martes, 23 de enero de 2024

 Colaboración para 38 Minutos Ediciones de Vladimir Villarreal. El relato ha sido reescrito y mejorado. 



La casa habla

 

Ploc, ploc, ploc… ploc, ploc, ploc… Las gotas… Ploc, ploc, ploc… Malditas gotas. Nunca me dejarán dormir. La casa me habla, yo lo sé. Con  las pantuflas puestas arrastraré mis pies hasta el baño. Tal vez, al bajarlos de la cama, cruja el piso de madera y espante alguna cucaracha. O algo me atrape desde ese brocal al inframundo que bulle debajo de mí. ¿Por qué siempre pienso lo mismo? Horrores absurdos que no terminan de definirse.

Tanto frío… La bata me abriga pero el frío es un estigma entre estas paredes. En el baño, aprieto con fuerza el grifo, pero da igual con cuanta presión lo haga, las gotas seguirán cayendo. Lo intento, de todas maneras, como cada noche. El lavabo es pesado y muy antiguo, las cañerías son de plomo y crujen, se quejan, conversan en la noche. Puede ser que lo imagine, no estoy seguro. Es la casa que habla.

Leti andará tras alguna rata, su tazón de leche está lleno. Buscará el sabor de la sangre por los agujeros y los rincones, apretar algún pescuezo. Regreso a la cama, me arrebujo bajo las gruesas mantas; el velador tiene una luz amarillenta que proyecta sombras extrañas en el cielorraso y entre las vigas. El despertador dice que son las tres de la mañana. Es de chapa, tan antiguo como yo, su tic tac me alivia. ¿Por qué me calma? ¿Acaso, no es igual de insidioso como el golpeteo de las gotas? Qué locura, vivir así. Podría fumar, pero no. El humo atrae cosas, cosas que prefiero esquivar.

Ploc, ploc, ploc…. Ploc, ploc, ploc… Pienso. ¿Cuánto hace que estoy  en este laberinto? ¿Cuándo terminará? La muerte me aterra, pero la vida… la vida…

Afuera el viento esta calmo, la nocturnidad se presta a las lechuzas. Hay un farol de alumbrado público que rompe el monótono negro, por el ala izquierda de la casa. Es una vivienda solitaria, la mía. Hay otras casas, a unos doscientos cincuenta metros, una de ellas es de Gonzáles. Un parco vecino que ya no viene de visita. Era el único que llegaba y ponía  excusas, como el agua sabrosa del aljibe. Pero… yo creo que buscaba otras cosas. Suele decir que siente demasiado frío aquí, aún con la salamandra prendida, y que ha escuchado murmullos. Si, murmullos. Qué más da, no viene desde hace tiempo.

Tras las pesadas puertas aparece el zaguán, es largo  y gélido. El durazno de sus gruesas paredes está desconchado y el moho blanco acompaña, desde los reventones, el paso de los años. Las puertas interiores son altas, también, y de vidrios esmerilados. No ha sufrido grandes cambios la propiedad en más de cien años. Siento que tiene un cáncer, y si lo remuevo, todo se vendrá abajo. Sucumbirá.

Ploc, ploc, ploc… Padezco insomnio.  Mis ojos están abiertos, observando el pasado. Mis oídos escuchan a la casa. Aguanto a la vejiga llena cuando  la gata no está a mi lado. Antes de levantarme al baño acaricio su lomo, es un cábala y ha funcionado. Leti tiene pelaje negro azabache y muy suave, ojos amarillos, encendidos. Es un antiguo ritual de protección. De esa manera, le digo a al diablo que no huiré. Que tenga paciencia, ya iré a redil, a su tiempo. Ploc, ploc, ploc…

Hay una sala de estar bastante amplia, con un hogar para quemar leña. Yo me siento en el sofá de tres cuerpos y permanezco  mirando al fuego. Espero, infructuosamente, que las llamas me devoren y me arrastren con el humo y las chispas por la gran boca de la chimenea. Sería un viaje increíble, montar el humo hacia o incognoscible de las estrellas.  Si pudiera desaparecer, sin más.

Por momentos, me dejo ir con compases de dolor, mientras aprieto un pezón, hasta que llega el orgasmo y siento que mi alma flota por encima de mi cuerpo, araña el alto techo y regresa, satisfecha, a los márgenes de la carne. Después, cojo un libro de la biblioteca, y me dispongo a leer hasta que sobrevenga el sueño.

Leti suele lamer mis pies desnudos sobre la alfombra gruesa, que ya tiene suficientes agujeros por brasas que han saltado fuera de la hoguera. A mi lado, hay un velador de pie con una tulipa desgastada y una mesa ratona, con una botella de whisky barato y una copa siempre a mano. Me agrada atizar el fuego, golpear la leña y desatar un pandemonio de chispas. En esos cálidos momentos, el pasado se desdibuja, y hallo paz y silencio interior. Hasta que la casa me vuelve a hablar con esa manera atribulada en que se expresa, desde los cimientos hasta sus tejas.

El terreno que da al fondo, más allá de la amplia cocina y su alero de chapa, se extiende por unos mil metros hasta los alambrados que lindan con otros espacios verdes. Recuerdo que me sentaba en un banco de roble y observaba como mi padrastro llevaba a mi hermano mayor, tomado de la mano con firmeza, hacia la fronda, pasando las ligustrinas. Los ocultaban las tupidas matas y el sauce llorón. Mi único hermano tenía tres años más que yo y era muy retraído, hablaba poco. Creo que padecía cierto retraso mental.

En aquella época, yo tenía diez años de edad y ya no asistía al colegio con regularidad. Mi madre trabajaba afuera, casi todo el día. Después de que fue abandonada por  mi padre biológico, ella vivía como un autómata. De su trabajo diario como sirvienta,  a los quehaceres de la casa; iba y venía como en una hamaca sin final.  Posteriormente, el hombre con el que se juntó no mostraba condescendencia alguna. El sujeto, osco y apostador, traía comida a la casa y hacía el mantenimiento de la propiedad. Ella se dejaba hacer como parte flexibles de un atroz contrato de convivencia. No había más que decir… ¿o sí?

Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc… Creo que llegaré a  hartarme y le daré al grifo con un martillo. No comprendo porque no me decido a hacerlo, de una maldita vez. Ploc, ploc, ploc…

Lo cierto es que: cuando mi hermano mayor regresaba del fondo, aferrado por la zarpa de mi padrastro, cada vez se veía más trasformado. Las primeras veces, hubo resistencia y lágrimas en sus ojos, luego una total sumisión. Las últimas veces, cuando alzaba su mirada, podía ver a un vacío tan profundo como un cañón. No era él. 

Cierta vez descubrí sus calzoncillos ensangrentados y, cuando lo interpelé por eso, me amenazó de muerte si le decía a nuestra madre. Las idas al fondo duraron un par de años, en esos interminables meses en mi casa se hablaba poco, como si la complicidad se enquistara entre cuatro individuos como una enredadera que crece y asfixia. Yo leía A Conan Doyle y sus aventuras me evadían; también, las aventuras de Stevenson y novelas dramáticas. Muchas horas de literatura y silencio.

Las habitaciones de la vieja casa eran grandes, con un techo alto y arañas de abundantes caireles colgando del medio. Mi hermano y yo dormíamos en el mismo recinto y desde allí oíamos ruidos extraños desde el cuarto de mi madre. Ciertos chasquidos que reverberaban y lamentos de mujer rota. Mientras yo me incorporaba para oír mejor y tratar de interpretar, mi hermano se tapaba la cabeza y se volvía un ovillo acorazado entre las frazadas. Él sabía lo que allí pasaba. Lo sabía muy bien, reverberaba en su cuerpo.

Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc… ¡Gracias al cielo, Leti… apareciste! Estoy recordando… sabes. Recordando aquello. Me hubiese hecho, tan bien, que estuvieses conmigo durante ese horror, Leti. La gata me mira desde sus negras y filosas pupilas, lo dice todo con un bostezo a flor de dientes.

Cierto día, mi hermano mayor desapareció y fue buscado, por largo tiempo y sin éxito, por los vecinos. Fue hallado, en malas condiciones; la marea lo arrojó a la playa, hinchado y cubierto de cangrejos. Dijeron que llegó hasta el malecón y, desde  allí, se arrojó a las fuertes olas y murió al golpear contra las rocas en la base. Los alaridos, desgarradores, de mi madre se oyeron por infinitas noches. El dolor de su trágica existencia quedó plasmado en su rostro hasta el final de sus días. Las paredes de argamasa de la vieja casa han contenido el espanto hasta hoy, estableciendo un particular lenguaje con los espíritus que moran en las penumbras.

Pasó un tiempo largo, de angustia y melancolía. Mi padrastro no pudo con sus demonios y en horas de la tarde, cuando mi madre no estaba, me dijo lo siguiente: Creo que tú y yo iremos a dar un paseo al fondo, corazón”. Sonó profundo, como una voz despedida por un cuerno. Mis piernas y mis tripas se aflojaron por el terror. En ese momento, todos los sólidos y líquidos de mi cuerpo salieron en un torrente incontenible. Me desmayé. Apestaba como un pantano podrido. Al reponerme, recibí un fuerte cachetazo y debí correr a cambiarme, tropezando con todo lo que tenía enfrente. La descompostura me salvó y desde ese día mi padrastro me miraba con asco.

Quizás, con bronca o por simple depravación, al cumplir dieciséis años me hizo un regalo especial, me permitió ver. Mi madre estaba mal, tomaba abundantes antidepresivos, había perdido toda su fuerza y voluntad. Esa noche, presencié, al fin y en detalle, el origen de los ruidos del cuarto contiguo. Debí permanecer en esa habitación bajo amenaza de castigo severo y ver todo aquel desenfreno. Yacía, mi sometida progenitora, colgada de una soga que pasaba por la viga mayor del techo, su cuerpo estaba desnudo y tenía especiales ataduras por doquier, además de las laceraciones que sangraban producto de los azotes con un cinto largo. Mi padrastro, con su miembro erecto y afuera del pantalón, le lamía sus heridas y se las salaba, alternando el proceso. Ella se retorcía de dolor. Gritaba y gemía con su boca amordazada, lloraba. Pero juro, que al mirarme a los ojos, tras la película de lágrimas,  percibí el mismo vacío que el de mi hermano mayor. Por la brutalidad del castigo que recibía se orinaba encima y temblaba como un cachorro indefenso, expuesto a la helada. Quedé paralizaba ante la tórrida y degenerada visión. No hubiese llegado lejos si abría la puerta y huía, de seguro sería otra res más de aquel matadero. Miré, contemplé, detallé, asimilé… No fue una sola noche, sino varias que presencié todo aquello con variantes horrendas y creativas. Asumí, para no culparla, que mi pobre madre había perdido la cordura por completo.

Los días pasaban entre  almuerzos sepulcrales y tareas rutinarias.  En la cara de mi padrastro, el gusto sobrador del mismo Asmodeo se dibujaba en una sonrisa babosa de dientes oscuros. Mi madre despojada de resistencia, se hundía en el océano espeso del caldo de alcauciles. La maldad de su hombre lo controlaba todo, o eso creía él.

Ploc, ploc, ploc… Malditas gotas, he vuelto a ajustar el grifo. Algo mermó, hoy no he de dormir…  la noche entera es una pesadilla insidiosa. Al menos, está el lomo de Leti para acariciar y la pava con el agua caliente sobre la salamandra, lista para  preparar alguna infusión. La soledad de esta malsana casa se me ha hecho carne. La detesto y la necesito, en alguna absurda medida. La casa me habla en su idioma trágico. Yo soy cada pared, cada baldosa de granito, cada rincón sucio. Aquí viví siempre. Ploc, ploc, ploc… Maldita sean esas gotas que nunca paran. Nunca.

 

Fue una tarde plomiza, cuando encontraron a mi padrastro en un descampado cercano, con el vientre rajado y sus tripas afuera. No tenía la billetera y sus bolsillos habían sido dados vuelta. Tampoco estaba su chaqueta, ni el calzado. En esos tiempos, la policía no investigaba demasiado, pensaron que por un robo violento. Lo que no entendían era: por qué tenía sus ojos destrozados a puñaladas. El ensañamiento no se justificaba, de todas maneras, había un sargento que sabía que el occiso maltrataba a mi madre y archivó rápidamente el caso.

Pasaron unos meses y, una mañana, me acerqué a mi madre y la interrogué. Necesitaba saber si ella tenía algo que ver con el terrible homicidio. Estaba picando cebolla sobre una tabla y la sorprendí. Se cortó un dedo, pero no se lo chupó ni hizo nada en particular. La sangre corrió por la tabla y manchó la cebolla, mientras ella seguía absorta, mirando. Sus dedos crujieron en el mango de la cuchilla y dijo que no deseaba hablar de eso. Después siguió cortando, mientras silbaba una triste canción. Por lo general silbaba, porque conversar ya no podía. Jamás le volví a preguntar.

No creo que alguien, en su sano juicio pueda dar crédito a esto: creo que la casa funciona como una grabadora de cinta magnetofónica. Contiene el drama y la tragedia para reproducirlo a su antojo. Es una loca idea, tal vez por tanto leer historias durante las tardes frente a la chimenea. Tal vez porque tengo pesadillas y, en ellas, veo cosas, imágenes retorcidas, difíciles de expresar. Yo siento que la casa me habla. ¿Habré perdido la razón como mi pobre madre?

 

Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc… La casa tiene en su ala derecha amplios ventanales y cuando da el sol, de lleno, gran parte se ilumina. En ese momento la vida recorre la estancia alumbrada. Un lengüetazo, efímero, de  calor. Por lo general, la antigua casa habla y su idioma congela.

Mi madre esperó hasta mis dieciocho años y se cortó las venas en la bañera. Ambas manos, con la cuchilla afilada de siempre. No hubo papeles con un perdón escrito o una nota de despedida para el mundo. Solo se rebanó las muñecas y se dejó ir, rápido. Total, yo era mayor de edad. Estuve parada, largo tiempo, en el baño y frente a ella, viendo su lividez, tan flaca como un antílope hambreado, surcada por las marcas de los azotes y las cuerdas,  muerta, desangrada. Uno de sus brazos colgaba de la tina y de su muñeca rajada, gotas escarlata caían con lentitud y constancia, salpicando en el charco abundante del piso. Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc…  Ploc, ploc, ploc… Ploc, ploc, ploc…

Me pondré las pantuflas, una vez más, y arrastraré mis pies hasta la cocina. Yo sé que al diablo le molestan los ruidos rasposos. Evitaré mirar el fondo enmarañado del patio y prepararé un té de boldo: Entre las zarzas, las plantas se han enroscado y deformado, como si criaturas abominables de cera se apretujaran entre sí buscando calor. Toda esa agonía perturbadora, que emana especialmente del sauce llorón, dominando la escena con su grotesca forma.

No sé cuándo, ni como, pero un día prenderé fuego a todo y esta casa ya no hablará.