martes, 23 de enero de 2024

 

 






“Erigí un pilar a las puertas de su ciudad, y desollé a todos los jefes que se habían levantado contra mí; cubrí el pilar con sus pieles; a otros os emparedé en su interior; a otros los empalé en estacas sobre el pilar; y a otros los dispuse empalados sobre estacas en torno al pilar. A otros muchos los desollé; con sus pieles cubrí las murallas. Y a los jefes y funcionarios reales que se habían revelado, los desmembré.”          

                                                    Aššur-nasir-pal II (885-860 a.C.) sobre los                   .                                             seguidores de un tal Ahía-Baba

 

 

 

 Leblanc y el parásito juguetón

 

 

A la cuenta de tres… todos ustedes serán plantas   dijo Adrien Leblanc con el tono grave y perturbador de su voz. El auditorio, entero, en el estudio del canal de Bolivia TV permanecía en un silencio sepulcral. Los camarógrafos estaban cautivados por el magnetismo del hipnotista, deslizaban aquellos portentosos aparatos  buscando el enfoque adecuado con el menor ruido posible. Si alguien osaba estornudar, sin duda, lo crucificaban por inoportuno.

Eran los tempranos noventa, Adrien  vestía un traje negro con notables  gemelos en los puños de su camisa y lucía un  Rolex en su  muñeca derecha, que brillaba como una supernova. El cuello de su camisa blanca se cerraba  con un pin extraño, que parecía un escudo de armas o un emblema arcano que pocos lograban descifrar, aunque se esmeraban en ello. Su pulcritud iba a caballo de su serenidad. Sonreía poco, pero cuando lo hacía, los espectadores sentían a la inquietud recorrer  sus espinas dorsales. Difícilmente se comprendía como ese hombre joven había ascendido tan rápido al pináculo de los medios. No eran los tiempos actuales de Instagram o de Facebook, pero los seguidores del “francés” crecían sin pausa, tan deslumbrados como los que se sometían voluntariamente a sus extravagantes actos de hipnotismo.

Algunos, decían que su espectáculo de hipnosis individual o colectiva era ciertamente muy radical y provenía de sus inacabables horas de oficio mientras, los otros, atribuían el éxito a fuerzas oscuras conjuradas por él. Bien  real era su afición por la historia de la humanidad y su obsesiva búsqueda de ciertos  textos olvidados. De muy joven, recorrió antiguas librerías, ya cerradas al público y pueblos perdidos en la memoria de las personas; revisó en excavaciones olvidadas por los arqueólogos, tanto por falta de financiación o por desidia de los gobiernos de turno, arrasó anaqueles con libros polvorientos, preguntó a cultores de lo esotérico, buscó y buscó, hasta que la energía curiosa de su juventud rindió frutos. En el sitio menos esperado de un valle en Turquía halló una  gran vasija, y al examinarla, extrajo de su interior unos pocos fragmentos tallados de arcilla cocida que describían a un ancestral demonio mesopotámico.

LeBlanc tenía párpados sesgados y los ojos celestes, fríos y profundos como el lago Titicaca, igual a los de Leon Ridway, el asesino de Green River. Se movía despacio y tenso, con la certera asechanza de  un gato que fija a una presa, dejando una estela de perfume fino a su paso. No era muy alto y no lo necesitaba, su presencia era fuerte, un aura tenebrosa iba con él. Con su voz o su mirada atravesaba la carne de los presentes del escenario que fuere, aunque… el máximo horror yacía en sus manos. No precisamente en el anillo negro con el sello medieval de su dedo anular izquierdo, pero estaba allí, condensado y latente, en sus cuidadas manos.

Hombre y mujeres de La Paz, asistieron al evento televisado para ser hipnotizados por el prodigioso hombre. Firmaron un contrato donde se les aclaraba que ni Leblanc o la producción del canal se responsabilizaba por las consecuencias de aquel acto, sin embargo, parecía no importarles. Llegaron en tropel, como ovejas que bajan de un camión al matadero, seducidas por una fuerza que escapa a la comprensión.

Poco a poco, esas personas: amas de casa, dependientes o empleados de oficina, bajaron de las gradas para espectadores  y se dispusieron rodeando a Adrien Leblanc, que los tenía bajo su control hipnótico. Algunos, se recostaron sobre el piso y alzaron sus brazos a la nada y así permanecieron, pues ellos representaban al pasto; otros, formaron semicírculos en cuclillas y extendieron, un poco, sus manos con los dedos abiertos: eran los rosales florecidos. El silencio reinaba, las luces alumbraban el rostro pálido del encantador, que parecía un espectro del más relajado averno. En sus casas, los espectadores permanecían petrificados ante las pantallas de sus televisores y no faltó quien se persignara y orara.

En el estudio de televisión el calor aumentaba y algunos aflojaron los nudos de sus corbatas. Un grupo mayoritario, los más jóvenes, que estaban en la parte posterior de la amplia escenografía y alejados de las cámaras, se abrazaron unos a otros en una hilera de pie, ellos eran la ligustrina del jardín. Pasaron algunos minutos, todos permanecieron estáticos, mientras el presentador del programa de entretenimiento familiar comentaba lo que representaba cada grupo de bolivianos en esas absurdas posiciones, lo hacía con un relato intenso ante el micrófono, pero cuidando de subir, por demás, su voz. Fue entonces cuando ese reinado de la inquietud estalló. Un asistente le alcanzó una segadora de pasto encendida a Leblanc, quien  con penetrante voz dijo: —Ahora cortaré el pasto y el pasto… lo sentirá.

El ruido de la pesada y robusta cortadora era fuerte, la voz del hipnotista resonó en el lugar y hasta pareció  reverberar, como si esas palabras surgiesen de todos lados, desde cada pared de aquel escenario montado, desde los grandes focos o el suelo mismo. Adrien Leblanc rodeó al pasto, que eran esos seres inermes acostados con sus brazos en alto, y los cortó. A su paso cada par de brazos caían desplomados, golpeando duramente el piso, mientras algunos cuerpos se agitaban experimentando el verdadero dolor de la mutilación. Entre temblequeos y sollozos, los brazos de esos voluntarios eran cortados mediante hipnotismo, de la misma cotidiana e impiadosa manera como es segado el verde pasto ante el paso de la cuchilla afilada. Leblanc caminó rodeando con lentitud a sus hipnotizados, como en una procesión macabra,  igual que la Santa Compaña, tirando abajo brazos y lúdicas intenciones, recogiendo almas atormentadas. Hubo quien se orinó encima y otro que repetía sin descanso un aterrador: —¡No, no… noooo, nooo… por favor! —. El espectáculo televisado se tornaba en un circo truculento, minuto a minuto pero… solo estaba comenzando…

Las piernas de los que seguían en cuclillas temblaban por el tiempo transcurrido en esa posición incómoda, pero el poder del hipnotizador era tal, que ninguno caería al piso, pues esos rosales estaban allí para soportar tempestades y otras cosas terribles. Como les sucede a las plantas que pueden anticipar lo que pasará, cuando el siniestro hipnotizador acercó la tijera de podar al rostro, curtido y ajado, de uno de los rosales, los demás empezaron a temblar de pies a cabeza en un efecto dominó automático. Una chola con su típico atuendo, tenía sus dedos abiertos  y luchaba por cerrarlos, pero era imposible. Esas rosas esplendorosas serían cercenadas de un golpe seco y ella lo sabía: la savia  caería con el bermellón de los pétalos y el tormento sería indescriptible. Adrien murmuró algunas palabras al oído de un rosal, el más achaparrado y anciano, al que le asomaba un diente de oro con las gesticulaciones atroces que hacía con la boca. La posición de los rosales era tortuosa para la cadera y las piernas. La amenaza también era real, la tijera tenía un largo inusitado y su filo destellaba intermitentemente con las luces del lugar, como un hipo lunar.

Vengo por mis rositas… todas mis rositas. Ustedes me las darán, hoy los voy a cosechar aunque les duela y nada podrán hacer.dijo  toda la línea sin pausa, con una cadencia del averno, que entraba por el oído y corroía las terminaciones nerviosas de los participantes. Acto seguido, Leblanc comenzó a abrir y cerrar la tijera con el chasquido propio de las dos cuchillas rozándose. En ese momento terrible todo se descontroló, un camarógrafo se descompuso por una fuerte puntada en su costado y se derrumbó, la tensión pudo con su cardiopatía, su cámara, por un instante, apuntó a sus pies temblorosos en el piso. El pasto cercenado se agitaba y lloraba, alguna brizna joven chillaba como un cerdo acuchillado; los pocos, que habían quedado en las gradas de los espectadores cubrían su rosto y algunos movían con frenesí a sus cabezas negando la situación. Un grupo se retiró del gran estudio sosteniéndose entre ellos y con horribles sensaciones, mientras oraban a la virgen de Urkupiña por los que quedaban atrás, mientras todo era televisado en cadena nacional. Ningún rosal se cayó al piso pero el dolor en los muslos por la estática posición hacía estragos en los rostros de los bolivianos, los primeros planos de esas caras retorcidas acercaban a los televidentes al más grotesco museo de cera. La rareza del evento tenía a todos paralizados y fascinados a la vez. Se dijo, años después, que el director detrás de las cámaras había sido echado por su morbosa actitud pero, otras versiones comentaban que los productores le habían pagado muy bien por haber logrado tal sensacionalismo.

Lo cierto es que ese día los tijeretazos se sucedieron sin piedad alguna y el hipnotista en su imparable perversidad, contempló el extremo dolor de cada una de sus rosas, al tiempo que los puños de esos tallos cortados se cerraban encajando las uñas en la carne de las palmas hasta sangrarlas. Aquello ya dejaba de ser avant garde, novedoso o, acaso, un espectáculo divertido. Sencillamente, era una demostración de dominio y crueldad como jamás se había televisado en Bolivia. Adrien leblanc no mostraba indicios de detenerse, como tampoco de estar gozando por lo que hacía con la mente de las personas, obraba aquello con una actitud imperturbable. Para él, su trabajo era el arte de un genio mal interpretado. ¿Qué podían entender las personas comunes de ese vasto poder de sugestión, de ese orfebre de las mentes y sus temores ocultos? En parte, sentía que merecían el sufrimiento por tanta ignorancia.

Tiempo atrás, el curioso hombre había abierto una caja de pandora cuando halló las inscripciones antiguas, y ese vaho oscuro de otras eras, olvidado y aburrido de eternidad, lo poseyó. Había sido un don nadie, hasta  que nació Adrien Leblanc, el gran hipnotista. Entonces, simuló ser francés con un acento que no se le daba bien, pero si alguien notaba el detalle, quedaba opacado ante el despliegue de poder mental.

Por un momento, el presentador del programa televisivo de los fines de semana con gran audiencia, pensó en detener aquella demencia: gritos, llantos, y extraños sonidos se sucedían entre los participantes poseídos como en  un ritual vudú. En cierto modo, acontecía algo lógico, eran plantas podadas ¿Acaso las plantas no sufren? ¡Claro qué sí! Y se interconectan, lo que siente una lo siente la otra, por eso el caos colapsaba en el lugar y frente a las cámaras, de manera incontrolable. El conductor intentó amortiguar la situación con una frase de escape, propia de un experimentado hombre de televisión, pero quedó tieso cuando la mano… esa mano terrible de Leblanc, lo tomó por su hombro y apretó. No necesitó más el hipnotista, para que un terror primitivo inundara los tejidos de ese pequeño conductor de programas de entretenimiento. Nada escapaba a su influjo mental, si no lo veía, lo percibía. Además estaba esa “otra cosa” obrando en conjunto con él. Una entidad maligna, tan antigua como el principio de las civilizaciones, que había esperado el resurgir para devorar a los humanos en cuerpo y alma. De nombre Dumuzi, antiguamente llorado por mujeres y venerado por labradores que ansiaban mejores cosechas. Un Dios complejo que propiciaba cosas buenas en la Mesopotamia pero, después de su descenso al inframundo, retornó con un recelo inusitado hacia la humanidad, para dormir a través de las eras y esperar.

Cuando Adrien alcanzó a las ligustrinas y las podó a fuerza de machetazos, el recinto se vino abajo. Ningún espíritu del bien se quedó a escuchar ese caos creciente de exclamaciones espantosas, tan extrañas como los chasquidos secos del choque de alas de las chotacabras  o el zumbido de una plaga de langostas. Todo crujía, daba alaridos, sollozaba, se quejaba o parloteaba incoherencias. Plantas humanas estropeadas y vejadas, que ya no eran vegetales o carnales, sino criaturas posesas por aberraciones espirituales liberadas de algún profundo pozo. Eran cosas bolivianas rezumadas de orina y lágrimas, sometidas a un tormento mental y castradas, agitándose y retorciéndose por el piso del estudio. Y, por supuesto, había sangre, que surgía de las uñas rotas en los dedos estrujados, de los rostros tostados de gruesa piel arañados hasta lo más íntimo de los tejidos. Sangre de labios mordidos, sangre en los vómitos, sangre… abundante sangre.

Cuando el hipnotista chasqueó los dedos en el sumun del espanto y los liberó de su poder con una frase difícil de repetir, los que no cayeron al suelo se encontraron chocando entre sí como zombis desorientados y se preguntaban qué estaba pasando. Solo hasta entonces, el director  de transmisión  decidió ir a comerciales, tal vez, porque estaba seducido por ese desparpajo de horror o por que el sensacionalismo de los hechos superaba toda expectativa y el rating televisivo así lo requería.

Ese evento resonó por toda Latinoamérica y más allá. Adrien Leblanc fue convocado de diferentes países y sus bolsillos rebalsaron. A veces, con sencillas presentaciones; otras, doblegando a los más duros de voluntad. Como al judío ortodoxo negacionista de tales poderes mentales, que terminó rompiendo las reglas del Kashrut, bajo hipnosis, y devorando la carne cruda y viva  de un  tejón en la televisión de Miami, poco antes del cambio de milenio y para asombro de los hombres de ciencia  presentes y los televidentes de costa a costa.  Mientras mordía, con gula y desparpajo, al indefenso y chillante animal,  la sangre chorreaba en cascada por su larga barba,  manchando desagradablemente su ropa fina, mientras el desgraciado creía que masticaba pan trenzado en el Shabat.

Adrien Leblanc no se reía jamás por esas grotescas demostraciones y humillaciones, no lo necesitaba. El demonio que lo acompañaba  se regocijaba por él de una manera poco vista en los recodos profundos del alma humana. Era el mal por el mal mismo y sin pagar consecuencia alguna, más que una eventual multa de sociedades protectoras de animales, o alguna que otra demanda legal que podía manejar con su billetera e influencias. Todo aquello dejaba permanentes huellas en los que de forma voluntaria se sometían a la hipnosis, desafiando al poder de Leblanc o por pura y momentánea fama televisiva. Tiempo después,  padecían diferentes trastornos psicológicos. Desde insomnio crónico hasta esquizofrenia y delirios de persecución.

Hubo un caso, de un reportero con reconocida fama por desenmascarar a impostores ante las cámaras de televisión, que las tomó muy en serio contra Adrien Leblanc. Quería acabar con ese mito de superpoderes, voltear como un guante a ese inmutable “francés”, desnudarlo ante sus embelesados y devotos seguidores, de la misma manera que un Jedi mata a otro y absorbe su poder, él surgiría poderoso de las cenizas del hipnotista. Un pobre crédulo.

Sucedió en la autopista hacia Colorado, de madrugada. El Toyota que conducía el reportero investigador fue arrollado, de frente, por un camión cisterna cargado de combustible, lo que produjo un devastador incendio que abrazó el vehículo completo hasta ablandar el metal y consumir los huesos del desdichado sujeto. Días antes, le había dicho a su ex esposa, que veía sombras horrendas persiguiéndolo y atormentándolo.

Luego del accidente, Adrian leblanc pasó años sin exponerse, en el anonimato mediático del siglo XXI, pero eso no mermó su fama sino, todo lo opuesto. Un culto underground oscuro, hacia su persona y mito, se desarrolló sin pausa. Los televidentes preguntaban y los medios lo reclamaban, querían saber dónde se hallaba recluído. Ciertos programas amarillistas desarrollaron la teoría de la isla remota y las interminables orgías, obtusos sitios donde sus seguidores más cercanos hacían todo por él, mientras permanecía lejano al mundanal ruido. Pactos con brujos paleros y hasta sacrificios de infantes se le atribuyeron. Cosas incomprobables se especularon por años, pero él nunca apareció. Hubo un incidente del que pocos supieron y, ciertamente prefirieron callar. Fue en un pequeño poblado de Costa Rica, allí en una playa de arenas blancas, bajo un calor sofocante, se encontró con un anciano harapiento. Un indigente que nada tenía de interesante, excepto por su síndrome de Urbach-Wiethe, dolencia que le producía una total ausencia de miedo. Fue la prueba más interesante a la que se enfrentó Adrien con el poder mortal que esgrimía, hacer que aquel paria inservible se aterrorizara bajo hipnosis. No trascendería lo acontecido en dicho encuentro, los que lo presenciaron callaron siempre o perecieron de manera poco católica. Nadie supo la suerte del indolente anciano. Luego, el hipnotista se retiró a su remota residencia y se dedicó al ayuno, la meditación, y el autoflagelo, con el fin de fortalecer  su  canal hacia  las fuerzas poderosas del universo desconocido. Mediante ritos de sangre conectó con otras entidades, mientras ahondaba en sus conocimientos sobre la cultura mesopotámica, textos Asirios, Hititas y Casitas pasaron por sus manos. Se compenetró con esos ancestrales dioses de la guerra y la conquista, y reconoció el hedor de los campos de batalla, el apilamiento de las cabezas cortadas, el desollamiento en vida de los prisioneros, el paisaje de los empalamientos y el drama de los pueblos conquistados. Atrajo, hacia sí, el horror que acarrea la ambición humana, el grotesco del deseo sangriento. El  ascetismo de esos años y el crudo placer de su carne flagelada, lo condujeron por senderos ignotos, hacia  una execración del espíritu humano y un propósito verdaderamente oscurantista.

Aislado, oyó la voz de su demonio interior, del poderoso Dumuzi y se dispuso a servir a su causa y a la del inframundo. Esperando el momento oportuno para  volver a poner  a prueba sus sobrenaturales poderes mentales. Ese momento llegó, y se llamó Aurelio Mesa, el arrogante millonario mexicano.

 

Una vez más, Aurelio Mesa defecó aquello. Y, como de costumbre, tuvo una erección, por esa cosa extraña de 29 centímetros que resurgía de su ano. Tomó al parásito que se retorcía y le quitó los restos de excremento en el lavabo. Mientras lo acariciaba, miraba los colores fulgurantes que ondulaban por su anatomía con cada espasmo del organismo palpitante y tubuloso. La regularidad de las evacuaciones provenía del deseo del parásito, más que de la necesidad biológica de Aurelio, cosa que solía ponerlo en aprietos en su abultada agenda de negocios y viajes. Aunque, aquella cosa viscosa, filamentosa, con protuberancias y pedúnculos varios, tenía ventajas que iban más allá del hecho vergonzoso por el placer incontenible que le producía introducir el largo y vibrante parásito por sus nalgas, que viajaba directo a su refugio en el estómago, afinándose como una tenia.

Por qué salía el bicho era un misterio, aunque en sus incursiones hacia la luz, obraba  una desconexión parcial en la voluntad doblegada se su portador; cosa que explicaba sus estados delirantes, como el hecho de ver fantasmas familiares o escuchar voces paranormales e insidiosas que trastornaban su percepción. Con asiduidad, Aurelio confesaba sus molestias a su psiquiatra, pero cuanto de él mismo hablaba o cuanto de su inquilino estomacal, era indescifrable. A veces, suponía que su médico también estaría parasitado y la íntima conversación servía a fines de un universo incomprendido por la humanidad.

Nada podía hacer contra esa fuerza cósmica y colonizadora. Desde que lo adquirió en aquel húmedo y oscuro pozo donde cayó de niño y se fracturó, nunca logró resistirse al influjo del parasito que lo poseyó en esa oquedad asquerosa. Criatura abominable que lo curó del dolor ante la temprana pérdida de sus padres y, además, potenció su inteligencia determinando el éxito en su vida.

La abominación, venida de quien sabe que rincón inhóspito del cosmos o de la Tierra profunda entró, por vez primera, a través de la boca del joven Aurelio; aunque, luego le fue más acogedor jugar con los recovecos de su intestino y el desafío de la estrechez de su ano. Las cosas nefastas de otros mundos tienen sus caprichos, como el de sintonizar con la mente de su parasitado y absorber toda sensación de miedo, como si de un maná se tratase. Así fue que, Aurelio Mesa podía volverse una piedra, en determinadas circunstancias y bajo el total influjo de su parásito. En su proceso de nutrición, el bicho cilíndrico, bajaba el estrés ante cualquier temor que pudiese sufrir su contenedor.  

Nadie supo del cúbito roto del niño Aurelio, al ser rescatado del pozo por sus vecinos, que permanecían anonadados ante la falta de llanto o susto del muchacho. En esa mirada fría y desconocida, un germen sideral había recalado, para amortiguar el dolor y el horror de la vida y volverse uno con su portador.

Aurelio creció huérfano, ocultando sus verdaderas motivaciones tras una mirada indescifrable y su título universitario, con posgrados que lo amparaban como escudos de conocimiento. Quizás fuese obra del parásito, que habitaba dentro de él, y potenciaba lo que por naturaleza ya era. Siempre hubo morbosidad en su ser y desde joven sintió atracción por el cine y la literatura de horror. De esa química cerebral, esa exacerbación de los sentidos ante lo gore, lo macabro y truculento, el parásito ha comido pero, con el tiempo, se ha acostumbrado y precisa estímulos superiores de malicia para su gula creciente.

Aurelio besó a su amigo de otro mundo, viscoso y de un olor penetrante, antes de volverlo al calor de su intestino. Observaba su rostro en el espejo mientras lo conducía a  su ano por la parte más delgada y refulgente, que podría suponerse como su cabeza. Los filamentos y apéndices alargadas del ser vivo se agitaban o se retraían al sentir el ano dilatándose, para terminar introduciéndose en Aurelio con un violento impulso de sus pegajosos apéndices, como un nadador que se zambulle y bracea.

Con el golpe, el millonario retorció su rostro y lo contempló, con lascivia, en el espejo de su baño lujoso. El excremento y el dorado se mezclaban en perfecta armonía mientras un orgasmo sin medida desbordaba al hombre. Cuando sus ojos volvieron del blanco y el hilo de baba terminó de chorrear de su comisura, Aurelio Mesa y su parásito salieron del baño para asumir al hombre de negocios recio y determinado que necesitaba ser. Le apetecía un bife de lomo bien jugoso, sangrante. En su interior, su gusano clamaba por sangre animal y algo de horror de una dimensión diferente.

Esa dimensión era el concurso que su brillante inteligencia había pergeñado. La simbiosis entre parásito y millonario rendía frutos. Al menos, entre apariciones y alucinaciones, la inmunda babosa en su interior tendía sus filamentos, como cables eléctricos desde la médula espinal hasta el cerebro para cargar su batería de miedo y ansiedad produciendo, como un daño colateral, raptos delirantes en su anfitrión.

Dos cosas, en especial, guardaba con recelo Aurelio Mesa: una era su bisexualidad, que tiraba un poco más hacia la flecha que hacia el más y, la otra, la más importante, era su amor hacia el niño Santino, del que era su tutor. Un pequeño con autismo, víctima de los ajusticiamientos entre los narcos mexicanos y al que había adoptado, años atrás, gracias a su influencia y su buena reputación.  Santino vivía en una clínica de vanguardia en el D.F. donde se trataba su autismo y salía con Rogelio en las periódicas visitas. Ese era su único gran amor entre los humanos.

Siempre le hablaba del muchacho a su psiquiatra que había  almorzado en su finca un día antes del concurso del miedo. Lástima, que su parásito no pudo estrechar la mano del doctor confesor al irse en su 4x4 hacia Querétaro. Una pena también, que el médico no presenciaría el duelo entre su alto umbral al espanto y el inefable hipnotista Leblanc, quien lo aguardaba, desde hacía dos horas, en el penumbroso salón de los gruesos vitrales de su finca, destinado al más apetecible susto.

El millonario jactándose de que nada lo asustaba había lanzado un desafío con un jugoso premio: Tres millones de dólares para la persona que lo llene de inquietud y lo aterrorice, al menos por media hora. Entre las condiciones para ser aceptado, no se podía infligir laceraciones al cuerpo del millonario. El horror debería nacer por el poder de la escenificación, la humillación verbal, la capacidad de la otra persona para mostrar, con el medio que sea, la brutalidad humana y con ello intimidar y sobrecoger a Aurelio Mesa.

Hubo una selección previa de profesionales: un director de teatro que había pasado sin pena ni gloria, un director de cine que fue humillado por la frialdad de Aurelio, un ilusionista con vastos recursos que asustó a todos los que vieron por circuito cerrado el gran montaje de truculencias, pero que ni un pelo movieron al hombre sin miedo y, por último, el afamado Adrien Leblanc. Él le aguardaba en el recinto preparado, como un asceta o un demonio contenido. Terminarían, cara a cara: Aurelio Mesa, el inmutable y Leblanc, el despiadado hipnotista.

No había medios de la prensa dentro del vasto predio, no se les permitió acceder a la finca del empresario, que era una excentricidad. Todos permanecían más allá de los muros de piedra, traídas en barco de las canteras de Egipto, y los minaretes del frente. Aurelio sostenía que esas rocas tenían energía polidimensional y que, desde los minaretes, estaba de cara hacia la iluminación. Ocurrencias de millonarios, pensaba la gente. Para el parásito juguetón la distribución geométrica de la finca era un microcosmos particular cargado de potencias que lo unían a los suyos, lejos, entre las estrellas y los planetas.

El salón de los vitrales era harto extraño; allí dentro, las sombras parecían cobrar vida propia, todo lo contrario a lo que se espera de un recinto con vitrales coloridos. De alguna manera, la luz que penetraba se trastocaba en penumbra y parecía danzar y arremeter contra los rincones del amplio espacio de seis caras. El piso era de mármol verde esmeralda, algo por completo inusual y parecía emanar una neblina de unos centímetros de espesor que no ascendía y que nunca variaba. Entender la lógica de ese lugar era imposible, no obstante, Leblanc yacía cerca del centro, erguido y magnífico, como una estatua del renacimiento. Frente a él un sillón con sujeciones. Allí se sentó Aurelio Mesa con su tubular parásito dentro de él.

La secretaria de del empresario acaudalado, entró en escena con su metro ochenta y tres, su largo cabello dorado y sus piernas perfectas. Recepcionista por momentos, amante fogosa por otros, la imponente transexual poseía una belleza griega sin igual, y una motivación extra, que a Rogelio lo ponía a tope con solo verla. Ella lo ató al sillón dentro del amplio salón, que estaba frio como un panteón familiar. Él se dejó con gusto, pues no era la primera vez que ella lo ataba así, con firmeza. No se debía mover de ese trono mientras el hipnotista intentaba infligirle miedo.

Detrás de los haces deformes de los vitrales, Leblanc observaba la escena sadomasoquista. El hipnotista había insistido en que Rogelio vega debía ser atado, por el desquicio al que sería sometido, sugerencia que causo gracia en Aurelio. Tras el circuito cerrado de cámaras, sus guardias personales estarían atentos. Cualquier intento del hipnotista por tocar el cuerpo del millonario sería reprimido y su oportunidad de ganar el desafío disuelta.

Cuando la amazona de lanza amorosa se retiró, un silencio brutal los envolvió. El parásito dentro de la panza de Rogelio se revolvió inquieto, mientras el hipnotista tenebroso murmuraba ciertos pasajes en una lengua perdida. Sus manos hacían lentos ademanes, su rostro se torcía y se confundía con las raras luces del exterior. Un clima nada sagrado se apoderó del recinto hexagonal mientras un olor a almizcle alcanzó la nariz de Aurelio Mesa. El tiempo pareció detenerse y una bruma pesada encapotó la mente del hombre sin miedo, atado e indefenso.

Por las reglas del encuentro, no debía ser tocado, pero comenzó a percibir que sería vejado sin miramientos. El horadador influjo de los poderes psíquicos y demoníacos de Leblanc comenzaba a hacer efecto y el parasito vibraba, se estiraba y se estremecía conectado al millonario, que tuvo una erección como una antena de carne amoratada y doliente, igual a un grifo tapado a punto de reventar. El corazón del excéntrico sujeto se aceleró y, por cada poro, la transpiración comenzó a empaparlo. El parásito absorbía el horror que le llegaba a través de la mente de su anfitrión pero, por momentos lo empachaba y vomitaba un resto de sensaciones por las conexiones filamentosas hacia la espina dorsal.

Leblanc le escribía en morse psíquico, con un código del obsceno inframundo, que se precipitaba hacia un majar inacabable de nefasto horror. ¿El parásito había sido descubierto por el hipnotista? ¿Dumuzi lo tenía en su mira infernal? Tal vez, estaba en proceso un duelo entre francotiradores ocultos en las entrañas. Fue entonces cuando Aurelio oyó el poderoso ruido de una sierra eléctrica y sus ojos se abrieron como dos faros de caza. ¡Él no podía ser rebanado…! ¿O sí?

La boca de Adrien Leblanc no entendía de sonrisas ni muecas alegres, sus comisuras apuntaban siempre hacia abajo, con radiestesia perversa hacia mismo núcleo rojo del mundo. En sus ojos, como océanos de misterio, la muerte en desolación, se revolcaba con insistencia. La enorme sierra eléctrica, en su mano alzada, era una guadaña moderna con ánimos de devastar todo a su paso, con su ruido atronador deshuesaba el podrido silencio en el salón de ricos.

La camilla entró en escena, alguien con la cabeza baja la empujaba lentamente y con un último y desdeñoso impulso la dejó ir, un tanto delante y debajo del brazo alzado de Leblanc. Sobre ella, atado con una gruesa correa de cuero, se hallaba Santino, el único ser amado por Aurelio Mesa, un alma inocente que fue  abarajada por esta Tierra cruel para acrecentar su cíclico drama. Por su agudo autismo, movía sus brazos extendidos hacia la nada y sacudía su cabeza de un lado a otro repitiendo tres palabras: casa, “Elio” y panela. Mantra que repetía hasta gritar cuando entraba en crisis, con referencia a la casa de su cuidador, a su único cariño y a la panela, dulce que solía comer desde el tiempo que sus padres fueran masacrados por los narcos. Allí estaba el santo, a centímetros de una pesada sierra, como un tributo mexica a punto de ser desollado.

El empresario arrogante enloqueció, por un instante infausto su mente comprendió cuán lejos había llegado aquel juego vicioso. ¡Allí estaba, tendido e inerme, lo más valioso de su vida! Dispuesto e inocente, a merced del desgraciado hipnotista. Debía ser la más pérfida ilusión, aunque su mente dudaba y su gusano sideral rebalsaba por todos lados. Transpiraba, bufaba, se resistía retorciéndose en sus ataduras, que crujían por la fuerza que hacía intentando liberarse.

Entonces la sierra bajó sobre el tobillo del niño que aullaba de dolor ante el desparpajo de brutalidad y de sangre.

¡Noooooooooooo… nooooooo…nooooo. Baaaassstaaaa… paraaaaaaa… Nooo por Dioosss! clamaba a viva voz Aurelio, desgarrándose por dentro mientras el niño se agitaba encima de la camilla como si un millar de abejas africanas lo atacasen. Gritaba sin desmayarse, envuelto en un dolor indescriptible. Su pie cercenado cayó al piso con un golpe seco y Leblanc lo pateó hasta los pies del maniatado millonario, que se mordía los labios, demente por el horror carnicero, babeando como un perro rabioso y a punto de explotar por sus cienes.

¡Para, paraaaaa…detenteee Dios mío, detente…! suplicaba llorando, como el infeliz solitario que era, un preso de bajezas y estúpidos caprichos. Lo que su mente nublada no distinguía era que el pie cortado que veía era una talla grande de zapato, no precisamente de su pequeño Santino, sino de un N.N. fallecido que el hipnotista estaba amputando a gusto y paladar. Tan solo un muerto reciente olvidado por el sistema. Con sus poderes psíquicos, el gran hipnotista, hacía parecer como Santino vivo ante los ojos de Aurelio. El niño pataleó como un cerdo acuchillado cuando la sierra halló su esternón y, con obscena lentitud, fue separando las costillas de la caja torácica en un baño de sangre infinito. El millonario vomitó, a mares, mientras el hipnotista danzaba locamente entre la sangre, balanceándose con la sierra eléctrica como un patinador ruso de la carnicería. Los ojos de Santino quedaron en blanco después del último escupitajo de coágulos negros, pedazos de sus pulmones alcanzados por la hoja. Sus brazos inertes colgaban de la pesada camilla que lo contenía, cual altar de sacrificios, mientras los rayos del sol se afinaban en los vitrales que abdicaban su esplendor a un ocaso siniestro.

Quién sabe que apellido tenía el muerto en la camilla, o de que callejón había surgido  ebrio y congelado, yacía como una res abierta al cielorraso, con sus órganos negros expuestos. La presión arterial de Aurelio estaba por el piso, sus sentidos naufragaban, mientras que su parasito, estirado como el cuello de una jirafa, coqueteaba cerca de su ano narcotizado de gore.

No por favor…suplicaba la voz ya apagada del millonario excéntrico, bañado en su vómito, con su cabeza pesando como una efigie egipcia, con sus uñas clavadas al apoyabrazos de pana y sus muñecas, descarnadas, por la lucha contra sus sujeciones. ¿Qué es más trágico que el desmembramiento, en vivo, del ser adorado? ¡¿Qué hay más aberrante que el impulso de dos vanidades chocando hasta el exterminio mismo de toda voluntad y razón?! ¿Acaso, aquel despliegue de truculencia había concluido en esa desértica soledad de salón? Con un testimonio de fatal derrota recogido por las cámaras privadas.

La secretaria del malogrado millonario entró desnuda y comenzó a menearse como lo hacía para él, en una serpenteante y lujuriosa forma. Toda su feminidad fálica desplegada para el vicioso Aurelio, sabía muy bien lo que a él le gustaba. En los peldaños finales de la miseria humana y en el umbral del agotamiento, el devastado hombre la miró, sentía al parasito extasiado en su esfínter y la desesperación como brea por su carne.

Para el instante en que la cabeza fue rebanada, la sierra quedó sin batería. Adrien Leblanc la cogía por los pelos y se la acercaba a ella que contoneaba su esbelta desnudez entre el tablero de sangre del piso. La chica bailaba como un pez agonizante afuera de su pecera, aleteando en la nada, boqueando por un instante más en el escenario de la vida. Drogada por la fuerza psíquica del hipnotista, mediocremente sexy, tomó la cabeza del pequeño y la cargó como un trofeo.

Sé que se te parará pervertido… ¿Quién te la chupará mejor, Santino o yo? dijo la hermosa transexual mientras pasaba su lengua por la mejilla de la cabeza cortada y sangrante.

Aurelio Mesa se despachó con un grito desgarrador, solo pudo hacer eso, entre el llanto y el desvanecimiento, mirando, a un palmo, el macabro busto de su niño amado. Mientras su parásito se reubicaba en su estómago empalagado de espanto, sus sentidos se apagaban como en una vela derretida y moribunda. Lejano, con un delay sonoro, llegó a sus oídos una carcajada gutural, que nacía de la boca cerrada del gran hipnotista: Adrien Leblanc  y del abismo mismo que era Dumuzi, su inspiración arcana. Una risotada que bien podría ser el telón que cae al final en un horror de celuloide, sin embargo… tan solo es la persiana grotesca que se alza ante las atrocidades que acaban de comenzar.

Según los guardias de seguridad que controlaban el tiempo restante para la media hora asignada a Leblanc, solo habían transcurrido nueve minutos. Claro, ese tiempo podría ser solo un dibujo en sus débiles mentes y restaran horas, tal vez meses o evos para el teatro abominable por venir.

 

 

 

Nota del autor

 

 

De todos los relatos que he escrito, este es el que más amo. Me ha llevado mucho trabajo, ardua corrección e investigación. No obstante, es la conexión que ha obrado lo que me hace quererlo.

Se creó para el Fóbica Fest de Rogelio Vega, en México, y fue parte de un libro en conjunto con destacados escritores de Latinoamérica. Una experiencia de trabajo hermanado y responsable, sin igual.

Es lineal y tiene dos partes claras. La del hipnotista endemoniado y la del millonario parasitado. Es interesante encarar el cuento en dos partes, pues ambas las escribía al unísono. Tenía la idea clara y eso facilitó las cosas. Lo bueno de trabajarlo así, es que distiende. El escritor puede sentir ambos protagonistas, los va conociendo al desarrollarlos y los enfrenta, al mismo tiempo.

Hay mucha truculencia y un absurdo humor. El gore de George Romero fluía por mi sangre al escribir. El relato conlleva ese gusto por el barroquismo, pero sin exagerar. Y, como habrán notado, su final es abierto. Nunca está de más un contundente final abierto, tengan presente eso. Créanme, ha sido un disfrute escribir y reescribir, varias veces, hasta lograr lo que han leído.

¿Recuerdan a Uri Geller? Siempre lo tuve en mente al crear a Leblanc. Y, si hay un mensaje entretejido en este relato, es que todo en el universo tiene su opuesto, sea ridículo o brutal. Allí estará, esperando, para confrontar.

Si se preguntan como se llega a redactar un relato así, es leyendo y asimilando la técnica que utiliza William Blatty al escribir El Exorcista y, por sobre todo, el “out of the box” de los Libros de Sangre, del genial e irremplazable: Clive Barker; en particular, esos  volúmenes. El que los haya leído, comprenderá.

No se puede encarar un cuento así redactando con miedo y puesto que el miedo es gran parte de la trama, toda incertidumbre y ansiedad fue volcada en los protagonistas, tanto sobre los sumisos bolivianos, como en el orgulloso Aurelio. Una catarsis al escribir.

 

 

Nota final

 

Este libro tiene correcciones por hacer y es mi deseo que se ejerciten y las hagan. Para ello he dejado un contacto, podemos cambiar opiniones cuanto deseen. Reitero, la idea es que un escritor que no tiene un gran reconocimiento, como yo, pueda indicar a sus pares los caminos a seguir. De hermano a hermano, ¿comprenden? Como ustedes, lucho por superarme y espero que las notas al pie les hayan servido. Escriban. Aquí estaré si me necesitan.

Saludo cordial.