El aroma del adiós
El bote avanza y deja una estela de espuma. Lo
impulsa un solitario remero con brazadas firmes y un buen ritmo, sobre las aguas
oscuras. El chasquido de las paletas en el agua y el crujido de las ramas en el
viento hacen contraste en la orquesta de trinos que acompañan a la visión de
ensueño. Pienso, al contemplar el boscaje frondoso y la amplitud de colores, que
solo un paisajista del renacimiento podría plasmar con fidelidad este panorama
atemporal. Suspiro y luego lleno mis pulmones con el aroma, terroso y fresco,
del río.
Me encuentro en la orilla del Volga, en el margen
izquierdo de siempre, con el sol de frente que interpela a mis arrugas y
entibia los recuerdos. Sentado en el prado, siento la frescura del suelo a
través de mis pantalones livianos. Extraigo de un bolsillo del saco el pequeño
cofre que contiene las bragas de mi amada. Blanco e inmaculado algodón
terminado en puntillas, que se desliza en mi mano como si una paloma, trémula y
agotada, aleteara en busca de la tibia luz.
Como otras veces, retorno a este enclave, mojón de
nuestros encuentros de juventud, donde tú, amada Anna Ivanova, untabas rodajas
de pan fresco con mermelada hecha de los frutos que tus manos recogían de los
arbustos de mi finca. Acudo a este margen pacífico para apartarme del mundo en
la soledad natural, a cobijo con las aves que anidan en la remembranza de tus
ojos azules, mi adorada musa del atardecer.
En este paño de íntima tela atesoro tu aroma, mujer
etérea, danzarina de los silencios y las miradas interminables. Cada vez que lo
acerco a mi nariz y aspiro, vuelves a mí, tomas mi mano y me transportas en el
tiempo, cuando el nogal rebosaba de nueces y el abuelo Pavel nos acunaba entre
melodías de su violín.
¡Oh, mi amada de los campos arados de Nóvgorod!
Partiste temprano en la penumbra de un cuarto sencillo. Te llevó la fiebre y el
canto del ángel, al tren que parte desde las nubes hacia el infinito. Tan
lívido como perfecto, tu rostro sin dolor se despidió del mundo con el
plumín que trajo la brisa y entró por la
ventana para posarse en tu frente, como un beso de ángel en un arrebato de
alma. Te fuiste llegando el ocaso, muy
frágil, joven y deseada; jugosa breva de bucles rojizos y pies de hada, para
dejarme en la desolación más desolada del alma.
Con el respeto que representa tu evocación, tomo
esta prenda delicada y la huelo extasiado y en paz. En ella encuentro el
perfume de tu piel más protegida, la que era únicamente mía, la que besaba sin
prisa y soñaba en mis noches solitarias y ardientes, cuando tú te alejabas, por
meses, a estudiar en la academia. En esta femenina tela, siempre he resguardado
a nuestro amor, que fue intenso y alocado, sosteniéndola y apretándola en mi mano
noche tras noche, de pie y frente a la ventana, mientras divago en el argentum de la luna llena y, en ella,
veo a tu corazón arder de deseo por mí.
Amor de mi vida, dueña de mis sueños, hoy es el día.
Vuela libre a otros campos labrados, a otras tierras de inmensidad; me diste
los mejores besos, las mejores caricias, el éxtasis de los momentos
perpetuos.
Se aleja el bote, superado por algunos pájaros de
brillante plumaje esmeralda que, por un momento, se animaron a escoltarlo. Te
aseguro, Anna, el aroma balsámico de los abetos no logra romper la experiencia
sensorial del exquisito efluvio que asciende de tus bragas hacia mi rostro.
Cierro mis ojos y me dejo ir en los vapores envolventes del recuerdo...
Allí estábamos, tú y yo, trepando las escaleras hacia
la buhardilla, pletóricos de alegría como niños al son del carrusel. Tú eras la
casquivana y traviesa llevándome, de las narices, a la perdición; rompiendo la
formalidad de mi noble educación con tus ocurrencias de joven silvestre, tan
llena de vida como un volcán que hace erupción con pétalos de rosas y desborda
por sus laderas nevadas.
Imantado por tu bella figura, blanca y lozana flor
de los jardines babilónicos, te perseguía largo rato evitando alcanzarte. La
casa, que era vasta y refinada, jugaba con nosotros a ser un laberinto de
pasión. Corríamos y corríamos en esa cacería ardorosa y desenfrenada, mientras
rodeábamos macizos muebles y sorteábamos obstáculos, hasta rodar por las mullidas
alfombras persas; de la misma manera que el lobo acude a la luna, yo he vivido
prendado de tu desnudez. Con el corazón desbordado y el deseo en cada poro, mi
pícara gacela, al fin te alcanzaba en el desván, en ese juego caprichoso de los
amantes que nada planean pero que todo se les da, por la arrogancia de su
tempestuoso fuego. Allí, entre los enseres, baúles y maniquíes de la abuela
costurera, con haces de luz intimidados sobre la turgencia de tus senos, te
tomaba como un poseso, invadido por sensaciones inquisidoras para los cánones
de mi cerrada educación. Al final, desnudo de mandamientos falaces, dejaba
libre al animal sórdido y carnívoro, perverso y soez, que todo humano contiene
y, en la lucha de los amantes que se desean más allá de toda comprensión, yo
apretaba y tú gozabas, yo entraba y tú salías de ti misma elevada al clímax.
Entonces, remontada por los vientos del goce, tus uñas desgarraban las cortinas
de las que te sujetabas, mientras te encorabas y retorcías en el aire caliente
del cuarto. Ibas y venias, entre los universos y a horcajadas de mi pelvis,
como un reptil cósmico y lujurioso, pelado de sudor. Mis manos se aferraban a
tus muslos, igual que un penitente a sus plegarias, y mis dientes comían de tu
nuca entre rojizos bucles y coces incontenibles. El tiempo, que era todo
nuestro por el contrato del intransigente deseo, se licuaba en los
gemidos, se estiraba en cada orgasmo, se
esparcía en los besos.
Poco a poco, en esa encarnizada batalla sobre el
terreno de tu plena intimidad, una lluvia candorosa descendía por tus piernas
hasta el polvillo del piso, inundando al ambiente de un petricor dulzón y
embriagador. Tan entregados como Ulises a un destino heroico e inmortal,
nuestros cuerpos se fundían en un solo vaivén, y nuestros corazones se
acompasaban con el pulso de las horas. Dos relojes de carne transpirada, arada
de uñas y aturdida por la locura. Dos criaturas de la divinidad amalgamadas en una gema de amor.
Anna del follaje fresco en la primavera, de las
ardillas inquietas y las bayas dulzonas del campo, tan silvestre y apasionada ¿cómo
haré para, al fin, permitir que partas? Te revivo en cada ave, en cada brisa y
en cada árbol. Mis manos en tus caderas, se volvían cortezas protectoras y la
savia, mi sangre, bullía al empujar todo mi cuerpo de bosque transformado
dentro de tu río de vida, llamado a apaciguar a la madera muscular, con su
nervioso ramaje, cada intersticio nudoso y cada hoja en su plenitud verde. Siempre
cerca del deslave, con cada beso que de mi boca vibrante surgía.
Incansable Anna Ivanova, eras fuente de mi juventud,
arcilla moldeada por mis suaves y firmes caricias, ánfora mujer, doncella
infinita. Ahora, soy un tronco viejo y marchito, un gris esbozo de todo lo que
fui en tus brazos y, lo aseguro: no hubo otra ni habrá jamás, no hay una como
tú. Por ello, cuando llegue la hora, me iré con las golondrinas en alguna tarde
de otoño, para alcanzarte, más allá de los evos y de las dimensiones, donde
anidan las pasiones de los amantes acérrimos, custodiadas por una cornucopia de
soles.
Beso tus bragas, como si te besara a ti toda, por
completo, desde el talón hasta tu frente, desde el aura hasta el alma. Una
última vez me refresca la fragancia inmortal en esta perfecta e íntima tela
blanca. Me inundo de ti y naufrago en tu mirada, en ocasiones, contemplativa y
acaramelada; otras, llena de melancólica esperanza. Suspiro… los minutos se
desangran en filamentos tristes por la rivera.
Entonces, cuando el remero ya no se divise, y ese
tímido corzo se escabulla entre el tupido follaje, yo regresaré tu prenda al cofre,
para depositarlo en el río y que parta.
¡Oh mi Anna Ivanova, de la hoz y la azada, de los
campos cultivados de Nóvgorod! Te fuiste joven llegando el ocaso, ligera cual
hada, preciosa como el esplendor de la mañana oriental, para dejarme en la
desolación más desolada del alma.
Nota
del autor
No hay mucha vuelta en este relato, habla de una
pasión con forma de fetiche. Un amor profundo y prohibido que se truncó con
gran dolor.
Cuando me propuse redactar este cuento pensé en
Rusia, en lo salvaje de la taiga, los montes y los ríos. Luego busqué en mi
experiencia personal y pasional y plasmé, con el léxico más exquisito posible,
la remembranza del hombre enamorado y atrapado en un bucle temporal.
Así como el sexo tiene su clímax, podría decirse que
la muerte es su contrapeso y, desde ese punto, desarrolle el cuento. El relato, con leves modificaciones, se puede
trasladar a China o a las Islas Canarias y tendría la misma intensidad.
No es fácil escribir erotismo y la mejor manera de
aprender es intentándolo. El buen gusto literario es imprescindible y, si nada
se ha leído acerca del tema, lo más probable es que no se logre “cocinar” un
buen relato. Recomiendo literatura India
y del oriente, en general. Ayudará a encontrar el enfoque necesario.
En este tipo de relatos no pueden faltar las
sensaciones de todo tipo, el lector debe sentir con el tacto, el olfato, el
gusto, etc. Incorporar aromas y sabores, colores y una exaltación de las
emociones es harto importante.
Es bueno estirar el ojo hacia la época victoriana,
los modales caballerescos, las damas y sus inigualables vestidos, las maneras y
los galanteos. Paris es una cita indispensable para el romance, como Venecia y
un paseo en góndola o un beso atemporal en los jardines babilónicos.
Sé que algunos escritores harán la observación de
los adjetivos y de cierta complejidad narrativa pero, considero que, si se
logra un equilibrio y una constante, todo es válido. Me refiero a escribir con
olas que rompen parejo en la mar del relato y no se estrellan, de improviso, en
las rocas de las frases o las estructuras inoportunas.
Escriban erotismo y no piensen que por decir puta
todo se ira al garete, lo importante son los labios que pronuncian tan profunda
palabra y en el momento preciso en que se dice. El romance es un juego, jueguen
ustedes con situaciones y palabras como si estuviesen allí, disfrutando.