martes, 23 de enero de 2024

 

Relatos de la Nueva Buen Aire

 

Muralla (por Daimon)

 

Con dificultad, el niño se acercó a la muralla, estaba manchada y parecía infranqueable. La imponente pared lo inquietaba, su corazón bombeaba fuerte y en sus dedos sentía un cosquilleo eléctrico. Sus labios estaban secos y su boca pastosa, pero eso era algo de todos los días.

Un dron de vigilancia lo escaneó desde lo alto, esa era una zona restringida. Al cabo de unos minutos de zumbona compañía, lo desestimó como amenaza y partió veloz, con la fuerza sumada de sus cuatro hélices, a otra alerta en el perímetro. El niño cerró un ojo, apuntó con sus resortera al reluciente vigilante y disparó. La bolilla de acero no alcanzó al objetivo, el dron se alejaba como saeta.

Siguió avanzando y al descender de un terraplén, hundió sus pies en una podredumbre de desechos y fango maloliente. Chapoteó hasta dejar atrás varias pilas de basura y se topó con un bastión de vehículos oxidados y desmantelados. Ante el rojizo y estropeado panorama, recordó esas películas viejas acerca del fin del mundo, con futuros aterradores y devastación sin fin, que solía mirar junto a su amigo Hernán antes que lo molieran a golpes durante un robo y lo abandonaran, moribundo, al borde un alcantarillado. ¿Cuál era la diferencia?, pensó. La maldita película era la realidad de ese basurero.

Escalar por el fierro retorcido y las filosas chapas suponía un riesgo que no deseaba correr. Por un instante, amagó a cubrirse la boca con el pañuelo árabe que llevaba al cuello, la acides y las partículas en el aire molestaban en su garganta. Cerca, un galgo, flaco y sarnoso, lo miraba con ojos hundidos desde el interior de una cabina, sin puertas, de un camión atmosférico abandonado. La resignada bestia resoplaba, echada sobre los restos polvorientos del asiento. Los resortes, que se abrían paso por el ajado cuero sintético, lo pinchaban. Era de suponer que el perro ya no sentía nada, solo estaba allí observando al intrépido niño y esperando a la muerte, como un bufón que ha agotado sus piruetas y sus gracias.

El pequeño travieso siempre le aseguraba a su madre que llegaría hasta la muralla para tocarla; en realidad, moría por ver que había del otro lado. ¿Sería cierto todo lo que le habían contado?

Madre e hijo vivían en una casa humilde a pocas cuadras del basural que antecedía a ese brutal paredón. Ella prestaba poca atención a su muchacho, estaba demasiado drogada y débil para intentar corregirlo; después de todo, su hijo nunca le hacía caso. Había nacido rebelde, con una curiosidad punzante que desafiaba todas las reglas que se instauraban para controlar a la población.

La mujer era viuda y se exiliaba en un cuarto sucio y oscuro, con sus dispositivos sinápticos y lo que podía conseguir de esa nueva droga, sumamente adictiva, que comenzaba a circular por su barrio. Casi en los huesos, escapaba de su miseria dentro de los universos virtuales a los que tenía permitido acceder.

Había algo positivo respecto a la cercanía con esa descomunal pared: las tormentas de polvo impactaban con menos fuerza sobre ellos. El polvo de las tierras secas descansaba en todos lados, cubría muebles y calles, picaba en los ojos y lastimaba los pulmones, era como un amigo que se queda a comer y a dormir y que no quiere irse, nunca, porque le gusta permanecer.

La monstruosidad, gruesa y gris, con bloques de  metamateriales inteligentes, parecía crecer en altura, año tras año y por sí sola, como una abominación decidida a no dejar escapar a nadie. Una muralla para proteger, afirmaba el gobierno de turno; un paredón para condenar, aseguraba gran parte de la población.

El niño escupió el suelo y le dio en el lomo a una rana empantanada con el  grueso gargajo. Allí estaba la inamovible muralla, como un malhumorado maestro de incierta argamasa que lo miraba con mil ojos intimidantes, aguardando cualquier falla del niño para ponerlo en su lugar. Esa vastedad se erguía desde antes de su nacimiento y le habían contado que, del otro lado, las cosas estaban peores que de su lado. Él necesitaba tocarla, comprenderla, sentirla. La suponía fría y áspera, aunque, por lógica, estaría caliente pues la temperatura era agobiante, aun por las noches. Ni las nubes ennegrecidas que cubrían el sol, gran parte del día, calmaban a esa freidora climática. Solo el hedor de la basura era más insidioso que el calor.

Lamentó no haber traído su gorro, pronto le dolería la cabeza; pensó en refrescarse, pero era escasa el agua que traía consigo; si hallaba un charco de agua limpio de insectos, humedecería su blanquinegro pañuelo y lo enroscaría en su cabeza, como un viajero de las vastas arenas. Otra vez las películas pasaron por su mente, estaba repleto de ellas. Las pilas de basura le semejaban dunas y él se sentía como un conquistador del desierto, un templario arrojado a la furia de la batalla o un musulmán inspirado por la medialuna.

Pasó la punta de su lengua por sus labios y estaban tan resecos como los techos de los autos allí abandonados. Bebió un sorbo de su botella que colgaba de su cinto, solo un sorbo, tenía disciplina. También portaba un martillo para su defensa personal y un conejo de peluche roído. La historia de ese conejo con ojos de botones marmolados, alguna vez será contada.

El niño, cascoteado por la vida, estaba acostumbrado a la escases, como miles de pobres, en la megaciudad de Nueva Buen Aire. Suspiró… Un pájaro recortó el aire, su panza blanca fue una repentina mancha bajo una densa nube de polución. Volaba con desgano abrumado por el calor.

Una picadura como puntazo de estilete lo quitó de su contemplación. Intentó espantar a la nube de insectos que lo rodeaba y le sacaba jugo. Los mosquitos impiadosos eran horrendos kamikazes y las moscas parecían cuervos enardecidos y zumbones. La mugre y el mortal calor las volvía más grandes y desesperadas. La naturaleza se enloquecía, se plegaba sobre el humano intentando asfixiarlo. De todas maneras, él podía hacer frente a esas molestias, era un sujeto solitario y curtido. 

Por distintos sitios había intentado acceder a la base ancha de la muralla, infructuosamente, claro. Era terco y no pararía hasta alcanzar sus metas. Suponía, en su cabeza de niño aventurero, que en sus exploraciones hallaría un agujero y le echaría un vistazo al mundo exterior. ¿Qué habría allí en realidad?

Sus compinches, niños mayores que él, aseguraban que tras la muralla solo quedaban ruinas, terrenos áridos y animales en estado salvaje. Uno de esos zaparrastrosos adolescentes, el que tenía un ojo muerto, aseguraba que moraban en las ruinas exteriores sangrientos comedores de carne humana y otras atrocidades mayores. Decía, abriendo con desmesura el ojo sano, que todo era a causa de las bombas nucleares y de la locura de la guerra. Lo mejor era, sin duda, permanecer dentro de los límites de la gran muralla.

Había otras gigantescas ciudades, interconectadas por túneles subterráneos y diseminadas por el territorio argentino, que mantenían el modelo de contención de población diseñado por los orientales.  Los países se habían agrupado en bloques, con intereses diferentes, aunque seguían una misma política de emergencia ambiental. No había opciones, el planeta era una brasa inconcebible.

En su cabecita preocupada, el niño intentaba creer que todos los violentos y arbitrarios cambios en el mundo habían sido para permitir a la naturaleza regenerarse y descontaminar el planeta. Una visión un tanto benévola de lo acontecido, pero soñaba despierto, mientras el polvo en el aire resecaba sus fosas nasales. Por fortuna, no sufría de alergias e infecciones respiratorias, como muchas personas. Se rascó la frente y carraspeó. La curiosidad llenaba, en parte, el vacío de sus tripas. ¿Qué demonios sucedía tras las gigantescas paredes?, la curiosidad lo carcomía. Ningún noticiero o documentalista de turno le diría lo que él descubriría, tarde o temprano.

Antes de morir su padre, que era un hombre entrado en edad, le contó cómo el mundo entero se había ido al diablo. Le habló de las pandemias, de las guerras por los recursos naturales y acerca de las ambiciones humanas que alcanzaron cuotas de demencia nuclear. Le describió cosas terribles, acontecidas en pocas décadas y, por sobre todo, el alcance del desastre climático y ecológico. La devastación sumada llevó a los gobiernos despóticos a confinar a sus ciudadanos en ciudades enormes y controladas, como jamás la humanidad había visto. Antes de fallecer, el pobre hombre se aseguró de darle una pincelada de realidad a su pequeño hijo, con esperanza de que la vida en su florecida crudeza le duela menos. Como pudo, le enseño a sobrevivir y luego murió, arrastrado por un cáncer, lento y doloroso, en su garganta.

El niño volvió sobre sus pasos, llorar no era una opción para él. Cocinaba algo por dentro, un sarcoma que se rostizaba rápido en el horno de su alma. Pura rabia amontonada que no comprendía bien. Apretó sus ojos con su mano sucia, llorar no era una opción. El perro no lo vería quejarse, las moscas no lo verían flaquear y el dron, jamás, lo vería retroceder. Ese dolor, la perdida de su padre, lo mantenía vivo y lo fortalecía. Resurgiría de su desolación, dentro o fuera de la descomunal muralla, aun cuando la humanidad se despedazase a sí misma bajo un cielo de negrura sin fin. Pensaba que era fuerte, mucho más duro que la inamovible muralla.

Pestañeó varias veces para aclarar sus ojos claros, en el horizonte y sobre la maraña de cables eléctricos, podía divisar al dron de vigilancia acercándose. Esbozó una sonrisa mientras cargaba su resortera. Si acertaba de lleno y lo abatía, volvería al refugio de la pandilla con un trofeo de calidad. Después de todo, su blanca piel y sus rubios cabellos se camuflaban bajo toda una capa de suciedad, lo que no era un impedimento para los algoritmos biométricos, que escaneaban al niño y lo tenían, desde hacía tiempo, calificado en sus registros. El dron lo identificó en su base de datos, no hubo latencia, fue de inmediato. Algoritmos en la infinita red, lo supieron, al instante, todo acerca de él. Todo lo que ese niño sabía, todo lo que ese niño era, todo lo que ese niño deseaba… la amenaza rebelde que llegaría a ser si nada se hacía.

No necesitó demasiado, el aparato volador, para esquivar los dos “gomerazos” que intentaron derribarlo. Sin tomar represalias los drones de vigilancia cuentan con un sistema de shock eléctrico la máquina autónoma descendió a la altura de los ojos de su agresor, para observarlo de cerca, como dos un celador que encuentra a un bandido a punto de hacer una trastada. Una cámara escáner y dos ojos celestes buscaron intimidarse. Por un instante, los adversarios se midieron, como entidades de universos diferentes, catalogando de nuevo, pensando el siguiente movimiento.

El dron se movió despacio hacia la muralla y el niño, manteniendo tensión en las gomas de su resortera, lo siguió. El chisme volador marcó el camino, en zigzag, sorteando barriles y grandes objetos herrumbrosos. Cuando el niño se atascaba, el dron se detenía y esperaba. El océano de insectos del basural era insoportable, pero la curiosidad del niño era superior. Continuaron avanzando, trepando, esquivando, por un buen rato; hasta que, detrás de una marquesina enorme y antigua, clavada y erigida en el fango como un menhir porteño, donde se podía leer el nombre de Moria Casán, apareció el  milagro.

Una grieta, bastante grande como para que un hombre agachado quepa, surgió a los pies de la muralla y a pocos pasos del niño. Con el sobrecogimiento del pequeño sabandija el dron se marchó, elevándose paralelo a la inmensa pared manchada.

Un irregular túnel se abría ante la incrédula mirada del niño. A pocos metros, entre la fangosa podredumbre del suelo, se hallaban sus respuestas; solo debía internarse en esa oquedad. Volvió a suspirar.

Le costó avanzar, parecía estar clavado al barro. Con su cabeza metida dentro del  metamaterial agrietado, pudo ver una luz en el fondo; era el lado opuesto de la gruesa pared. Logró avanzar erguido pero lento, mientras despejaba el camino pateando pedazos de material.

Estaba inquieto, su corazón latía fuerte. ¿Qué lo aguardaba del otro lado? Nada bueno, según el tuerto. Sobre su oreja izquierda una luz se encendió, eso sucedía cuando algo se enchufaba a su dispositivo de interconexión neuronal, que era más pequeño que un puerto usb. Pero…, él nada había conectado, además, poco usaba su terminal. Desactualizada y mal mantenida, producía fallos.

El calor afuera de la grieta era un vaho mortal pero, adentro y mientras avanzaba, la temperatura se templaba. El niño aletargó sus movimientos, fue un acto extraño, como involuntario. Ya no sudaba y su corazón bajaba de ritmo. La luz en la salida estaba allí, ni lejos, ni cerca; solo allí. Carraspeó y se puso en cuclillas. De repente, ya no sentía esa imperiosa necesidad de conocer el otro lado. ¿Para qué? Comedores de carne lo aguardaban, un erial interminable se abriría ante el. Nada bueno. Quizás el tuerto había menospreciado la quietud y la calidez de la garganta donde él se hallaba refugiado, muy tranquilo. El tuerto había pagado su osadía y su lengua larga con un ojo, no entendía como, pero lo sabía.  

El niño llevó su pulgar a la boca, era acogido en una matriz cálida, reconfortante. El metamaterial pareció vibrar y reconfigurarse, como una madre que mece a su hijo. La luz de la salida permanecía allí, brillante. El niño entró en un profundo sopor y se durmió.

Cuando despertó salió por donde había entrado y caminó sin sentir su cuerpo, liviano como un manojo de plumas. El tiempo había transcurrido, pero no sabía cuánto; tenía hambre, como de costumbre, pero diferente…

Parecía flotar en el barro y la nube de insectos lo ignoraba. Quería llegar a su casa, aunque sin demasiado apuro. Su mente estaba despejada, receptiva a nuevos esplendores de la realidad confinada. El sol perdía su resplandor, en un atardecer inseguro, confuso. Avanzó sin mirar atrás, ya no quería saber…

Un murmullo apagado le llegó desde la grieta y no necesitó darse vuelta para comprender. Una madre de bloques de metamateriales cosía su vientre para volver a ser una muralla colosal, infranqueable, protectora. La luz del dispositivo de interconexión neuronal se apagó en la tranquila cabeza de niño. Suspiró, aliviado.

 

 

 

 

Nota del autor

 

Siento un verdadero afecto hacia este relato; supongo que por criar a mi pequeño hijo a los cincuenta años. Un relato que he trabajado con ahínco, reescribiendo y revisando más de quince veces. La idea es que sea lineal y ameno, sin complejidades de estilo.  

En el primer plano del cuento podemos observar a un mundo distópico pero no lejano. Una realidad caótica que nos toca de cerca pues hay atisbos de ella en cada rincón del planeta. La curiosidad del niño, como todo niño que hemos sido, frente a algo enorme y lleno de misterio. La aventura que significa adentrarse en lo prohibido sin temor a las consecuencias.

Entretejido en el cuento, el segundo plano nos habla del abandono de un niño, de su soledad y dolor y de como, una madre sustituta aun fuere artificial, puede calmar esa sed de afecto. De alguna manera, toda curiosidad humana, el hambre y la sensación de vacío se apagan cuando “la madre” entra en juego. Volvemos al limbo que es el cálido y primigenio amor.

Y en un tercer plano, el aterrador, nos dice cuanto de nosotros conoce la inteligencia artificial. Tanto que puede envolvernos en un paraíso simulado y erigirse como toda respuesta a nuestros problemas.

Se debe tener conocimiento acerca de los avances tecnológicos para encarar un relato futurista y distópico. El lector nos pondrá a prueba, no se tragará cualquier anzuelo. Inventen, pero anclen sus inventos a algo conocido, aunque sea lejano. Para hacer creíble cualquier cosa se debe alcanzar un nivel de asombro en la precisión de la pluma. O ser listo, como Lovecraft, al relatar abominaciones tan deformes como indescriptibles, tan horrendas como inimaginables. Lo impronunciable, o inenarrable. ¡Vaya pillo qué era! Dicen que Borges no lo quería pero yo sé que le gustaba; si algo tenía Jorge Luis era esa ironía a flor de piel.

Qué más decir… Espero que este sencillo relato les haya gustado, a mí, en particular, me encanta.