“Erigí
un pilar a las puertas de su ciudad, y desollé a todos los jefes que se habían
levantado contra mí; cubrí el pilar con sus pieles; a otros os emparedé en su
interior; a otros los empalé en estacas sobre el pilar; y a otros los dispuse
empalados sobre estacas en torno al pilar. A otros muchos los desollé; con sus
pieles cubrí las murallas. Y a los jefes y funcionarios reales que se habían
revelado, los desmembré.”
Aššur-nasir-pal II (885-860 a.C.) sobre los . seguidores
de un tal Ahía-Baba
Leblanc y el parásito juguetón
—A
la cuenta de tres… todos ustedes serán plantas —dijo
Adrien Leblanc con el tono grave y perturbador de su voz. El auditorio, entero,
en el estudio del canal de Bolivia TV permanecía en un silencio sepulcral. Los
camarógrafos estaban cautivados por el magnetismo del hipnotista, deslizaban aquellos
portentosos aparatos buscando el enfoque
adecuado con el menor ruido posible. Si alguien osaba estornudar, sin duda, lo crucificaban
por inoportuno.
Eran los tempranos noventa, Adrien vestía un traje negro con notables gemelos en los puños de su camisa y lucía un Rolex
en su muñeca derecha, que brillaba como
una supernova. El cuello de su camisa blanca se cerraba con un pin extraño, que parecía un escudo de
armas o un emblema arcano que pocos lograban descifrar, aunque se esmeraban en
ello. Su pulcritud iba a caballo de su serenidad. Sonreía poco, pero cuando lo
hacía, los espectadores sentían a la inquietud recorrer sus espinas dorsales. Difícilmente se
comprendía como ese hombre joven había ascendido tan rápido al pináculo de los
medios. No eran los tiempos actuales de Instagram o de Facebook, pero los seguidores del “francés”
crecían sin pausa, tan deslumbrados como los que se sometían voluntariamente a
sus extravagantes actos de hipnotismo.
Algunos, decían que su espectáculo de
hipnosis individual o colectiva era ciertamente muy radical y provenía de sus
inacabables horas de oficio mientras, los otros, atribuían el éxito a fuerzas
oscuras conjuradas por él. Bien real era
su afición por la historia de la humanidad y su obsesiva búsqueda de
ciertos textos olvidados. De muy joven,
recorrió antiguas librerías, ya cerradas al público y pueblos perdidos en la
memoria de las personas; revisó en excavaciones olvidadas por los arqueólogos,
tanto por falta de financiación o por desidia de los gobiernos de turno, arrasó
anaqueles con libros polvorientos, preguntó a cultores de lo esotérico, buscó y
buscó, hasta que la energía curiosa de su juventud rindió frutos. En el sitio
menos esperado de un valle en Turquía halló una
gran vasija, y al examinarla, extrajo de su interior unos pocos fragmentos
tallados de arcilla cocida que describían a un ancestral demonio mesopotámico.
LeBlanc tenía párpados sesgados y los
ojos celestes, fríos y profundos como el lago Titicaca, igual a los de Leon
Ridway, el asesino de Green River. Se movía despacio y tenso, con la certera
asechanza de un gato que fija a una
presa, dejando una estela de perfume fino a su paso. No era muy alto y no lo
necesitaba, su presencia era fuerte, un aura tenebrosa iba con él. Con su voz o
su mirada atravesaba la carne de los presentes del escenario que fuere, aunque…
el máximo horror yacía en sus manos. No precisamente en el anillo negro con el
sello medieval de su dedo anular izquierdo, pero estaba allí, condensado y
latente, en sus cuidadas manos.
Hombre y mujeres de La Paz, asistieron
al evento televisado para ser hipnotizados por el prodigioso hombre. Firmaron
un contrato donde se les aclaraba que ni Leblanc o la producción del canal se
responsabilizaba por las consecuencias de aquel acto, sin embargo, parecía no
importarles. Llegaron en tropel, como ovejas que bajan de un camión al matadero,
seducidas por una fuerza que escapa a la comprensión.
Poco a poco, esas personas: amas de
casa, dependientes o empleados de oficina, bajaron de las gradas para
espectadores y se dispusieron rodeando a
Adrien Leblanc, que los tenía bajo su control hipnótico. Algunos, se recostaron
sobre el piso y alzaron sus brazos a la nada y así permanecieron, pues ellos representaban
al pasto; otros, formaron semicírculos en cuclillas y extendieron, un poco, sus
manos con los dedos abiertos: eran los rosales florecidos. El silencio reinaba,
las luces alumbraban el rostro pálido del encantador, que parecía un espectro
del más relajado averno. En sus casas, los espectadores permanecían
petrificados ante las pantallas de sus televisores y no faltó quien se
persignara y orara.
En el estudio de televisión el calor
aumentaba y algunos aflojaron los nudos de sus corbatas. Un grupo mayoritario,
los más jóvenes, que estaban en la parte posterior de la amplia escenografía y
alejados de las cámaras, se abrazaron unos a otros en una hilera de pie, ellos
eran la ligustrina del jardín. Pasaron algunos minutos, todos permanecieron
estáticos, mientras el presentador del programa de entretenimiento familiar comentaba
lo que representaba cada grupo de bolivianos en esas absurdas posiciones, lo
hacía con un relato intenso ante el micrófono, pero cuidando de subir, por
demás, su voz. Fue entonces cuando ese reinado de la inquietud estalló. Un
asistente le alcanzó una segadora de pasto encendida a Leblanc, quien con penetrante voz dijo: —Ahora cortaré el pasto y el pasto… lo sentirá.
El ruido de la pesada y
robusta cortadora era fuerte, la voz del hipnotista resonó en el lugar y hasta
pareció reverberar, como si esas
palabras surgiesen de todos lados, desde cada pared de aquel escenario montado,
desde los grandes focos o el suelo mismo. Adrien Leblanc rodeó al pasto, que
eran esos seres inermes acostados con sus brazos en alto, y los cortó. A su
paso cada par de brazos caían desplomados, golpeando duramente el piso,
mientras algunos cuerpos se agitaban experimentando el verdadero dolor de la
mutilación. Entre temblequeos y sollozos, los brazos de esos voluntarios eran
cortados mediante hipnotismo, de la misma cotidiana e impiadosa manera como es
segado el verde pasto ante el paso de la cuchilla afilada. Leblanc caminó
rodeando con lentitud a sus hipnotizados, como en una procesión macabra, igual que la Santa Compaña, tirando abajo
brazos y lúdicas intenciones, recogiendo almas atormentadas. Hubo quien se
orinó encima y otro que repetía sin descanso un aterrador: —¡No, no… noooo, nooo… por favor! —. El
espectáculo televisado se tornaba en un circo truculento, minuto a minuto pero…
solo estaba comenzando…
Las piernas de los que seguían en cuclillas temblaban por el
tiempo transcurrido en esa posición incómoda, pero el poder del hipnotizador
era tal, que ninguno caería al piso, pues esos rosales estaban allí para
soportar tempestades y otras cosas terribles. Como les sucede a las plantas que
pueden anticipar lo que pasará, cuando el siniestro hipnotizador acercó la
tijera de podar al rostro, curtido y ajado, de uno de los rosales, los demás empezaron
a temblar de pies a cabeza en un efecto dominó automático. Una chola con su
típico atuendo, tenía sus dedos abiertos y luchaba por cerrarlos, pero era imposible. Esas
rosas esplendorosas serían cercenadas de un golpe seco y ella lo sabía: la
savia caería con el bermellón de los
pétalos y el tormento sería indescriptible. Adrien murmuró algunas palabras al
oído de un rosal, el más achaparrado y anciano, al que le asomaba un diente de
oro con las gesticulaciones atroces que hacía con la boca. La posición de los
rosales era tortuosa para la cadera y las piernas. La amenaza también era real,
la tijera tenía un largo inusitado y su filo destellaba intermitentemente con
las luces del lugar, como un hipo lunar.
—Vengo por mis rositas… todas
mis rositas. Ustedes me las darán, hoy los voy a cosechar aunque les duela y
nada podrán hacer. —dijo toda la línea sin pausa, con una cadencia del
averno, que entraba por el oído y corroía las terminaciones nerviosas de los
participantes. Acto seguido, Leblanc
comenzó a abrir y cerrar la tijera con el chasquido propio de las dos cuchillas
rozándose. En ese momento terrible todo se descontroló, un camarógrafo se
descompuso por una fuerte puntada en su costado y se derrumbó, la tensión pudo
con su cardiopatía, su cámara, por un instante, apuntó a sus pies temblorosos
en el piso. El pasto cercenado se agitaba y lloraba, alguna brizna joven chillaba
como un cerdo acuchillado; los pocos, que habían quedado en las gradas de los
espectadores cubrían su rosto y algunos movían con frenesí a sus cabezas negando
la situación. Un grupo se retiró del gran estudio sosteniéndose entre ellos y con
horribles sensaciones, mientras oraban a la virgen de Urkupiña por los que
quedaban atrás, mientras todo era televisado en cadena nacional. Ningún rosal
se cayó al piso pero el dolor en los muslos por la estática posición hacía
estragos en los rostros de los bolivianos, los primeros planos de esas caras
retorcidas acercaban a los televidentes al más grotesco museo de cera. La
rareza del evento tenía a todos paralizados y fascinados a la vez. Se dijo,
años después, que el director detrás de las cámaras había sido echado por su
morbosa actitud pero, otras versiones comentaban que los productores le habían
pagado muy bien por haber logrado tal sensacionalismo.
Lo cierto es que ese día los tijeretazos se sucedieron sin
piedad alguna y el hipnotista en su imparable perversidad, contempló el extremo
dolor de cada una de sus rosas, al tiempo que los puños de esos tallos cortados
se cerraban encajando las uñas en la carne de las palmas hasta sangrarlas.
Aquello ya dejaba de ser avant garde,
novedoso o, acaso, un espectáculo divertido. Sencillamente, era una
demostración de dominio y crueldad como jamás se había televisado en Bolivia.
Adrien leblanc no mostraba indicios de detenerse, como tampoco de estar gozando
por lo que hacía con la mente de las personas, obraba aquello con una actitud
imperturbable. Para él, su trabajo era el arte de un genio mal interpretado. ¿Qué
podían entender las personas comunes de ese vasto poder de sugestión, de ese
orfebre de las mentes y sus temores ocultos? En parte, sentía que merecían el
sufrimiento por tanta ignorancia.
Tiempo atrás, el curioso hombre había abierto una caja de
pandora cuando halló las inscripciones antiguas, y ese vaho oscuro de otras
eras, olvidado y aburrido de eternidad, lo poseyó. Había sido un don nadie,
hasta que nació Adrien Leblanc, el gran
hipnotista. Entonces, simuló ser francés con un acento que no se le daba bien,
pero si alguien notaba el detalle, quedaba opacado ante el despliegue de poder
mental.
Por un momento, el presentador del programa televisivo de los
fines de semana con gran audiencia, pensó en detener aquella demencia: gritos,
llantos, y extraños sonidos se sucedían entre los participantes poseídos como
en un ritual vudú. En cierto modo,
acontecía algo lógico, eran plantas podadas ¿Acaso las plantas no sufren?
¡Claro qué sí! Y se interconectan, lo que siente una lo siente la otra, por eso
el caos colapsaba en el lugar y frente a las cámaras, de manera incontrolable.
El conductor intentó amortiguar la situación con una frase de escape, propia de
un experimentado hombre de televisión, pero quedó tieso cuando la mano… esa
mano terrible de Leblanc, lo tomó por su hombro y apretó. No necesitó más el
hipnotista, para que un terror primitivo inundara los tejidos de ese pequeño
conductor de programas de entretenimiento. Nada escapaba a su influjo mental,
si no lo veía, lo percibía. Además estaba esa “otra cosa” obrando en conjunto
con él. Una entidad maligna, tan antigua como el principio de las
civilizaciones, que había esperado el resurgir para devorar a los humanos en
cuerpo y alma. De nombre Dumuzi, antiguamente llorado por mujeres y venerado
por labradores que ansiaban mejores cosechas. Un Dios complejo que propiciaba
cosas buenas en la Mesopotamia pero, después de su descenso al inframundo,
retornó con un recelo inusitado hacia la humanidad, para dormir a través de las
eras y esperar.
Cuando Adrien alcanzó a las ligustrinas y las podó a fuerza
de machetazos, el recinto se vino abajo. Ningún espíritu del bien se quedó a
escuchar ese caos creciente de exclamaciones espantosas, tan extrañas como los chasquidos
secos del choque de alas de las chotacabras o el zumbido de una plaga de langostas. Todo
crujía, daba alaridos, sollozaba, se quejaba o parloteaba incoherencias. Plantas
humanas estropeadas y vejadas, que ya no eran vegetales o carnales, sino
criaturas posesas por aberraciones espirituales liberadas de algún profundo
pozo. Eran cosas bolivianas rezumadas de orina y lágrimas, sometidas a un
tormento mental y castradas, agitándose y retorciéndose por el piso del
estudio. Y, por supuesto, había sangre, que surgía de las uñas rotas en los
dedos estrujados, de los rostros tostados de gruesa piel arañados hasta lo más
íntimo de los tejidos. Sangre de labios mordidos, sangre en los vómitos,
sangre… abundante sangre.
Cuando el hipnotista chasqueó los dedos en el sumun del
espanto y los liberó de su poder con una frase difícil de repetir, los que no
cayeron al suelo se encontraron chocando entre sí como zombis desorientados y se
preguntaban qué estaba pasando. Solo hasta entonces, el director de transmisión decidió ir a comerciales, tal vez, porque
estaba seducido por ese desparpajo de horror o por que el sensacionalismo de
los hechos superaba toda expectativa y el rating
televisivo así lo requería.
Ese evento resonó por toda Latinoamérica y más allá. Adrien Leblanc
fue convocado de diferentes países y sus bolsillos rebalsaron. A veces, con
sencillas presentaciones; otras, doblegando a los más duros de voluntad. Como
al judío ortodoxo negacionista de tales poderes mentales, que terminó rompiendo
las reglas del Kashrut, bajo hipnosis, y devorando la carne cruda y viva de un
tejón en la televisión de Miami, poco antes del cambio de milenio y para
asombro de los hombres de ciencia presentes
y los televidentes de costa a costa.
Mientras mordía, con gula y desparpajo, al indefenso y chillante animal,
la sangre chorreaba en cascada por su
larga barba, manchando desagradablemente
su ropa fina, mientras el desgraciado creía que masticaba pan trenzado en el Shabat.
Adrien Leblanc no se reía jamás por esas grotescas
demostraciones y humillaciones, no lo necesitaba. El demonio que lo acompañaba se regocijaba por él de una manera poco vista
en los recodos profundos del alma humana. Era el mal por el mal mismo y sin
pagar consecuencia alguna, más que una eventual multa de sociedades protectoras
de animales, o alguna que otra demanda legal que podía manejar con su billetera
e influencias. Todo aquello dejaba permanentes huellas en los que de forma
voluntaria se sometían a la hipnosis, desafiando al poder de Leblanc o por pura
y momentánea fama televisiva. Tiempo después,
padecían diferentes trastornos psicológicos. Desde insomnio crónico hasta
esquizofrenia y delirios de persecución.
Hubo un caso, de un reportero con reconocida fama por
desenmascarar a impostores ante las cámaras de televisión, que las tomó muy en
serio contra Adrien Leblanc. Quería acabar con ese mito de superpoderes,
voltear como un guante a ese inmutable “francés”, desnudarlo ante sus embelesados
y devotos seguidores, de la misma manera que un Jedi mata a otro y absorbe su
poder, él surgiría poderoso de las cenizas del hipnotista. Un pobre crédulo.
Sucedió en la autopista hacia Colorado, de madrugada. El Toyota
que conducía el reportero investigador fue arrollado, de frente, por un camión
cisterna cargado de combustible, lo que produjo un devastador incendio que
abrazó el vehículo completo hasta ablandar el metal y consumir los huesos del desdichado
sujeto. Días antes, le había dicho a su ex esposa, que veía sombras horrendas persiguiéndolo
y atormentándolo.
Luego del accidente, Adrian leblanc pasó años sin exponerse, en
el anonimato mediático del siglo XXI, pero eso no mermó su fama sino, todo lo
opuesto. Un culto underground oscuro,
hacia su persona y mito, se desarrolló sin pausa. Los televidentes preguntaban
y los medios lo reclamaban, querían saber dónde se hallaba recluído. Ciertos
programas amarillistas desarrollaron la teoría de la isla remota y las
interminables orgías, obtusos sitios donde sus seguidores más cercanos hacían todo
por él, mientras permanecía lejano al mundanal ruido. Pactos con brujos paleros
y hasta sacrificios de infantes se le atribuyeron. Cosas incomprobables se
especularon por años, pero él nunca apareció. Hubo un incidente del que pocos
supieron y, ciertamente prefirieron callar. Fue en un pequeño poblado de Costa
Rica, allí en una playa de arenas blancas, bajo un calor sofocante, se encontró
con un anciano harapiento. Un indigente que nada tenía de interesante, excepto
por su síndrome de Urbach-Wiethe, dolencia que le producía una total ausencia de
miedo. Fue la prueba más interesante a la que se enfrentó Adrien con el poder
mortal que esgrimía, hacer que aquel paria inservible se aterrorizara bajo
hipnosis. No trascendería lo acontecido en dicho encuentro, los que lo
presenciaron callaron siempre o perecieron de manera poco católica. Nadie supo
la suerte del indolente anciano. Luego, el hipnotista se retiró a su remota
residencia y se dedicó al ayuno, la meditación, y el autoflagelo, con el fin de
fortalecer su canal hacia
las fuerzas poderosas del universo desconocido. Mediante ritos de sangre
conectó con otras entidades, mientras ahondaba en sus conocimientos sobre la
cultura mesopotámica, textos Asirios, Hititas y Casitas pasaron por sus manos.
Se compenetró con esos ancestrales dioses de la guerra y la conquista, y
reconoció el hedor de los campos de batalla, el apilamiento de las cabezas
cortadas, el desollamiento en vida de los prisioneros, el paisaje de los
empalamientos y el drama de los pueblos conquistados. Atrajo, hacia sí, el
horror que acarrea la ambición humana, el grotesco del deseo sangriento.
El ascetismo de esos años y el crudo
placer de su carne flagelada, lo condujeron por senderos ignotos, hacia una execración del espíritu humano y un propósito
verdaderamente oscurantista.
Aislado, oyó la voz de su demonio interior, del poderoso
Dumuzi y se dispuso a servir a su causa y a la del inframundo. Esperando el momento
oportuno para volver a poner a prueba sus sobrenaturales poderes mentales.
Ese momento llegó, y se llamó Aurelio Mesa, el arrogante millonario mexicano.
Una vez más, Aurelio Mesa defecó aquello. Y, como de costumbre,
tuvo una erección, por esa cosa extraña de 29 centímetros que resurgía de su
ano. Tomó al parásito que se retorcía y le quitó los restos de excremento en el
lavabo. Mientras lo acariciaba, miraba los colores fulgurantes que ondulaban por
su anatomía con cada espasmo del organismo palpitante y tubuloso. La
regularidad de las evacuaciones provenía del deseo del parásito, más que de la
necesidad biológica de Aurelio, cosa que solía ponerlo en aprietos en su
abultada agenda de negocios y viajes. Aunque, aquella cosa viscosa,
filamentosa, con protuberancias y pedúnculos varios, tenía ventajas que iban
más allá del hecho vergonzoso por el placer incontenible que le producía introducir
el largo y vibrante parásito por sus nalgas, que viajaba directo a su refugio
en el estómago, afinándose como una tenia.
Por qué salía el bicho era un misterio, aunque en sus
incursiones hacia la luz, obraba una
desconexión parcial en la voluntad doblegada se su portador; cosa que explicaba
sus estados delirantes, como el hecho de ver fantasmas familiares o escuchar
voces paranormales e insidiosas que trastornaban su percepción. Con asiduidad, Aurelio
confesaba sus molestias a su psiquiatra, pero cuanto de él mismo hablaba o
cuanto de su inquilino estomacal, era indescifrable. A veces, suponía que su
médico también estaría parasitado y la íntima conversación servía a fines de un
universo incomprendido por la humanidad.
Nada podía hacer contra esa fuerza cósmica y colonizadora. Desde
que lo adquirió en aquel húmedo y oscuro pozo donde cayó de niño y se fracturó,
nunca logró resistirse al influjo del parasito que lo poseyó en esa oquedad
asquerosa. Criatura abominable que lo curó del dolor ante la temprana pérdida
de sus padres y, además, potenció su inteligencia determinando el éxito en su
vida.
La abominación, venida de quien sabe que rincón inhóspito del
cosmos o de la Tierra profunda entró, por vez primera, a través de la boca del
joven Aurelio; aunque, luego le fue más acogedor jugar con los recovecos de su
intestino y el desafío de la estrechez de su ano. Las cosas nefastas de otros
mundos tienen sus caprichos, como el de sintonizar con la mente de su
parasitado y absorber toda sensación de miedo, como si de un maná se tratase. Así
fue que, Aurelio Mesa podía volverse una piedra, en determinadas circunstancias
y bajo el total influjo de su parásito. En su proceso de nutrición, el bicho
cilíndrico, bajaba el estrés ante cualquier temor que pudiese sufrir su
contenedor.
Nadie supo del cúbito roto del niño Aurelio, al ser rescatado
del pozo por sus vecinos, que permanecían anonadados ante la falta de llanto o
susto del muchacho. En esa mirada fría y desconocida, un germen sideral había
recalado, para amortiguar el dolor y el horror de la vida y volverse uno con su
portador.
Aurelio creció huérfano, ocultando sus verdaderas
motivaciones tras una mirada indescifrable y su título universitario, con
posgrados que lo amparaban como escudos de conocimiento. Quizás fuese obra del
parásito, que habitaba dentro de él, y potenciaba lo que por naturaleza ya era.
Siempre hubo morbosidad en su ser y desde joven sintió atracción por el cine y
la literatura de horror. De esa química cerebral, esa exacerbación de los
sentidos ante lo gore, lo macabro y truculento, el parásito ha comido pero, con
el tiempo, se ha acostumbrado y precisa estímulos superiores de malicia para su
gula creciente.
Aurelio besó a su amigo de otro mundo, viscoso y de un olor
penetrante, antes de volverlo al calor de su intestino. Observaba su rostro en
el espejo mientras lo conducía a su ano
por la parte más delgada y refulgente, que podría suponerse como su cabeza. Los
filamentos y apéndices alargadas del ser vivo se agitaban o se retraían al
sentir el ano dilatándose, para terminar introduciéndose en Aurelio con un
violento impulso de sus pegajosos apéndices, como un nadador que se zambulle y
bracea.
Con el golpe, el millonario retorció su rostro y lo contempló,
con lascivia, en el espejo de su baño lujoso. El excremento y el dorado se
mezclaban en perfecta armonía mientras un orgasmo sin medida desbordaba al
hombre. Cuando sus ojos volvieron del blanco y el hilo de baba terminó de
chorrear de su comisura, Aurelio Mesa y su parásito salieron del baño para
asumir al hombre de negocios recio y determinado que necesitaba ser. Le
apetecía un bife de lomo bien jugoso, sangrante. En su interior, su gusano clamaba
por sangre animal y algo de horror de una dimensión diferente.
Esa dimensión era el concurso que su brillante inteligencia
había pergeñado. La simbiosis entre parásito y millonario rendía frutos. Al
menos, entre apariciones y alucinaciones, la inmunda babosa en su interior
tendía sus filamentos, como cables eléctricos desde la médula espinal hasta el
cerebro para cargar su batería de miedo y ansiedad produciendo, como un daño
colateral, raptos delirantes en su anfitrión.
Dos cosas, en especial, guardaba con recelo Aurelio Mesa: una
era su bisexualidad, que tiraba un poco más hacia la flecha que hacia el más y,
la otra, la más importante, era su amor hacia el niño Santino, del que era su
tutor. Un pequeño con autismo, víctima de los ajusticiamientos entre los narcos
mexicanos y al que había adoptado, años atrás, gracias a su influencia y su
buena reputación. Santino vivía en una
clínica de vanguardia en el D.F. donde se trataba su autismo y salía con
Rogelio en las periódicas visitas. Ese era su único gran amor entre los humanos.
Siempre le hablaba del muchacho a su psiquiatra que había almorzado en su finca un día antes del
concurso del miedo. Lástima, que su parásito no pudo estrechar la mano del
doctor confesor al irse en su 4x4 hacia Querétaro. Una pena también, que el
médico no presenciaría el duelo entre su alto umbral al espanto y el inefable hipnotista
Leblanc, quien lo aguardaba, desde hacía dos horas, en el penumbroso salón de
los gruesos vitrales de su finca, destinado al más apetecible susto.
El millonario jactándose de que nada lo asustaba había
lanzado un desafío con un jugoso premio: Tres millones de dólares para la
persona que lo llene de inquietud y lo aterrorice, al menos por media hora.
Entre las condiciones para ser aceptado, no se podía infligir laceraciones al
cuerpo del millonario. El horror debería nacer por el poder de la
escenificación, la humillación verbal, la capacidad de la otra persona para
mostrar, con el medio que sea, la brutalidad humana y con ello intimidar y sobrecoger
a Aurelio Mesa.
Hubo una selección previa de profesionales: un director de
teatro que había pasado sin pena ni gloria, un director de cine que fue
humillado por la frialdad de Aurelio, un ilusionista con vastos recursos que
asustó a todos los que vieron por circuito cerrado el gran montaje de
truculencias, pero que ni un pelo movieron al hombre sin miedo y, por último,
el afamado Adrien Leblanc. Él le aguardaba en el recinto preparado, como un
asceta o un demonio contenido. Terminarían, cara a cara: Aurelio Mesa, el
inmutable y Leblanc, el despiadado hipnotista.
No había medios de la prensa dentro del vasto predio, no se
les permitió acceder a la finca del empresario, que era una excentricidad.
Todos permanecían más allá de los muros de piedra, traídas en barco de las
canteras de Egipto, y los minaretes del frente. Aurelio sostenía que esas rocas
tenían energía polidimensional y que, desde los minaretes, estaba de cara hacia
la iluminación. Ocurrencias de millonarios, pensaba la gente. Para el parásito
juguetón la distribución geométrica de la finca era un microcosmos particular
cargado de potencias que lo unían a los suyos, lejos, entre las estrellas y los
planetas.
El salón de los vitrales era harto extraño; allí dentro, las
sombras parecían cobrar vida propia, todo lo contrario a lo que se espera de un
recinto con vitrales coloridos. De alguna manera, la luz que penetraba se
trastocaba en penumbra y parecía danzar y arremeter contra los rincones del
amplio espacio de seis caras. El piso era de mármol verde esmeralda, algo por
completo inusual y parecía emanar una neblina de unos centímetros de espesor
que no ascendía y que nunca variaba. Entender la lógica de ese lugar era
imposible, no obstante, Leblanc yacía cerca del centro, erguido y magnífico,
como una estatua del renacimiento. Frente a él un sillón con sujeciones. Allí
se sentó Aurelio Mesa con su tubular parásito dentro de él.
La secretaria de del empresario acaudalado, entró en escena
con su metro ochenta y tres, su largo cabello dorado y sus piernas perfectas.
Recepcionista por momentos, amante fogosa por otros, la imponente transexual
poseía una belleza griega sin igual, y una motivación extra, que a Rogelio lo
ponía a tope con solo verla. Ella lo ató al sillón dentro del amplio salón, que
estaba frio como un panteón familiar. Él se dejó con gusto, pues no era la
primera vez que ella lo ataba así, con firmeza. No se debía mover de ese trono
mientras el hipnotista intentaba infligirle miedo.
Detrás de los haces deformes de los vitrales, Leblanc
observaba la escena sadomasoquista. El hipnotista había insistido en que
Rogelio vega debía ser atado, por el desquicio al que sería sometido,
sugerencia que causo gracia en Aurelio. Tras el circuito cerrado de cámaras,
sus guardias personales estarían atentos. Cualquier intento del hipnotista por
tocar el cuerpo del millonario sería reprimido y su oportunidad de ganar el
desafío disuelta.
Cuando la amazona de lanza amorosa se retiró, un silencio
brutal los envolvió. El parásito dentro de la panza de Rogelio se revolvió
inquieto, mientras el hipnotista tenebroso murmuraba ciertos pasajes en una
lengua perdida. Sus manos hacían lentos ademanes, su rostro se torcía y se
confundía con las raras luces del exterior. Un clima nada sagrado se apoderó
del recinto hexagonal mientras un olor a almizcle alcanzó la nariz de Aurelio
Mesa. El tiempo pareció detenerse y una bruma pesada encapotó la mente del
hombre sin miedo, atado e indefenso.
Por las reglas del encuentro, no debía ser tocado, pero comenzó
a percibir que sería vejado sin miramientos. El horadador influjo de los
poderes psíquicos y demoníacos de Leblanc comenzaba a hacer efecto y el
parasito vibraba, se estiraba y se estremecía conectado al millonario, que tuvo
una erección como una antena de carne amoratada y doliente, igual a un grifo
tapado a punto de reventar. El corazón del excéntrico sujeto se aceleró y, por
cada poro, la transpiración comenzó a empaparlo. El parásito absorbía el horror
que le llegaba a través de la mente de su anfitrión pero, por momentos lo
empachaba y vomitaba un resto de sensaciones por las conexiones filamentosas
hacia la espina dorsal.
Leblanc le escribía en morse psíquico, con un código del
obsceno inframundo, que se precipitaba hacia un majar inacabable de nefasto horror.
¿El parásito había sido descubierto por el hipnotista? ¿Dumuzi lo tenía en su
mira infernal? Tal vez, estaba en proceso un duelo entre francotiradores
ocultos en las entrañas. Fue entonces cuando Aurelio oyó el poderoso ruido de
una sierra eléctrica y sus ojos se abrieron como dos faros de caza. ¡Él no
podía ser rebanado…! ¿O sí?
La boca de Adrien Leblanc no entendía de sonrisas ni muecas alegres,
sus comisuras apuntaban siempre hacia abajo, con radiestesia perversa hacia
mismo núcleo rojo del mundo. En sus ojos, como océanos de misterio, la muerte
en desolación, se revolcaba con insistencia. La enorme sierra eléctrica, en su
mano alzada, era una guadaña moderna con ánimos de devastar todo a su paso, con
su ruido atronador deshuesaba el podrido silencio en el salón de ricos.
La camilla entró en escena, alguien con la cabeza baja la
empujaba lentamente y con un último y desdeñoso impulso la dejó ir, un tanto delante
y debajo del brazo alzado de Leblanc. Sobre ella, atado con una gruesa correa
de cuero, se hallaba Santino, el único ser amado por Aurelio Mesa, un alma
inocente que fue abarajada por esta
Tierra cruel para acrecentar su cíclico drama. Por su agudo autismo, movía sus
brazos extendidos hacia la nada y sacudía su cabeza de un lado a otro repitiendo
tres palabras: casa, “Elio” y panela. Mantra que repetía hasta gritar cuando
entraba en crisis, con referencia a la casa de su cuidador, a su único cariño y
a la panela, dulce que solía comer desde el tiempo que sus padres fueran
masacrados por los narcos. Allí estaba el santo, a centímetros de una pesada
sierra, como un tributo mexica a punto de ser desollado.
El empresario arrogante enloqueció, por un instante infausto
su mente comprendió cuán lejos había llegado aquel juego vicioso. ¡Allí estaba,
tendido e inerme, lo más valioso de su vida! Dispuesto e inocente, a merced del
desgraciado hipnotista. Debía ser la más pérfida ilusión, aunque su mente
dudaba y su gusano sideral rebalsaba por todos lados. Transpiraba, bufaba, se
resistía retorciéndose en sus ataduras, que crujían por la fuerza que hacía intentando
liberarse.
Entonces la sierra bajó sobre el tobillo del niño que aullaba
de dolor ante el desparpajo de brutalidad y de sangre.
─¡Noooooooooooo… nooooooo…nooooo.
Baaaassstaaaa… paraaaaaaa… Nooo por Dioosss! ─clamaba a viva voz Aurelio, desgarrándose por dentro mientras
el niño se agitaba encima de la camilla como si un millar de abejas africanas
lo atacasen. Gritaba sin desmayarse, envuelto en un dolor indescriptible. Su
pie cercenado cayó al piso con un golpe seco y Leblanc lo pateó hasta los pies
del maniatado millonario, que se mordía los labios, demente por el horror
carnicero, babeando como un perro rabioso y a punto de explotar por sus cienes.
─¡Para, paraaaaa…detenteee Dios mío,
detente…! ─suplicaba llorando, como el infeliz solitario
que era, un preso de bajezas y estúpidos caprichos. Lo que su mente nublada no
distinguía era que el pie cortado que veía era una talla grande de zapato, no precisamente
de su pequeño Santino, sino de un N.N. fallecido que el hipnotista estaba
amputando a gusto y paladar. Tan solo un muerto reciente olvidado por el
sistema. Con sus poderes psíquicos, el gran hipnotista, hacía parecer como
Santino vivo ante los ojos de Aurelio. El niño pataleó como un cerdo
acuchillado cuando la sierra halló su esternón y, con obscena lentitud, fue
separando las costillas de la caja torácica en un baño de sangre infinito. El
millonario vomitó, a mares, mientras el hipnotista danzaba locamente entre la sangre,
balanceándose con la sierra eléctrica como un patinador ruso de la carnicería.
Los ojos de Santino quedaron en blanco después del último escupitajo de
coágulos negros, pedazos de sus pulmones alcanzados por la hoja. Sus brazos
inertes colgaban de la pesada camilla que lo contenía, cual altar de sacrificios,
mientras los rayos del sol se afinaban en los vitrales que abdicaban su
esplendor a un ocaso siniestro.
Quién sabe que apellido tenía el muerto en la camilla, o de
que callejón había surgido ebrio y
congelado, yacía como una res abierta al cielorraso, con sus órganos negros
expuestos. La presión arterial de Aurelio estaba por el piso, sus sentidos
naufragaban, mientras que su parasito, estirado como el cuello de una jirafa, coqueteaba
cerca de su ano narcotizado de gore.
─ No por favor…─suplicaba la voz ya apagada del millonario excéntrico, bañado
en su vómito, con su cabeza pesando como una efigie egipcia, con sus uñas
clavadas al apoyabrazos de pana y sus muñecas, descarnadas, por la lucha contra
sus sujeciones. ¿Qué es más trágico que el desmembramiento, en vivo, del ser adorado?
¡¿Qué hay más aberrante que el impulso de dos vanidades chocando hasta el
exterminio mismo de toda voluntad y razón?! ¿Acaso, aquel despliegue de
truculencia había concluido en esa desértica soledad de salón? Con un testimonio
de fatal derrota recogido por las cámaras privadas.
La secretaria del malogrado millonario entró desnuda y
comenzó a menearse como lo hacía para él, en una serpenteante y lujuriosa
forma. Toda su feminidad fálica desplegada para el vicioso Aurelio, sabía muy
bien lo que a él le gustaba. En los peldaños finales de la miseria humana y en
el umbral del agotamiento, el devastado hombre la miró, sentía al parasito
extasiado en su esfínter y la desesperación como brea por su carne.
Para el instante en que la cabeza fue rebanada, la sierra
quedó sin batería. Adrien Leblanc la cogía por los pelos y se la acercaba a
ella que contoneaba su esbelta desnudez entre el tablero de sangre del piso. La
chica bailaba como un pez agonizante afuera de su pecera, aleteando en la nada,
boqueando por un instante más en el escenario de la vida. Drogada por la fuerza
psíquica del hipnotista, mediocremente sexy, tomó la cabeza del pequeño y la
cargó como un trofeo.
─Sé que se te parará pervertido… ¿Quién
te la chupará mejor, Santino o yo? ─dijo la hermosa transexual
mientras pasaba su lengua por la mejilla de la cabeza cortada y sangrante.
Aurelio Mesa se despachó con un grito desgarrador, solo pudo
hacer eso, entre el llanto y el desvanecimiento, mirando, a un palmo, el
macabro busto de su niño amado. Mientras su parásito se reubicaba en su
estómago empalagado de espanto, sus sentidos se apagaban como en una vela
derretida y moribunda. Lejano, con un delay
sonoro, llegó a sus oídos una carcajada gutural, que nacía de la boca cerrada
del gran hipnotista: Adrien Leblanc y del
abismo mismo que era Dumuzi, su inspiración arcana. Una risotada que bien
podría ser el telón que cae al final en un horror de celuloide, sin embargo…
tan solo es la persiana grotesca que se alza ante las atrocidades que acaban de
comenzar.
Según los guardias de seguridad que controlaban el tiempo
restante para la media hora asignada a Leblanc, solo habían transcurrido nueve
minutos. Claro, ese tiempo podría ser solo un dibujo en sus débiles mentes y
restaran horas, tal vez meses o evos para el teatro abominable por venir.
Nota del autor
De todos los relatos que he escrito, este es el que más amo.
Me ha llevado mucho trabajo, ardua corrección e investigación. No obstante, es la
conexión que ha obrado lo que me hace quererlo.
Se creó para el Fóbica Fest de Rogelio Vega, en México, y fue
parte de un libro en conjunto con destacados escritores de Latinoamérica. Una
experiencia de trabajo hermanado y responsable, sin igual.
Es lineal y tiene dos partes claras. La del hipnotista
endemoniado y la del millonario parasitado. Es interesante encarar el cuento en
dos partes, pues ambas las escribía al unísono. Tenía la idea clara y eso
facilitó las cosas. Lo bueno de trabajarlo así, es que distiende. El escritor
puede sentir ambos protagonistas, los va conociendo al desarrollarlos y los
enfrenta, al mismo tiempo.
Hay mucha truculencia y un absurdo humor. El gore de George
Romero fluía por mi sangre al escribir. El relato conlleva ese gusto por el
barroquismo, pero sin exagerar. Y, como habrán notado, su final es abierto.
Nunca está de más un contundente final abierto, tengan presente eso. Créanme,
ha sido un disfrute escribir y reescribir, varias veces, hasta lograr lo que
han leído.
¿Recuerdan a Uri Geller? Siempre lo tuve en mente al crear a
Leblanc. Y, si hay un mensaje entretejido en este relato, es que todo en el universo
tiene su opuesto, sea ridículo o brutal. Allí estará, esperando, para
confrontar.
Si se preguntan como se llega a redactar un relato así, es
leyendo y asimilando la técnica que utiliza William Blatty al escribir El
Exorcista y, por sobre todo, el “out of the box” de los Libros de Sangre, del
genial e irremplazable: Clive Barker; en particular, esos volúmenes. El que los haya leído, comprenderá.
No se puede encarar un cuento así redactando con miedo y
puesto que el miedo es gran parte de la trama, toda incertidumbre y ansiedad
fue volcada en los protagonistas, tanto sobre los sumisos bolivianos, como en el
orgulloso Aurelio. Una catarsis al escribir.
Nota final
Este libro tiene correcciones por hacer y es mi deseo que se
ejerciten y las hagan. Para ello he dejado un contacto, podemos cambiar
opiniones cuanto deseen. Reitero, la idea es que un escritor que no tiene un gran
reconocimiento, como yo, pueda indicar a sus pares los caminos a seguir. De
hermano a hermano, ¿comprenden? Como ustedes, lucho por superarme y espero que
las notas al pie les hayan servido. Escriban. Aquí estaré si me necesitan.
Saludo cordial.