“Aquella”
cosa en el armario
El niño conocía a “aquella” cosa en el
armario. Aunque… conocerla es mucho decir. Al menos, sabía que tenía fuertes
uñas y que, sin duda, asechaba desde su redil de dos metros por dos y medio. No
era tonta, suponía él, un mueble de cedro, sólido y antiguo, no estaba mal para
nido de abominaciones.
En las madrugadas, mientras los
integrantes de su familia dormían, “aquella” cosa en el armario rascaba las
puertas desde adentro y emitía espeluznantes sonidos de ultratumba, como un
llanto apagado y lejano, lastimero. A veces, según el humor de la bestia, su
agonía tornaba en un graznido grave y deforme, largo como la noche invernal, que
crecía hasta volverse un gruñido perturbador, profundo, desgarrador. Un
verdadera proclama de soledades cuajadas en la opresiva oscuridad. Esas
guturales y rasposas manifestaciones sonoras transformaban al armario en un
promontorio donde contemplar el abismo de una garganta monstruosa. Todo
imaginado por la inquieta mente del niño, nunca se había atrevido a abrir la
puerta, a pesar de que, por momentos, sentía un fuerte deseo de consolar a
“aquella” cosa en su armario. No por eso dejaban de temblar sus rodillas ni
evitaba apretar el rosario de perlasen en su mano derecha. Encaraba la puerta
de madera con vetas largas y barniz deslucido. A dos pies de distancia,
percibía el calor y como se agitaba y revolvía lo que anidaba en el interior,
noche tras noche. Por alguna razón, no hallaba la voluntad necesaria para abrir
la puerta cuando la monstruosidad rascaba y se quejaba como un becerro
contrahecho y mal sacrificado. Necesitaba una razón más poderosa que su miedo. Detrás
de esa lámina de madera, el dolor y el horror se retorcían hasta amalgamarse en
una tortura abisal. El niño solo tomaba su ropa cuando el sol despuntaba y los
pájaros alegraban los árboles del bosque cercano. Lo que parasitaba en su
armario retrocedía al pozo de las oscuras regiones que habitaba, seguramente, a
descansar.
Una amarga temporada pasó, el niño,
soportando ese horror, al que solo podía mostrar en sus dibujos, ya que era
mudo de nacimiento y apenas si lograba hacerse entender con sus ademanes. En su
casa victoriana, de entablado flojo y techo quejumbroso, los ruidos raros eran
cosa corriente y, por lógica, alimentaban la imaginación de un niño de ocho
años. ¿Quién le hubiese creído, además?
Una criada morena se había encargado,
lejanamente, de su crianza, ya que tenía demasiadas tareas asignadas. Él mudito
tenía cierto cariño hacia esa brillosa mujer, que hacía de nana y de universo
prieto para la melancolía de su alma.
Dibujar era un escape y un viaje venturoso.
En sus dibujos, por lo general en carbonilla, con trazos violentos y profundos,
aparecían formas oscuras, con largas extremidades terminadas en tres uñas
puntiagudas. A veces, utilizaba los crayones de tonos terrosos para detallar,
la angustia de unos rostros torcidos con bocas irregulares y sin ojos aparentes.
Todo intento del niño por sacar a la luz a: “aquella” cosa en el armario, era
desestimado por sus padres, que prestaban esmerada atención a su otro hijo, un pequeño
sabandija, un querubín de pocos meses con piel tersa y rosada y ojos color miel,
como estrellas explotadas de vida. Una criatura celestial que dotaba de luz y
alegría a las paredes antiguas y rechinantes de la casona de grueso entablado. El
bebé era un pompón rollizo y risueño que se movía con gracia, siempre envuelto
en sus pañales de tela. Con la facilidad de los ángeles, lograba dibujar
sonrisas en el ajado rostro de su padre. El retoño anhelado había sido el
inesperado regalo de la cigüeña, que tuvo piedad del matrimonio ante la mala
fortuna de un minusválido. Botón de vida y felicidad, rellano de luz ante la
tristeza, que murió atragantado con un objeto que él mismo había introducido en
su boca, en un descuido de sus padres y en víspera de la noche buena.
La tragedia fue tan repentina e
inesperada como el mismo embarazo. Un puñetazo a la fe, amargo como la hiel. A
todo ese desgarro familiar, el niño mayor no lloró por la pérdida de su
hermanito, se limitó a contemplar, por horas, el árbol de navidad de la sala,
que seguía incompleto. Era un pino cortado del bosque aledaño, adornado con coloridas
guirnaldas de papel y muñecos de mazapán vestidos con recortes de tela. En su
base tenía un pesebre y cosas dulces como turrones caseros y caramelo hecho en
las sartenes de cobre. Él parecía no sentir nada o sentirlo todo en la
imposibilidad de exclamar, verbalmente, algo. El mar de lágrimas, que era su
casa, parecía reventar por los rincones y salar todo resquicio de vida. Tal
martirio acontecía en una noche ventosa y agitada, horas antes de la venida de
Jesús al mundo.
El niño estaba vacío de voz y de
lágrimas. El horror latente en su habitación, había secado sus lagrimales. Y.
nadie, ni siquiera el Setter Inglés que tenía fama de avispado, había notado a “aquella” cosa en el armario y
la extraña manera en que el mudito transcurría sus días. Con la mirada apartada,
escarbaba el terreno entre lo real y el más allá, en la desolación de las
tostadas, la mermelada casera y el café humeante.
El pobre niño había convivido, tanto
tiempo, con ese áspero compañero que persistía en rascar y berrear a su manera
lastimosa y que sonaba a muerte, una muerte pastosa, cobriza, huérfana… Comenzaba
a percibirlo como su único confesor y verdadero amigo, al que le hablaba desde
un aplastante silencio, tras oírlo como en un embudo.
Por otra parte, pensaba que llegaría el
día en que, “aquella” cosa en el armario intransigente y brutal, se lo comería.
Primero, sería su cabeza, con dentellas cabales y glotona ambrosía y jugaría,
un rato. Tragaría a sus piernas, poco a poco, asechando en la habitación como
un tiburón de arrecife que campea a sus anchas y nada lo apura. Había asumido el
atroz desenlace y era un alivio; al menos, cuando vieran el charco de sangre y
los restos masticados, no sería ignorado.
El velorio de su hermanito fue mucho más
que dramático. Los parientes que llegaron, desde lejos, soportaron poco la
imagen de ese capullo apagado en el puntilloso ataúd y partieron tan rápido
como pudieron. En definitiva, parientes de rigor que se mecían incómodos en sus
trajes baratos y a los que se les enfriaba el pavo navideño y la sangre de sus
caballos de tiro en la intemperie invernal. Era noche buena y, de seguro, beberían
hasta embriagarse y brindarían a la salud del querubín arrebatado por la
“flaca”.
Afuera se resonaban los cascos de los
caballos que se sacudían y resoplaban en la noche. Una melodía vibraba en el
aire, el silbido del viento entre las
ramas y un Jingle Bells que llegaba desde otros apartados hogares, apenas perceptible, como el lamento ahogado
de un condenado a la horca.
La madre, de mediana edad, con raso
negro y palidez huesuda, yacía sin consuelo. Resistió un tiempo, temblorosa y
apoyada sobre un lateral del estrecho ataúd, luego se desmayó y fue retirada a
sus aposentos. El padre, un curtido leñador dueño de un astillero, quedó hachado a los pies
del féretro de su hijo, pálido como una luna descollada.
Un último pariente partió del dramático
velorio y no quiso tocar al consumido hombre, que fue vencido por la agonía y
se durmió aferrado a los soportes de bronce. La casa rechinó con el viento y
hasta pareció ladearse. Hubo sombras, ajenas a toda sombra natural, proyectadas
por las luces de las velas, manchando todo con negrura malsana.
Arropado de oscuridad, el niño cogió a
su hermanito del ataúd y subió las escaleras de madera, cargándolo en brazos.
Se detuvo frente al armario y respiró <<He aquí una ofrenda>> pensó,
de manera solemne, y esperó. Sus ojos estaban abiertos, iguales a los de un
búho que busca presas en la bruma.
Cuando las puertas se abrieron, las
manos que de esa penumbra vaporosa emergieron, difícilmente puedan ser
descriptas. Tan solo cabe decir, que el niño al dibujar a “aquella” cosa en el
armario, había quedado muy corto en su imaginación.
Los pies del mudito estaban clavados al
piso sobre un caliente charco de pis, bastó el hedor emanado de esa terrible
cosa para paralizarlo. Las zarpas cogieron la ofrenda amortajada y el reloj
cucú de la sala dejó de sonar cuando las puertas se cerraron.
Si las horripilantes manos fueron
cuidadosas con el cadáver, también fueron expeditivas. El armario se abrió para
retornar, al difunto bebé, a los brazos de su hermano mayor que, por un
instante, creyó ver en el lo profundo de esa arremolinada negrura, a una
caravana de beduinos, precisamente, tres de ellos. Cierta vez, su maestro el
señor Oldman, durante la clase de
historia antigua, había contado a sus alumnos acerca de los ancestrales moros
del desierto que montaban bestias de patas largas y giboso lomo, mientras
cargaban cuantiosas ofrendas. Ofrendas no siempre benignas...
El niño depositó a su hermano bebé en el
ataúd cubierto de sedas. Creyó oír un arrastrado murmullo que provenía de la
escalera o más allá de la misma.
—Feliz navidaaaaad, feliz
navidaaaaaadggggggrrrrrhhh… —decía, la profunda y rasposa voz. Después de eso, el niño agotado, se durmió en el mullido
sillón de la sala, con su cabeza metida entre los almohadones, rezando para no
escuchar ninguna otra cosa que no fuesen los latidos de su corazón.
Durante el entierro, entre llantos y resuellos,
los asistentes que se hundían en el
barro resultante de una copiosa lluvia, pudieron escuchar largos, lentos e
inconfundibles arañazos. Tal poltergeist
anticipaba lo que todos ustedes lectores,
ya suponen: Situación truculenta que hiciera persignar, con frenesí, al
sacerdote que oficiaba el descanso final. ”Esa” cosa en el ataúd…,¡estaba irremediablemente
viva!
Nota
del autor
Este relato tuvo varias vueltas. Comenzó
como un cuento más para un compilado de historias de horror navideñas; luego, con
unos ajustes, fue a concurso y terminó siendo actualizado para este rejunte. No
tiene nada de novedoso, sencillamente, su atractivo radica en como está
contado. Suelo apoyarme en la forma para escribir y renovar a las ideas
trilladas. Es un tanto barroco y recuerda a los trabajos Robert Bloch o
Lovecraft, enormes influencias para mi estilo.
Cuando uno utiliza esta técnica que se
remonta a lo gótico debe tener cuidado al adjetivar, cualquier adjetivo no
encajará y no está bien valerse un diccionario de sinónimos y antónimos para
aprender palabras. El instinto, con el tiempo, nos dirá que adjetivo o adverbio
se debe utilizar. Recomiendo la lectura de Algernon Blackwood para crear
atmosferas opresivas y misteriosas. Él era un maestro describiendo bosques
cerrados, como Hodgson, en cuanto el mar y su fantasmagoría.
En la superficie del relato tenemos al
típico monstruo de las pesadillas de los niños. Cosa abominable y contenida,
citada como: ”aquella”. Tras la truculencia y haciendo un guiño a la “Gallina
degollada” de Quiroga, el relato nos habla del desprecio hacia los minusválidos
y los hijos que nacen degenerados. Conducta mucho más espantosa que el espanto
mismo escondido en el armario. Podemos decir que allí están, al menos, los dos planos que necesita un buen cuento.
Va mostrando una situación que entretiene y genera inquietud, mientras
entreteje un mensaje poderoso que nos dejará pensando.
Entretanto, un nacimiento celestial, el
navideño, deja paso al infernal, que es el escape de la monstruosidad recluida
a través del cuerpecito del bebé; cuando “aquella” cosa, que es el miedo que
necesitamos mantener lejos y ajeno, se transforma en “esa” cosa, cercana y
definitivamente asumida. Un guiño al subconsciente.
Tal vez, la imaginación del niño fuese
el único causal del relato y no ha existido monstruo alguno, más que su amarga soledad.