Les dejo un relato que aparece en este maravilloso trabajo de Vladimir Villarreal de 38 Minutos Ediciones. Se puede leer en Google Books.
Cuestiones de mecánica
─ Pero ¡¿quién colgó las llaves seis y ocho del
árbol de navidad?! Seguro Marito. ¿Quién otro? Malena no es capaz. ¡Cuántas
veces le dije que no entre al taller, se pasa de travieso! No me queda otra que
castigarlo ─dijo el mecánico
enojado, mientras intentaba quitarse la grasa de las manos con un trapo viejo.
─Bueno, Juan, tranquilo. Tiene ocho años, es
un nene. Busca cosas para jugar, cosas que le llaman la atención. Te pidió un
tren la navidad pasada y no se lo compraste. Le trajiste cartas de superhéroes
y tazos. ¿Algo más baratito no había? Nada que ver, Juan ─reclamó la madre del niño, ofuscada. Siempre
obraba de juez entre su marido testarudo y su nene, que tenía sus caprichos. No
entendía esa extraña relación entre el pequeño y su padre. No lograban
escucharse y, menos que menos, estar en paz.
Parecía que la criatura buscaba imitar a su padre en las tareas del
taller y el inmaduro hombre no hacía más que correrlo de allí.
─Tendrá un accidente este pibito. Abrí la
cabeza Helena, el taller no es lugar para nenes. A Ramírez le explotó un
compresor el mes pasado y le barrió las piernas a su ayudante. Te guste o no,
yo o voy a curar de espanto a nuestro hijo. Ya lo reté muchas veces y no hace
caso. No sé a quién me hace acordar ─espetó
el cuarentón, mirando con ojos inquisidores a su mujer. Ella se quitó el
delantal de cocina y fue a la habitación de la planta alta, harta de lo mismo.
Eran
días previos a la navidad y había que calmar las cosas en la casa. El mecánico
aprovechó el accidente de Ramírez para contar una historia contundente durante
la cena, que describía cómo una criatura hecha de metales había cobrado vida en
el pequeño taller del desafortunado hombre. Dicha abominación, plena de
malignidad, terminó causando una explosión brutal, valiéndose de sus manos de
trozos de hierro.
Fue
tan explícito el hombre, al contar esa elaborada historia, que hasta su mujer
quedó callada, y muy atenta, oyendo. Malena tapaba su carita, mientras que
Marito dejó de comer y se vio claramente compungido con la descripción de esa
criatura hecha de restos metálicos.
El
mecánico no tenía por costumbre castigar físicamente a sus hijos, pero en su
mirada y en su voz había una firmeza esa noche que paralizaba.
Ya
en su cama, Marito apenas si logró dormir. En su mente la descripción que dio
su padre del ser aterrador y mecánico en el taller de Ramírez, se potenció,
tomó una dimensión mucho más real.
Según
su padre, la curiosidad de los niños suele atraer a esas cosas de otras
dimensiones a los talleres mecánicos, para cobrar forma humanoide con las
partes que hallan en esos vergeles de herramientas y autopartes.
Apoyando
ese concepto les contó, que un sobrinito, muy entrometido, del viejo Ramírez,
había sido el causante de tal aparición. A todo esto, Marito temblaba
horrorizado, su mente no paraba de trabajar la imagen de esa horripilante
criatura de metales. Sin duda, su padre había tenido un efecto amplificador en
su hijo y, si bien había logrado un temor inmediato al taller, también, que su
curiosidad abriese las puertas a un horror creativo e insospechado.
En
la tarde de nochebuena, el niño, que ansiaba un tren a pilas o una pista de Scalextric,
observaba frustrado los tazos sobre la repisa de su habitación.
Hastiado
de aburrimiento decidió escabullirse al taller de su padre. Hacía días que no
iba, tras el terrible relato. Las ganas de hurgar en el cajón de las
herramientas viejas, o jugar con tuercas y bulones, fue superior a todo temor. Ansioso
y escurridizo como una laucha, se internó en la oscuridad del galpón de chapas
al fondo de la casa. Esa tarde, justo en la nochebuena, habían cortado la luz
en su vecindario. En la cocina, su madre puteaba Tenía un bizcochuelo en el
horno eléctrico que estaba perdiendo cuerpo.
El
atardecer estaba nuboso y algunos relámpagos comenzaban a tajear el cielo. Por
las ventanas cuadriculadas de vidrios sucios, entraban destellos de luz y se
reflejaban en el rostro del niño travieso. Al ver las sombras geométricas que
proyectaban todas las cosas dentro del taller, y los fogonazos de luz que
hacían brillar las poleas con sus cadenas, sintió miedo. Quiso salir, pero la
puerta se había trabado, aun tirando con todas sus fuerzas no lograba
despegarlas.
De
repente algo golpeó la chapa cerca de él. Fue un estruendo que lo sobresaltó.
Giró, y vio que, de la fosa, en el fondo del largo galpón, surgía algo. Una
silueta larga y oscura se acercaba.
Su
corazón golpeaba en su pecho, como si un caballo galopase dentro de él. Entonces,
cerró muy fuerte sus ojos e imaginó a esa criatura, hecha de metales, tan
horrenda como pudo. Suponía que al abrir sus ojos, con su poderosa imaginación,
llegaría a superar toda realidad monstruosa. Puso tanta energía y terror en esa
imagen mental, que logró ser escuchado. De todas maneras, al mirar, lo que
tenía en frente era la cara risueña y burlona de su padre.
─ ¡Te asustaste mocoso del diablo, ja, ja, ja!
A ver si aflojas con eso de venir al taller y desordenarme las cosas ─dijo su padre, a modo de advertencia.
Aguardó
a que su hijo vagoneta agachase la cabeza y largase el llanto. Tal vez pidiese
perdón, para el regocijo de padre mandón. Pero no. Nada de eso sucedió. En
cambio, los ojos del niño se abrían como faros hacia la niebla y, en ellos, más
que miedo parecía distinguirse el asombro. Allí, en el fondo del taller, algo
de otro mundo se manifestaba, crecía y cobraba forma.
De
repente, un motor aceleró, su sonido era inconfundible. Los seis cilindros de
un 2.21 Ford empujaban y bramaban en la oscuridad. Muy rápido se llenó el
galpón con los gases del escape de esa máquina devoradora de nafta. Acto
seguido el mecánico se dio vuelta alarmado. Entornó sus ojos para ver, entre
los destellos de los truenos y relámpagos que provenían del exterior, a esa
cosa con piernas de palieres y cadera de torpedos fundidos, alzarse entre la
humareda negra.
Gases
oscuros, como de un motor quemando aceite, o una aberración, con remaches
ardientes, naciendo del vientre abierto del taller. El hombre aplastó contra la
puerta de chapa a su hijo, cubriéndolo con una mano. Invadido por el más puro y
perfecto terror, intentó abrir la puerta, pero fue en vano. Mientras, la
criatura, con pecho de radiador agujereado, panza de asientos de cuero podridos
y brazos de bielas soldadas, se erguía por encima de los tres metros, casi
alcanzando el techo del galpón.
Su
rostro comenzó a tomar forma al compás de la tormenta que arreciaba afuera y
parecía querer levantar las chapas con el viento. Todo vibraba y crujía, se
estiraba y se lamentaba, a lo que el niño, lejos de tener un terror paralizante
exclamó:
─ ¡Es mucho más hermoso de lo que había
imaginado! ─Su expresión fue de
euforia, conducido tanto por lo pavoroso del momento como por lo extraordinario
de la manifestación.
Allí
estaba esa ciclópea artesanía erigida con recortes de diversos metales, tan espantosa
y maravillosa a la vez. Mirando desde sus ópticas rectangulares, ochentosas y
demodé, al niño que lo había invocado con el poder de su pensamiento, y al otro
sujeto, tembloroso, que sobraba en el mundo.
Su
boca era una parrilla de aluminio oxidada, la nariz, un claxon de camión Fiat.
Tenía garras con amortiguadores descabezados y, de alguna manera, el malacate
del taller parecía ser una extensión de su cuerpo engrasado y ensombrecido.
El
padre del niño lamentó haber mencionado a tal criatura y haber llamado con
tanto énfasis a la desgracia en vísperas de la navidad. A modo de resignación, aflojó su cuerpo y se
orinó encima, mientras la bestia metálica rechinaba y avanzaba. Lo que apresó
al mecánico, fueron las cadenas que surgían de una cantidad de roldanas, que
antes no estaban. Al estirarse, ejercían una poderosa presión alrededor de sus
brazos, sus piernas, su tronco, aplastando e hiriendo su carne.
─Perdón…, perdón…, perdón…─Repetía el padre de Marito, sollozando y con un
esfuerzo notable de su garganta sellada por el horror, mientras era elevado del
piso como la tapa de un motor al que se le debe cambiar la junta. Así, de manera
insignificante y rutinaria, era acarreado el mecánico.
En
el fondo, la grasa rojiza en los tarros comenzaba a calentarse y la fosa
parecía un abismo hambriento. La criatura se llevaba al mecánico mientras
imploraba misericordia a unos oídos de espejos retrovisores astillados. Al
mismo tiempo, a espaldas del niño, la puerta de chapa se abría abruptamente y
el torbellino de la tormenta llenaba de hojarasca al taller.
Marito
fue retrocediendo sin dejar de ver el tremebundo espectáculo. Al fondo, entre
los espesos gases del motor 2.21 que hacía de corazón, la abominación mecánica
se arrojaba a la hambreada fosa con su mecánico favorito entre sus fauces. Un
rayo cayó cerca del galpón y deslumbró los ojos del niño, que observaba como
desaparecía la horripilante visión junto a su esquivo padre.
<<
Mucho más hermosa de lo que imaginé>> pensó Marito y regresó a su casa
completamente empapado. Como una ironía del destino, esa noche tomó los tazos
de su repisa y comenzó a darles con su palma para voltearlos, faltaba muy poco
para la medianoche y el nacimiento de Jesús, y tenía apetito. Supuso que su
madre horneaba un pavo. El olor a carne asada llegaba hasta él. Ciertamente, se
estaba asando la carne, aunque no estaba seguro de que clase sería.