La
controversia Marrash
─El último día de pasión ─Farfullaba,
entre dientes, Farid. Observando, siempre de cerca, el amorío de su hermano con
su dulce prometida. Con su mano izquierda montó sus lentes negros por encima de
la pendiente superior de su nariz
aguileña. Había una resolana, entre ligeras nubes, que lastimaba a sus ojos
cafés y, además, era preciso disimular la mirada, pues así lo habían conversado
en ese triángulo habitual.
El árabe sudaba, el calor húmedo de esa tarde había
atraído a una mosca, gorda y cargosa. Volaba rasante, se posaba y volvía a
alzar el vuelo arrobada con un pliegue de su frente de tono aceituna. Con un
hábil movimiento de su labio inferior, Farid sopló hacia arriba y logro
espantarla.
Esta vez, se sentía más incómodo que en otras
ocasiones pero, haría lo posible para no molestar. Por otra parte, sus demonios
interiores pujaban por complotarse en contra de ese intenso y romántico
momento.
Farid era el más temperamental y mezquino de los
hermanos Marrash, su madre siempre lo regañaba por eso. Ahora, ella no estaba para reprimirlo, su ancianidad
y un principio de Alzheimer tampoco se lo permitiría. El moro se salía de la
vaina por hacer alguna trapisonda.
Amin era el dandy,
su bigote arqueado y afinado, junto al pulido brillo de sus dientes y el
perfume francés, omnipresente, lo demostraban. Culto y moderado, solía recitar
la profunda poesía de Nada el Haye, bajo las espléndidas lunas del desierto.
Con la cadencia de su voz grave le hacía el amor al
oído de las jóvenes mujeres. Deslizándose suavemente por el canal de Hélix,
penetrando el conducto auditivo externo hasta sentir la membrana timpánica y
acabar, profundo, en la trompa de Eustaquio. Tan intensa era la voz de Amin y
tan emotivo su recitado.
“Que
el que alcanza una estrella conquiste el cielo. Que el que toca el fuego sea
atravesado por relámpagos”
Cómo
no caer rendidas ante palabras tan bellas y poderosas, por la voz cantante de
una alondra ibis como era él. Un macho llamando a su hembra, a pulmón pleno, en
las tórridas arenas del océano amarillo.
Amin oyó el desplante verbal de su hermano Farid;
imposible no escucharlo si él era la cruz de su vida entera. En su corazón
había paz y según él, el rencor era un cactus lejano del que nunca bebería su
savia. No así su hermano, siempre inquieto y tironeando situaciones,
insatisfecho con él mismo y el lugar que la vida le había dado.
Acaricio los cabellos azabaches de su amada,
deslizando su mano derecha con la seguridad de un artesano del vidrio y la
suavidad de un anciano fakir. Ella, embelesada, no podía pensar en otra cosa
que esos ojos profundos, sugerentes y masculinos, que la desnudaban al compás
de las poesías, cuando caía el sol y la luna resplandecía. Y así se besaron, abstraídos del mundo y con
suma pasión, en el viejo andén de la estación con el hormiguero de personas,
yendo y viniendo.
El particular perfume de la mujer alcanzó la nariz
de Farid y, llevado por las notas cítricas del cardamomo, no pudo más que
sentir una profunda envidia en su estómago contraído. Confundido y con una
vergonzosa erección giró su cabeza hacia la boletería, intentando no pensar.
La maravillosa mujer, en su blanco y fresco vestido,
cogió la maleta y subió al tren para partir a Marruecos. Cuando las ruedas de metal
comenzaron a girar, lágrimas contenidas cayeron por las mejillas de Amin
Marrash.
La mano izquierda de Farid Marrash extendió un
pañuelo de seda y secó las lágrimas de su hermano gemelo, sintiendo culpa y
recelo en la misma medida. Las diferencias en sus rostros, más que en lo
estético, se percibía en las expresiones. Farid tenía las facciones de un
hombre azotado por implacables tormentas de arena y los devenires de una vida
nómade, mientras que, Amin era el risueño portador de un aura de santidad.
─¡Te oí, maldito susurrador! ─espetó
Amin alzando su voz. Su semblante ya no era de tristeza sino, de ardiente
enojo. Estaba cansado del lastre que representaba su egoísta hermano, que era
el único capaz de agitar las aguas calmas de su lago espiritual. Sin duda,
había rebalsado la represa de su tolerancia.
─¡No es mi culpa que compartamos el
mismo cuerpo, estoy harto de ti! ─respondió Farid, sin
bajar la guardia y quitándose los anteojos para el sol mientras, la mano derecha
de Amin se elevaba con gestos amenazantes. El cuerpo robusto parecía recibir
impulsos eléctricos de ambos cerebros y de modo alternativo, se movía frenético
y en un espacio reducido, como si las piernas luchasen por ir en direcciones
opuestas. Nunca antes la discusión había sido tan encarnizada.
Ambos comenzaron a reprocharse cosas pasadas y
venideras, aun sabiendo que deberían llegar a alguna clase de acuerdo o, como ellos le decían, “un ritual necesario”.
Mientras tanto, las voces se alzaban una contra otra, como sables de jinetes musulmanes acometiendo en lo
fragoroso de una batalla.
Aquellos que los conocían pasaban sin reparar en el
espectáculo, cargando bolsos y preocupaciones. Los que nunca los habían visto,
se detenían a distancia, para observar la insólita y teatral controversia. Un
cargador con turbante blanco y camisola de lino, pasó con su carreta cargada de
bultos y paró en seco, pensó en separarlos ante la acalorada discusión. No pudo
más que reír, al reflexionar sobre su absurda buena intención.
─ ¡Por Alá! ─exclamó una anciana hija de beduinos,
que vendía panecillos con jengibre para la muchedumbre diaria. Su rostro,
curtido y ajado, demostraba haber presenciado muchas extrañas cosas en su larga
existencia, pero nada como aquel grotesco fenómeno de feria.
Mientras el
tren se perdía en el horizonte anaranjado, lila y brillante, apartando
dos mitades de un fogoso amor; en el andén y ante un público variopinto,
bicéfalo Marrash permaneció un buen rato discutiendo, tan cara a cara, como el giro
que esos cortos y venosos cuellos le permitiese.
Nota
del autor
Este es el cuento típico que se precipita hacia el
final. Con este tipo de relatos se busca dar pocos indicios del desenlace, así
el efecto es mayor. Hay que conducirlo con cuidado mostrando la carretera, los
carteles indicadores, la pendiente pronunciada o al chofer al volante, pero
nada del destino o muy poco de él. Jugar
con el momento y lo que acontece, entre detalles trabajados, que distraen pero
no dejan de inquietar.
Para darle color pensé en Marruecos, en los
desiertos, en la belleza de África y, por supuesto, estudie cuestiones
relacionadas. El vocabulario es limpio y perseguí el buen gusto por las
palabras. Aromas y sensaciones, están presentes y el tren… El tren siempre es
bueno en una historia, sinónimo de viaje y de ilusión, también de partida y
desarraigo.
Lo antagónico se muestra desde el principio y es el
eje de la historia. Como Caín y Abel los hermanos se confrontan pero, en este
caso, lo absurdo choca de improviso y obliga al acuerdo.
Fortalece la visión el cargador y la anciana que
vende en el andén, son puntos de vista diferentes: la risa y el horror, también
antagónicos.
La imagen del bicéfalo fue la primera que tuve
gracias a un noticiero donde se mostraba a un ternero recién nacido con dos
cabezas bien formadas. En ese instante pensé: ¿y si esos terneros tuviesen un
amor? Más adelante cito que es importante nutrir a la imaginación, de la fuente
que sea.
Todo el condimento del relato fue razonado y llevó
trabajo, varias reescrituras y correcciones. No tenía mucho sentido extenderlo,
a veces la brevedad suma.