de la derecha, mandaba y, el de la izquierda, acompañaba con la hoja de ruta. El circuito era estrecho, ripioso y bastante irregular. Por el lado izquierdo, estaba el zanjeo que drenaba el canal seis, con poca agua y muchos mosquitos; por el derecho, la estancia de Casimiro Cuevas y el feed lot del frigorífico Sur. El olor a bosta y barro pisoteado era insoportable y, para colmo de males, gran parte del trayecto era una pendiente de unos veinticinco grados.

Once equipos competían en el tremebundo rally y el lugar rebalsaba de gente. Antes del disparo de largada no volaba una torcaza, el aire estaba tenso como novio de visita y los corredores estiraban el cuello como, si por ello, hubiera un impulso extra al largar. Cuando tronó el escopetazo y salieron atropellando en un frenesí de grotescas sirenas en arpillera; el equipo de la Garza Estigarríbia y el Pelado Nahuel, picaron en punta. Iban a los saltos, sujetando bien las bolsas, como pistones de un motor aceitado. La gente, enloquecida, alentaba al extraño espectáculo. El problema, para el equipo puntero, era la Garza. Un tosco gigante que medía cincuenta centímetros más que el pelado; por lo tanto, el desesperado copiloto, se descocía saltando para emparejar a su largo compañero. En la primera curva, el pelado no dio más y se fue de bruces al zanjón, arrastrando con él al orgulloso piloto, que aleteaba como loco, enredado en la arpillera e intentando, en vano, evitar el apocalipsis de mosquitos que se los iba a comer.

¡Eso te pasa por trampear al mus!le gritó el Roncha Martínez, del equipo que les pisaba los talones. Venían embalados, como canguros escapando del fuego. Pareja de la timba, se conocían bien. Saltaban parejito y comían terreno como en la rayuela. Ni las boinas se les volaban; los morochos iban de cara al viento, saboreando la victoria. Una pinturita, hasta que el copiloto piso una espina de tala, aguda y larga, como el remate de una soprano en el Colón, que le traspasó la alpargata de yute y, por poco, le desinfla el alma. ¡Cómo puteaba ese cristiano! En pampeano, en guaraní y en arameo antiguo, saltando en una pata y sin soltar la arpillera. Sumó tres zancadas martirizantes y clavó el ancla, ahí nomás.

¡Jodéte por guampudo!Le gritó el piloto del equipo de atrás, el tercero contando con el de la malograda Garza. Al instante y, por pésimos deportistas, fueron atropellados por los gorditos Popovich. Los  panza de agua venían rodando cuesta abajo y, por desgracia, otro par de paisanos: el Colorado Manrique y Obdulio Valdez, también cayeron en la embestida, masticando polvo y pedregullo, en un amasijo de criollos, arpilleras y pañuelos al cuello, que daba gusto ver. Rodaron como un ovillo de lana, levantando abrojos y topando cardos por la banquina derecha, pelándose hasta los huesos. “Si no fuese por el alambrado, todavía estarían dando vueltas”, dijo un viejito en la panadería, días después.

A todo este desatino, el manco Cárdenas, se las arreglaba como podía para sujetar su bolsa mientras que, su copiloto, el matemático Estrada iba compenetrado en la hoja de ruta.

¡Larga tres derecha, no te pases… tres izquierda… se cierra…, ojo… ¡Cuidado, vizcacha!gritaba desaforado y saltaba a la vez, pegado a su compañero.

A pocos metros, el  “vasco” Fernández, con Benítez, el talabartero del pueblo, venían incómodos y complicados como rengo con diarrea, porque se les descocían las bolsas. La cara del vasco lo decía todo, tenía una sola y tupida ceja, ¡la envidia de cualquier ciclope!, que llevaba fruncida a más no poder. Sabía que se le venía la catástrofe… y así fue. Las bolsas se abrieron al medio y Benítez se fue al zanjón escarbando el aire como el hombre araña cuando se queda sin tela. Por su parte, el vasco se llevó, con el último manotazo, al manco Cárdenas y de un tirón. En el violento viraje, al copiloto Estrada se le terminó la cháchara y pasó por encima del alambrado cabeceando un nido de hornero. La explosión de barro hizo que los  restantes competidores pararan a ayudar; menos, el “finoli” de Julito Reyes y Poroto Nader, su copiloto. Siguieron solos, saltando como ranitas y buscando la meta. Por malos compañeros, a Poroto se le acalambró un femoral y, ambos, tuvieron que salir de sus arpilleras para estirar las piernas; en ese instante, el galgo esquizoide de Eulogia, con tanto alboroto cruzó por debajo del alambrado y empezó a repartir tarascones, en un justo desapruebo de competidores. Luego. Iluminado por algún dios perruno levantó una de las bolsas cosidas con el hocico y fue disparado hacia la meta. Hay algunos espectadores que aseguran que el perro loco corrió como chita prendiéndose fuego todo el trayecto hasta cruzar la línea.

Al mediodía, el turco Abdul Demir, después de revolcarse de la risa, coronó a al único  competidor que pasó, embolsado, por línea de meta: el galgo ciego y volado. Por suerte, ahora tenía un nuevo dueño que lo había bautizado: Dustin.

 

 

 

 

 

 

Nota del autor 

 

Este relato es muy simpático. Comenzó siendo más breve, destinado a un concurso humorístico. Lo malo de los concursos son sus limitaciones y lo bueno, es que invitan a la reescritura de los relatos. Este fue ampliado y mejorado.

En un primer plano podemos apreciar el cómico acontecer de la vida en Villa Insatisfecha y malintencionado/gracioso concurso de embolsados. Con ello, ya tememos bastante entretenimiento. No obstante, en un segundo plano, el relato nos cuenta acerca de los perdedores y como, éstos, se desenvuelven. El turco que está resentido por su realidad y pergeña una venganza curiosa, el galgo que es cascoteado, mal alimentado y se la pasa mordiendo como manifestación por su desdicha y, hasta la misma América, que no le queda otra que chismorrear y conseguir alguna ganancia en lo limitado de ese pueblucho alejado y aburrido.

Por último, casi como una moraleja, el relato nos habla de que los últimos pueden ser los primero. Léase: Dustin llegando a la meta, mientras los demás han quedado en la rodada, y con la suerte de tener un nuevo dueño, más amigable.

Tal vez lo notaron o tal vez no, pero al perro lo humanicé a través de citar diferentes formas de locura. Cosa que lo acerca a cada uno de nosotros. Y, para acompañar al título, los protagonistas, en algún momento están “a los saltos”.