Relatos
de la Nueva Buen Aire
Muralla
(por Daimon)
Con
dificultad, el niño se acercó a la muralla, estaba manchada y parecía infranqueable.
La imponente pared lo inquietaba, su corazón bombeaba fuerte y en sus dedos
sentía un cosquilleo eléctrico. Sus labios estaban secos y su boca pastosa,
pero eso era algo de todos los días.
Un
dron de vigilancia lo escaneó desde lo alto, esa era una zona restringida. Al
cabo de unos minutos de zumbona compañía, lo desestimó como amenaza y partió veloz,
con la fuerza sumada de sus cuatro hélices, a otra alerta en el perímetro. El
niño cerró un ojo, apuntó con sus resortera al reluciente vigilante y disparó.
La bolilla de acero no alcanzó al objetivo, el dron se alejaba como saeta.
Siguió
avanzando y al descender de un terraplén, hundió sus pies en una podredumbre de
desechos y fango maloliente. Chapoteó hasta dejar atrás varias pilas de basura y
se topó con un bastión de vehículos oxidados y desmantelados. Ante el rojizo y estropeado
panorama, recordó esas películas viejas acerca del fin del mundo, con futuros
aterradores y devastación sin fin, que solía mirar junto a su amigo Hernán antes
que lo molieran a golpes durante un robo y lo abandonaran, moribundo, al borde
un alcantarillado. ¿Cuál era la diferencia?, pensó. La maldita película era la
realidad de ese basurero.
Escalar
por el fierro retorcido y las filosas chapas suponía un riesgo que no deseaba
correr. Por un instante, amagó a cubrirse la boca con el pañuelo árabe que
llevaba al cuello, la acides y las partículas en el aire molestaban en su
garganta. Cerca, un galgo, flaco y sarnoso, lo miraba con ojos hundidos desde
el interior de una cabina, sin puertas, de un camión atmosférico abandonado. La
resignada bestia resoplaba, echada sobre los restos polvorientos del asiento. Los
resortes, que se abrían paso por el ajado cuero sintético, lo pinchaban. Era de
suponer que el perro ya no sentía nada, solo estaba allí observando al
intrépido niño y esperando a la muerte, como un bufón que ha agotado sus piruetas
y sus gracias.
El
pequeño travieso siempre le aseguraba a su madre que llegaría hasta la muralla
para tocarla; en realidad, moría por ver que había del otro lado. ¿Sería cierto
todo lo que le habían contado?
Madre
e hijo vivían en una casa humilde a pocas cuadras del basural que antecedía a
ese brutal paredón. Ella prestaba poca atención a su muchacho, estaba demasiado
drogada y débil para intentar corregirlo; después de todo, su hijo nunca le hacía
caso. Había nacido rebelde, con una curiosidad punzante que desafiaba todas las
reglas que se instauraban para controlar a la población.
La
mujer era viuda y se exiliaba en un cuarto sucio y oscuro, con sus dispositivos
sinápticos y lo que podía conseguir de esa nueva droga, sumamente adictiva, que
comenzaba a circular por su barrio. Casi en los huesos, escapaba de su miseria
dentro de los universos virtuales a los que tenía permitido acceder.
Había
algo positivo respecto a la cercanía con esa descomunal pared: las tormentas de
polvo impactaban con menos fuerza sobre ellos. El polvo de las tierras secas
descansaba en todos lados, cubría muebles y calles, picaba en los ojos y
lastimaba los pulmones, era como un amigo que se queda a comer y a dormir y que
no quiere irse, nunca, porque le gusta permanecer.
La
monstruosidad, gruesa y gris, con bloques de
metamateriales inteligentes, parecía crecer en altura, año tras año y
por sí sola, como una abominación decidida a no dejar escapar a nadie. Una
muralla para proteger, afirmaba el gobierno de turno; un paredón para condenar,
aseguraba gran parte de la población.
El
niño escupió el suelo y le dio en el lomo a una rana empantanada con el grueso gargajo. Allí estaba la inamovible
muralla, como un malhumorado maestro de incierta argamasa que lo miraba con mil
ojos intimidantes, aguardando cualquier falla del niño para ponerlo en su
lugar. Esa vastedad se erguía desde antes de su nacimiento y le habían contado
que, del otro lado, las cosas estaban peores que de su lado. Él necesitaba tocarla,
comprenderla, sentirla. La suponía fría y áspera, aunque, por lógica, estaría
caliente pues la temperatura era agobiante, aun por las noches. Ni las nubes ennegrecidas
que cubrían el sol, gran parte del día, calmaban a esa freidora climática. Solo
el hedor de la basura era más insidioso que el calor.
Lamentó
no haber traído su gorro, pronto le dolería la cabeza; pensó en refrescarse,
pero era escasa el agua que traía consigo; si hallaba un charco de agua limpio
de insectos, humedecería su blanquinegro pañuelo y lo enroscaría en su cabeza,
como un viajero de las vastas arenas. Otra vez las películas pasaron por su
mente, estaba repleto de ellas. Las pilas de basura le semejaban dunas y él se
sentía como un conquistador del desierto, un templario arrojado a la furia de
la batalla o un musulmán inspirado por la medialuna.
Pasó
la punta de su lengua por sus labios y estaban tan resecos como los techos de
los autos allí abandonados. Bebió un sorbo de su botella que colgaba de su
cinto, solo un sorbo, tenía disciplina. También portaba un martillo para su
defensa personal y un conejo de peluche roído. La historia de ese conejo con
ojos de botones marmolados, alguna vez será contada.
El
niño, cascoteado por la vida, estaba acostumbrado a la escases, como miles de
pobres, en la megaciudad de Nueva Buen Aire. Suspiró… Un pájaro recortó el
aire, su panza blanca fue una repentina mancha bajo una densa nube de polución.
Volaba con desgano abrumado por el calor.
Una
picadura como puntazo de estilete lo quitó de su contemplación. Intentó
espantar a la nube de insectos que lo rodeaba y le sacaba jugo. Los mosquitos
impiadosos eran horrendos kamikazes y las moscas parecían cuervos enardecidos y
zumbones. La mugre y el mortal calor las volvía más grandes y desesperadas. La
naturaleza se enloquecía, se plegaba sobre el humano intentando asfixiarlo. De
todas maneras, él podía hacer frente a esas molestias, era un sujeto solitario
y curtido.
Por
distintos sitios había intentado acceder a la base ancha de la muralla,
infructuosamente, claro. Era terco y no pararía hasta alcanzar sus metas.
Suponía, en su cabeza de niño aventurero, que en sus exploraciones hallaría un
agujero y le echaría un vistazo al mundo exterior. ¿Qué habría allí en
realidad?
Sus
compinches, niños mayores que él, aseguraban que tras la muralla solo quedaban
ruinas, terrenos áridos y animales en estado salvaje. Uno de esos
zaparrastrosos adolescentes, el que tenía un ojo muerto, aseguraba que moraban
en las ruinas exteriores sangrientos comedores de carne humana y otras
atrocidades mayores. Decía, abriendo con desmesura el ojo sano, que todo era a
causa de las bombas nucleares y de la locura de la guerra. Lo mejor era, sin
duda, permanecer dentro de los límites de la gran muralla.
Había
otras gigantescas ciudades, interconectadas por túneles subterráneos y diseminadas
por el territorio argentino, que mantenían el modelo de contención de población
diseñado por los orientales. Los países
se habían agrupado en bloques, con intereses diferentes, aunque seguían una
misma política de emergencia ambiental. No había opciones, el planeta era una
brasa inconcebible.
En
su cabecita preocupada, el niño intentaba creer que todos los violentos y arbitrarios
cambios en el mundo habían sido para permitir a la naturaleza regenerarse y
descontaminar el planeta. Una visión un tanto benévola de lo acontecido, pero soñaba
despierto, mientras el polvo en el aire resecaba sus fosas nasales. Por fortuna,
no sufría de alergias e infecciones respiratorias, como muchas personas. Se
rascó la frente y carraspeó. La curiosidad llenaba, en parte, el vacío de sus
tripas. ¿Qué demonios sucedía tras las gigantescas paredes?, la curiosidad lo
carcomía. Ningún noticiero o documentalista de turno le diría lo que él
descubriría, tarde o temprano.
Antes
de morir su padre, que era un hombre entrado en edad, le contó cómo el mundo
entero se había ido al diablo. Le habló de las pandemias, de las guerras por
los recursos naturales y acerca de las ambiciones humanas que alcanzaron cuotas
de demencia nuclear. Le describió cosas terribles, acontecidas en pocas décadas
y, por sobre todo, el alcance del desastre climático y ecológico. La
devastación sumada llevó a los gobiernos despóticos a confinar a sus ciudadanos
en ciudades enormes y controladas, como jamás la humanidad había visto. Antes
de fallecer, el pobre hombre se aseguró de darle una pincelada de realidad a su
pequeño hijo, con esperanza de que la vida en su florecida crudeza le duela
menos. Como pudo, le enseño a sobrevivir y luego murió, arrastrado por un
cáncer, lento y doloroso, en su garganta.
El
niño volvió sobre sus pasos, llorar no era una opción para él. Cocinaba algo por
dentro, un sarcoma que se rostizaba rápido en el horno de su alma. Pura rabia amontonada
que no comprendía bien. Apretó sus ojos con su mano sucia, llorar no era una
opción. El perro no lo vería quejarse, las moscas no lo verían flaquear y el
dron, jamás, lo vería retroceder. Ese dolor, la perdida de su padre, lo
mantenía vivo y lo fortalecía. Resurgiría de su desolación, dentro o fuera de
la descomunal muralla, aun cuando la humanidad se despedazase a sí misma bajo
un cielo de negrura sin fin. Pensaba que era fuerte, mucho más duro que la
inamovible muralla.
Pestañeó
varias veces para aclarar sus ojos claros, en el horizonte y sobre la maraña de
cables eléctricos, podía divisar al dron de vigilancia acercándose. Esbozó una
sonrisa mientras cargaba su resortera. Si acertaba de lleno y lo abatía,
volvería al refugio de la pandilla con un trofeo de calidad. Después de todo,
su blanca piel y sus rubios cabellos se camuflaban bajo toda una capa de
suciedad, lo que no era un impedimento para los algoritmos biométricos, que
escaneaban al niño y lo tenían, desde hacía tiempo, calificado en sus
registros. El dron lo identificó en su base de datos, no hubo latencia, fue de
inmediato. Algoritmos en la infinita red, lo supieron, al instante, todo acerca
de él. Todo lo que ese niño sabía, todo lo que ese niño era, todo lo que ese
niño deseaba… la amenaza rebelde que llegaría a ser si nada se hacía.
No
necesitó demasiado, el aparato volador, para esquivar los dos “gomerazos” que
intentaron derribarlo. Sin tomar represalias ─los drones de vigilancia cuentan con un
sistema de shock eléctrico─ la
máquina autónoma descendió a la altura de los ojos de su agresor, para
observarlo de cerca, como dos un celador que encuentra a un bandido a punto de
hacer una trastada. Una cámara escáner y dos ojos celestes buscaron intimidarse.
Por un instante, los adversarios se midieron, como entidades de universos
diferentes, catalogando de nuevo, pensando el siguiente movimiento.
El
dron se movió despacio hacia la muralla y el niño, manteniendo tensión en las
gomas de su resortera, lo siguió. El chisme volador marcó el camino, en zigzag,
sorteando barriles y grandes objetos herrumbrosos. Cuando el niño se atascaba,
el dron se detenía y esperaba. El océano de insectos del basural era
insoportable, pero la curiosidad del niño era superior. Continuaron avanzando,
trepando, esquivando, por un buen rato; hasta que, detrás de una marquesina
enorme y antigua, clavada y erigida en el fango como un menhir porteño, donde
se podía leer el nombre de Moria Casán, apareció el milagro.
Una
grieta, bastante grande como para que un hombre agachado quepa, surgió a los
pies de la muralla y a pocos pasos del niño. Con el sobrecogimiento del pequeño
sabandija el dron se marchó, elevándose paralelo a la inmensa pared manchada.
Un
irregular túnel se abría ante la incrédula mirada del niño. A pocos metros,
entre la fangosa podredumbre del suelo, se hallaban sus respuestas; solo debía
internarse en esa oquedad. Volvió a suspirar.
Le
costó avanzar, parecía estar clavado al barro. Con su cabeza metida dentro
del metamaterial agrietado, pudo ver una
luz en el fondo; era el lado opuesto de la gruesa pared. Logró avanzar erguido
pero lento, mientras despejaba el camino pateando pedazos de material.
Estaba
inquieto, su corazón latía fuerte. ¿Qué lo aguardaba del otro lado? Nada bueno,
según el tuerto. Sobre su oreja izquierda una luz se encendió, eso sucedía
cuando algo se enchufaba a su dispositivo de interconexión neuronal, que era
más pequeño que un puerto usb. Pero…, él nada había conectado, además, poco usaba
su terminal. Desactualizada y mal mantenida, producía fallos.
El
calor afuera de la grieta era un vaho mortal pero, adentro y mientras avanzaba,
la temperatura se templaba. El niño aletargó sus movimientos, fue un acto
extraño, como involuntario. Ya no sudaba y su corazón bajaba de ritmo. La luz
en la salida estaba allí, ni lejos, ni cerca; solo allí. Carraspeó y se puso en
cuclillas. De repente, ya no sentía esa imperiosa necesidad de conocer el otro
lado. ¿Para qué? Comedores de carne lo aguardaban, un erial interminable se
abriría ante el. Nada bueno. Quizás el tuerto había menospreciado la quietud y
la calidez de la garganta donde él se hallaba refugiado, muy tranquilo. El
tuerto había pagado su osadía y su lengua larga con un ojo, no entendía como,
pero lo sabía.
El
niño llevó su pulgar a la boca, era acogido en una matriz cálida,
reconfortante. El metamaterial pareció vibrar y reconfigurarse, como una madre
que mece a su hijo. La luz de la salida permanecía allí, brillante. El niño entró
en un profundo sopor y se durmió.
Cuando
despertó salió por donde había entrado y caminó sin sentir su cuerpo, liviano
como un manojo de plumas. El tiempo había transcurrido, pero no sabía cuánto;
tenía hambre, como de costumbre, pero diferente…
Parecía
flotar en el barro y la nube de insectos lo ignoraba. Quería llegar a su casa,
aunque sin demasiado apuro. Su mente estaba despejada, receptiva a nuevos
esplendores de la realidad confinada. El sol perdía su resplandor, en un
atardecer inseguro, confuso. Avanzó sin mirar atrás, ya no quería saber…
Un
murmullo apagado le llegó desde la grieta y no necesitó darse vuelta para
comprender. Una madre de bloques de metamateriales cosía su vientre para volver
a ser una muralla colosal, infranqueable, protectora. La luz del dispositivo de
interconexión neuronal se apagó en la tranquila cabeza de niño. Suspiró,
aliviado.
Nota del autor
Siento
un verdadero afecto hacia este relato; supongo que por criar a mi pequeño hijo a
los cincuenta años. Un relato que he trabajado con ahínco, reescribiendo y revisando
más de quince veces. La idea es que sea lineal y ameno, sin complejidades de
estilo.
En
el primer plano del cuento podemos observar a un mundo distópico pero no
lejano. Una realidad caótica que nos toca de cerca pues hay atisbos de ella en
cada rincón del planeta. La curiosidad del niño, como todo niño que hemos sido,
frente a algo enorme y lleno de misterio. La aventura que significa adentrarse
en lo prohibido sin temor a las consecuencias.
Entretejido
en el cuento, el segundo plano nos habla del abandono de un niño, de su soledad
y dolor y de como, una madre sustituta aun fuere artificial, puede calmar esa
sed de afecto. De alguna manera, toda curiosidad humana, el hambre y la sensación
de vacío se apagan cuando “la madre” entra en juego. Volvemos al limbo que es
el cálido y primigenio amor.
Y
en un tercer plano, el aterrador, nos dice cuanto de nosotros conoce la
inteligencia artificial. Tanto que puede envolvernos en un paraíso simulado y
erigirse como toda respuesta a nuestros problemas.
Se
debe tener conocimiento acerca de los avances tecnológicos para encarar un
relato futurista y distópico. El lector nos pondrá a prueba, no se tragará
cualquier anzuelo. Inventen, pero anclen sus inventos a algo conocido, aunque
sea lejano. Para hacer creíble cualquier cosa se debe alcanzar un nivel de asombro
en la precisión de la pluma. O ser listo, como Lovecraft, al relatar abominaciones
tan deformes como indescriptibles, tan horrendas como inimaginables. Lo
impronunciable, o inenarrable. ¡Vaya pillo qué era! Dicen que Borges no lo
quería pero yo sé que le gustaba; si algo tenía Jorge Luis era esa ironía a
flor de piel.
Qué
más decir… Espero que este sencillo relato les haya gustado, a mí, en particular,
me encanta.