martes, 23 de enero de 2024

 

“Aquella” cosa en el armario

 

El niño conocía a “aquella” cosa en el armario. Aunque… conocerla es mucho decir. Al menos, sabía que tenía fuertes uñas y que, sin duda, asechaba desde su redil de dos metros por dos y medio. No era tonta, suponía él, un mueble de cedro, sólido y antiguo, no estaba mal para nido de abominaciones.

En las madrugadas, mientras los integrantes de su familia dormían, “aquella” cosa en el armario rascaba las puertas desde adentro y emitía espeluznantes sonidos de ultratumba, como un llanto apagado y lejano, lastimero. A veces, según el humor de la bestia, su agonía tornaba en un graznido grave y deforme, largo como la noche invernal, que crecía hasta volverse un gruñido perturbador, profundo, desgarrador. Un verdadera proclama de soledades cuajadas en la opresiva oscuridad. Esas guturales y rasposas manifestaciones sonoras transformaban al armario en un promontorio donde contemplar el abismo de una garganta monstruosa. Todo imaginado por la inquieta mente del niño, nunca se había atrevido a abrir la puerta, a pesar de que, por momentos, sentía un fuerte deseo de consolar a “aquella” cosa en su armario. No por eso dejaban de temblar sus rodillas ni evitaba apretar el rosario de perlasen en su mano derecha. Encaraba la puerta de madera con vetas largas y barniz deslucido. A dos pies de distancia, percibía el calor y como se agitaba y revolvía lo que anidaba en el interior, noche tras noche. Por alguna razón, no hallaba la voluntad necesaria para abrir la puerta cuando la monstruosidad rascaba y se quejaba como un becerro contrahecho y mal sacrificado. Necesitaba una razón más poderosa que su miedo. Detrás de esa lámina de madera, el dolor y el horror se retorcían hasta amalgamarse en una tortura abisal. El niño solo tomaba su ropa cuando el sol despuntaba y los pájaros alegraban los árboles del bosque cercano. Lo que parasitaba en su armario retrocedía al pozo de las oscuras regiones que habitaba, seguramente, a descansar.

Una amarga temporada pasó, el niño, soportando ese horror, al que solo podía mostrar en sus dibujos, ya que era mudo de nacimiento y apenas si lograba hacerse entender con sus ademanes. En su casa victoriana, de entablado flojo y techo quejumbroso, los ruidos raros eran cosa corriente y, por lógica, alimentaban la imaginación de un niño de ocho años. ¿Quién le hubiese creído, además?

Una criada morena se había encargado, lejanamente, de su crianza, ya que tenía demasiadas tareas asignadas. Él mudito tenía cierto cariño hacia esa brillosa mujer, que hacía de nana y de universo prieto para la melancolía de su alma.

Dibujar era un escape y un viaje venturoso. En sus dibujos, por lo general en carbonilla, con trazos violentos y profundos, aparecían formas oscuras, con largas extremidades terminadas en tres uñas puntiagudas. A veces, utilizaba los crayones de tonos terrosos para detallar, la angustia de unos rostros torcidos con bocas irregulares y sin ojos aparentes. Todo intento del niño por sacar a la luz a: “aquella” cosa en el armario, era desestimado por sus padres, que prestaban esmerada atención a su otro hijo, un pequeño sabandija, un querubín de pocos meses con piel tersa y rosada y ojos color miel, como estrellas explotadas de vida. Una criatura celestial que dotaba de luz y alegría a las paredes antiguas y rechinantes de la casona de grueso entablado. El bebé era un pompón rollizo y risueño que se movía con gracia, siempre envuelto en sus pañales de tela. Con la facilidad de los ángeles, lograba dibujar sonrisas en el ajado rostro de su padre. El retoño anhelado había sido el inesperado regalo de la cigüeña, que tuvo piedad del matrimonio ante la mala fortuna de un minusválido. Botón de vida y felicidad, rellano de luz ante la tristeza, que murió atragantado con un objeto que él mismo había introducido en su boca, en un descuido de sus padres y en víspera de la noche buena.

La tragedia fue tan repentina e inesperada como el mismo embarazo. Un puñetazo a la fe, amargo como la hiel. A todo ese desgarro familiar, el niño mayor no lloró por la pérdida de su hermanito, se limitó a contemplar, por horas, el árbol de navidad de la sala, que seguía incompleto. Era un pino cortado del bosque aledaño, adornado con coloridas guirnaldas de papel y muñecos de mazapán vestidos con recortes de tela. En su base tenía un pesebre y cosas dulces como turrones caseros y caramelo hecho en las sartenes de cobre. Él parecía no sentir nada o sentirlo todo en la imposibilidad de exclamar, verbalmente, algo. El mar de lágrimas, que era su casa, parecía reventar por los rincones y salar todo resquicio de vida. Tal martirio acontecía en una noche ventosa y agitada, horas antes de la venida de Jesús al mundo.

El niño estaba vacío de voz y de lágrimas. El horror latente en su habitación, había secado sus lagrimales. Y. nadie, ni siquiera el Setter Inglés que tenía fama de avispado,  había notado a “aquella” cosa en el armario y la extraña manera en que el mudito transcurría sus días. Con la mirada apartada, escarbaba el terreno entre lo real y el más allá, en la desolación de las tostadas, la mermelada casera y el café humeante.

El pobre niño había convivido, tanto tiempo, con ese áspero compañero que persistía en rascar y berrear a su manera lastimosa y que sonaba a muerte, una muerte pastosa, cobriza, huérfana… Comenzaba a percibirlo como su único confesor y verdadero amigo, al que le hablaba desde un aplastante silencio, tras oírlo como en un embudo.

Por otra parte, pensaba que llegaría el día en que, “aquella” cosa en el armario intransigente y brutal, se lo comería. Primero, sería su cabeza, con dentellas cabales y glotona ambrosía y jugaría, un rato. Tragaría a sus piernas, poco a poco, asechando en la habitación como un tiburón de arrecife que campea a sus anchas y nada lo apura. Había asumido el atroz desenlace y era un alivio; al menos, cuando vieran el charco de sangre y los restos masticados, no sería ignorado.

El velorio de su hermanito fue mucho más que dramático. Los parientes que llegaron, desde lejos, soportaron poco la imagen de ese capullo apagado en el puntilloso ataúd y partieron tan rápido como pudieron. En definitiva, parientes de rigor que se mecían incómodos en sus trajes baratos y a los que se les enfriaba el pavo navideño y la sangre de sus caballos de tiro en la intemperie invernal. Era noche buena y, de seguro, beberían hasta embriagarse y brindarían a la salud del querubín arrebatado por la “flaca”.

Afuera se resonaban los cascos de los caballos que se sacudían y resoplaban en la noche. Una melodía vibraba en el aire, el silbido del viento entre las ramas y un Jingle Bells que llegaba desde otros apartados hogares, apenas perceptible, como el lamento ahogado de un condenado a la horca.

La madre, de mediana edad, con raso negro y palidez huesuda, yacía sin consuelo. Resistió un tiempo, temblorosa y apoyada sobre un lateral del estrecho ataúd, luego se desmayó y fue retirada a sus aposentos. El padre, un curtido leñador  dueño de un astillero, quedó hachado a los pies del féretro de su hijo, pálido como una luna descollada.

Un último pariente partió del dramático velorio y no quiso tocar al consumido hombre, que fue vencido por la agonía y se durmió aferrado a los soportes de bronce. La casa rechinó con el viento y hasta pareció ladearse. Hubo sombras, ajenas a toda sombra natural, proyectadas por las luces de las velas, manchando todo con negrura malsana.

Arropado de oscuridad, el niño cogió a su hermanito del ataúd y subió las escaleras de madera, cargándolo en brazos. Se detuvo frente al armario y respiró <<He aquí una ofrenda>> pensó, de manera solemne, y esperó. Sus ojos estaban abiertos, iguales a los de un búho que busca presas en la bruma.

Cuando las puertas se abrieron, las manos que de esa penumbra vaporosa emergieron, difícilmente puedan ser descriptas. Tan solo cabe decir, que el niño al dibujar a “aquella” cosa en el armario, había quedado muy corto en su imaginación.

Los pies del mudito estaban clavados al piso sobre un caliente charco de pis, bastó el hedor emanado de esa terrible cosa para paralizarlo. Las zarpas cogieron la ofrenda amortajada y el reloj cucú de la sala dejó de sonar cuando las puertas se cerraron.

Si las horripilantes manos fueron cuidadosas con el cadáver, también fueron expeditivas. El armario se abrió para retornar, al difunto bebé, a los brazos de su hermano mayor que, por un instante, creyó ver en el lo profundo de esa arremolinada negrura, a una caravana de beduinos, precisamente, tres de ellos. Cierta vez, su maestro el señor Oldman, durante la clase de historia antigua, había contado a sus alumnos acerca de los ancestrales moros del desierto que montaban bestias de patas largas y giboso lomo, mientras cargaban cuantiosas ofrendas. Ofrendas no siempre benignas...  

El niño depositó a su hermano bebé en el ataúd cubierto de sedas. Creyó oír un arrastrado murmullo que provenía de la escalera o más allá de la misma.

—Feliz navidaaaaad, feliz navidaaaaaadggggggrrrrrhhh… —decía, la profunda y rasposa voz. Después de eso,  el niño agotado, se durmió en el mullido sillón de la sala, con su cabeza metida entre los almohadones, rezando para no escuchar ninguna otra cosa que no fuesen los latidos de su corazón.

Durante el entierro, entre llantos y resuellos, los asistentes que se  hundían en el barro resultante de una copiosa lluvia, pudieron escuchar largos, lentos e inconfundibles arañazos. Tal poltergeist  anticipaba lo que todos ustedes lectores, ya suponen: Situación truculenta que hiciera persignar, con frenesí, al sacerdote que oficiaba el descanso final. ”Esa” cosa en el ataúd…,¡estaba irremediablemente viva!

 

 

 

Nota del autor

 

Este relato tuvo varias vueltas. Comenzó como un cuento más para un compilado de historias de horror navideñas; luego, con unos ajustes, fue a concurso y terminó siendo actualizado para este rejunte. No tiene nada de novedoso, sencillamente, su atractivo radica en como está contado. Suelo apoyarme en la forma para escribir y renovar a las ideas trilladas. Es un tanto barroco y recuerda a los trabajos Robert Bloch o Lovecraft, enormes influencias para mi estilo.

Cuando uno utiliza esta técnica que se remonta a lo gótico debe tener cuidado al adjetivar, cualquier adjetivo no encajará y no está bien valerse un diccionario de sinónimos y antónimos para aprender palabras. El instinto, con el tiempo, nos dirá que adjetivo o adverbio se debe utilizar. Recomiendo la lectura de Algernon Blackwood para crear atmosferas opresivas y misteriosas. Él era un maestro describiendo bosques cerrados, como Hodgson, en cuanto el mar y su fantasmagoría.  

En la superficie del relato tenemos al típico monstruo de las pesadillas de los niños. Cosa abominable y contenida, citada como: ”aquella”. Tras la truculencia y haciendo un guiño a la “Gallina degollada” de Quiroga, el relato nos habla del desprecio hacia los minusválidos y los hijos que nacen degenerados. Conducta mucho más espantosa que el espanto mismo escondido en el armario. Podemos decir que allí están, al menos,  los dos planos que necesita un buen cuento. Va mostrando una situación que entretiene y genera inquietud, mientras entreteje un mensaje poderoso que nos dejará pensando.

Entretanto, un nacimiento celestial, el navideño, deja paso al infernal, que es el escape de la monstruosidad recluida a través del cuerpecito del bebé; cuando “aquella” cosa, que es el miedo que necesitamos mantener lejos y ajeno, se transforma en “esa” cosa, cercana y definitivamente asumida. Un guiño al subconsciente.

Tal vez, la imaginación del niño fuese el único causal del relato y no ha existido monstruo alguno, más que su amarga soledad.